Viernes, 17 Enero 2014 15:24

Canal Urgente para Nicaragua

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El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y el empresario chino, Wang Jing, durante la firma del convenio. El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y el empresario chino, Wang Jing, durante la firma del convenio.

Desde que el Gran Gasoducto del Sur que iba a unir Venezuela, Brasil y Argentina fue desinflándose hasta perderse en las brumas de la inviabilidad fáctica, el continente no tenía una noticia tan faraónica: Nicaragua tendrá en pocos años un canal interoceánico comercial, similar al de Panamá.

El anuncio lo hizo el propio presidente Daniel Ortega, junto a un ignoto empresario chino al que se le adjudicó la descomunal obra. El proyecto, cuya novedad de estos días es que arrancaría sus obras este mismo año, tiene aspectos de la más pura racionalidad económica y otros de obvia incumbencia geopolítica. También arroja preguntas sobre los logros tangibles de la integración regional: el gobierno sandinista cerró un acuerdo que cambiará su matriz económica y la de toda Centroamérica sin pasar por ninguna instancia de acuerdo regional, sin la participación de otros países, y sin siquiera el involucramiento de empresas latinoamericanas. El sueño del Canal propio tiene así una factura del siglo XIX: un pequeño país haciendo negocios con una potencia económica mundial, que busca la forma más barata de que lleguen mayores volúmenes de materias primas a sus puertos.

No se trata de ver traiciones al sueño bolivariano: el gobierno de Ortega es parte del Alba, el acuerdo político-comercial que comparte con Venezuela, Ecuador y Bolivia, pero también construyó una relación intensa con Brasil en los últimos años y fue uno de los pocos gobiernos centroamericanos que intentó dar vuelta el golpe de Estado en Honduras durante 2008. Lo que queda en evidencia, más que agachadas políticas, es la persistencia de límites muy ostensibles para un desarrollo económico autónomo. Hay, evidentemente, una distancia entre los discursos integracionistas y las herramientas constantes y sonantes con que cuentan los gobiernos para llevar esas intenciones a la práctica.

El canal de Panamá funcionó como un enclave comercial controlado por Estados Unidos, tanto que la propia “independencia” del istmo respecto de Colombia coincidió con el comienzo de las obras para concretar el paso interoceánico, allá por 1902

La necesidad de ir a buscar al gran socio oriental se entiende con sólo mirar algunos números. Según estimaciones que circulan en los medios de comunicación, el costo de la obra ronda los 50.000 millones de dólares. El año pasado, el PBI de toda Nicaragua apenas alcanzó un cuarto de esa cifra.

La factibilidad económica del proyecto parece, en principio, robusta: año tras año se suman nuevos y gigantes buques que trasportan las mercancías que se intercambian en el mundo. Islas gigantes de contenedores llenos de soja, televisores o autopartes. Cada año, el comercio mundial trata de pasar estos enormes camellos por unas pocas ranuras de aguja. El canal de Panamá, el de Suez y otros pocos pasos de relevancia permiten acortar las distancias que se tenían hace 500 años. Así, el paso por Panamá se encuentra cada año con una mayor exigencia: hace diez años se trasportaban por mar 6.351 millones de toneladas de mercancías. El año pasado, esa cifra llegó a las 11.500 toneladas.

Pero además, para poder sostener ese incremento en el volumen del comercio marítimo, las empresas constructoras agrandan cada vez más los portacontenedores. El salto es abismal: desde 1996 se triplicó el tamaño de los buques y se espera que la tendencia vaya en aumento. Un mayor tamaño no sólo permite acompañar el crecimiento del comercio, sino que lo vuelve más eficiente, ahorrando combustible, logística, acarreo en puertos, etc. Las dimensiones del canal de Panamá –a pesar de las obras que se están realizando para permitir un mayor calado- son propias de un paso pensado para las necesidades de comienzos del siglo XX.

Pero la proyectada construcción de un nuevo canal en Nicaragua tiene implicancias que van más allá de las necesidades de tonelaje de la industria naviera.

El canal de Panamá funcionó como un enclave comercial controlado por Estados Unidos, tanto que la propia “independencia” del istmo respecto de Colombia coincidió con el comienzo de las obras para concretar el paso interoceánico, allá por 1902. La devolución de la soberanía recién se produjo a fines del siglo pasado. En ese sentido, el canal fue una pieza coherente dentro del esquema de hegemonía comercial y política de EEUU en América latina.

La construcción de un nuevo paso, donde las figuras protagonistas son un empresario chino y un gobierno de izquierda da cuenta de un tablero geopolítico modificado, donde el mayor ruido está en la ausencia norteamericana. Hace unos años atrás hubiera sido impensable que una decisión de esta envergadura no tuviera el visto bueno explícito de Washington. A pesar del silencio oficial, cierta incomodidad norteamericana puede rastrearse mediante las declaraciones de usuales voceros periodísticos, como Andrés Openheimer, quien suspendió su convicción por la autorregulación de los negocios, y pidió a Ortega “que convoque a un referéndum –tal como lo hizo Panamá (para la ampliación de su canal) – y pregunte a los nicaragüenses si el proyecto es legal y ambientalmente saludable".

Desde varios lugares –en general insospechados de preocupaciones ambientales y aún menos de soberanías nacionales- salieron críticas al emprendimiento. La más pintoresca tiene que ver con el origen del empresario chino, Wang Jing, quien recibió la adjudicación por las obras y la administración del canal. No faltan datos brumosos: el empresario no tiene ninguna experiencia en el rubro marítimo ni en grandes desarrollos de infraestructura. Por el contrario, lo que se sabe de él es que es un pujante hombre de negocios vinculado a las telecomunicaciones, con presencia en varios países asiáticos. Parece un prototipo de la nueva elite oriental: amasó su fortuna rápidamente (tiene sólo 41 años) y sus vínculos con el gobierno chino son tan obvios como implícitos. En la web del holding que construirá el canal no aparece ninguna referencia a China ni a su gobierno, y tiene todas las marcas de la “occidentalización” de los negocios que emprendió China hace ya varias décadas.

Esta forma de presentar el proyecto del canal –como una obra puramente basada en la necesidad comercial, sin implicaciones políticas- dice más de la estrategia china de relacionarse con los espacios tradicionalmente ligados a EEUU que otra cosa. China parece querer desplazar todo lo que pueda en el tiempo cualquier roce político con la principal potencia del mundo. Como si fuera un contraespejo de la lógica de la guerra fría del siglo XX (¿Cómo un aprendizaje del fracaso de la URSS?), China avanza comercialmente, con las reglas de occidente, y ubica la disputa con EEUU exclusivamente en ese terreno, sin traducir esos pasos en injerencias de tipo ideológico, cultural o diplomático. Lo cual no quiere decir que todos estos avances no signifiquen, al final de cuentas, un cambio en la correlación de fuerzas entre la primera y la segunda economía del mundo. Más bien, todo lo contrario.

Volvamos al pequeño país centroamericano, que en medio de estas mareas internacionales, intenta encontrar en el Canal un bono que lo saque de la pobreza. El enclave portuario será como implantar una economía entera –con sus reglas, relaciones, intereses- sobre la ya existente. De más está decir que la economía del Canal será varias veces más relevante que la del resto del territorio nicaragüense, limitado a la producción primaria y las fábricas maquiladoras de textiles de baja calidad. El desafío es el acople de esos dos mundos divergentes. Algunas pistas parecen mostrar que la mirada del gobierno sandinista está puesta en que los beneficios excedan el cobro del peaje a los buques internacionales: a días de conocerse la aprobación del proyecto, se anunció que las universidades del país incorporarían carreras vinculadas a la ingeniería naval y portuaria. También comenzaron a viajar delegaciones de empresarios nicaragüenses a China, para conocer el conjunto de empresas subsidiarias que tendrán adjudicaciones en las obras. La intención es no repetir la historia panameña y vincular el canal a alguna forma de desarrollo nacional, todavía incierto.

Al mismo tiempo, las condiciones que se conocieron del acuerdo entre la empresa constructora y el gobierno nicaragüense, también muestran esa intención soberana tanto como las dificultades para ponerle condiciones al negocio multimillonario. La concesión es por 50 años, renovables por otro medio siglo. Durante todo ese lapso de tiempo, Nicaragua irá recuperando en “cuotas” la propiedad sobre el canal. A partir del décimo año de funcionamiento, comenzará a recibir un 10% de las acciones, acumulativos (a los veinte años tendrá el 20% y así). Durante la primer década, el país apenas recibirá un ingreso cuasi simbólico de 10 millones de dólares por año. Todos los gastos y la responsabilidad en la construcción, mantenimiento y funcionamiento, será por cuenta de la empresa.

La pregunta que queda flotando es, nuevamente, cuál será el rol del resto de la región de aquí en más. La construcción de una segunda vía para pasar directamente del Atlántico al Pacífico cambiará varias ecuaciones comerciales. La vinculación con los países de Asia será más intensa, porque será más rápido -y por ende más barato- comerciar con ese continente. Que eso no termine reforzando el actual esquema de vendedores de materias primas e importadores de bienes manufacturados, ya no vinculados a EEUU y Europa, sino a China, aparece como el desafío más importante de los próximos años. 

 

(*) Periodista

 

FUENTE: Télam

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