La travesía por la Quebrada de Humahuaca supone la necesidad de ir preparados para la sorpresa en cada curva y recodo de los caminos. En noviembre, el sol y el viento pueden ser los mayores verdugos a la vez que aliados en una región donde la policromía domina la escena geográfica. Las mañanas comienzan frescas mientras el planeta rey se prepara para convertirse en el protagonista excluyente de cada jornada. Pero el viento hará de las suyas al final de cada siesta y aparecerá puntual para resguardarnos de un calor potente. Pocas cosas pueden disfrutarse tanto como la contemplación en una tarde bajo la sombra, tilcareña o humahuaqueña.
La Quebrada, que puede ser pensada como sinónimo de valle, atrapa por su belleza al contemplar sus cerros, pero también seduce en un sentido inverso cuando uno asciende por laderas de montañas donde puede ver la magnificencia del paisaje y nuestra insignificancia convertida en ciudades. Tal vez sea preferible pensarla como una sola cosa y que sus localidades, en definitiva, resulten matices.
Si es verdad que la geografía hace al ser humano (y lo es), esto se confirma rápidamente cuando uno, llegando del trajín urbano de cada día, trata de imponer su lógica de apuro citadino: el ambiente nos jugará una mala pasada y la falta de aire que produce la altura nos hará comprender que debemos andar más despacio, como pidiendo permiso en cada paso, algo que la idiosincrasia de los lugareños, refleja muy bien.
Tilcara es el lugar elegido como centro de operaciones ya que está equidistante de Purmamarca y Maimará hacia el sur y de Uquía y Humahuaca hacia el norte. Llegamos sobre la tarde de un caluroso domingo donde la falta de combustible que afectaba a todo el país sería la duda de qué podremos hacer en los días que vienen y que se responderá el lunes, tempranito, como para no perder la costumbre, cuando llenemos el tanque.
La primera sorpresa vendrá de la mano de la llegada a la hostería, donde no existen los ventiladores y mucho menos los acondicionadores de aire. En el hall, en el espacio común del comedor y en la habitación el aire es fresco y uno podrá disfrutar de una siesta reparadora a partir de la inexistencia de la humedad y de edificaciones nuevas que se construyen en base a los ladrillos de barro.
La ciudad sorprende con su variedad de estilos: desde la tradicional plaza quebradeña hasta la modernidad del Paseo Padilla donde conviven hosterías de cuatro estrellas, negocios de ropa y bares. Excepto en el ingreso, sus calles son angostas y el mayor movimiento se trasunta a media mañana y al caer la tarde. Buena parte del ejido urbano se monta sobre la ladera de cerros que aportan una particular y original vista de la región.
El mayor atractivo turístico aquí lo aporta El Pucará, que su nombre en español significa “fortaleza”. Es una localidad reconstruida a mediados del siglo XX pero con técnicas que no eran utilizadas en el período prehispánico. El lugar es administrado por la Universidad Nacional de Buenos Aires y se pagan unos $800 por su recorrido junto al Jardín Botánico que nos muestra la flora del lugar. A los pocos metros, nos recibe una placa de Nunca Más que, acertadamente, vincula los 30.000 compañeros desaparecidos y el genocidio perpetrado desde 1492.
Nos espera Horacio, un antropólogo de la región, quien nos hará de guía. Insistirá con una idea fundamental para el recorrido; “deconstruir”, ya que su misión, dice, es que podamos irnos poniendo en crisis la idea que tenemos del indio (él lo define así) y que hemos heredado de los manuales de cuarto grado.
Afirma que el ejercicio de “ensayo, prueba y error” no es propiedad exclusiva de la racionalidad moderna. Nos explica que esos pueblos crearon la llama, animal doméstico que resulta de una cruza entre la vicuña y el guanaco (silvestre) y que ha tenido, con sus múltiples razas, un peso definitivo en el desarrollo productivo de la región.
El sol del mediodía se hace cada vez más presente y el agua resulta necesaria. El recorrido es en subida y mientras la ruta nos queda de frente, a unos 100 metros de altura, descubrimos un edificio de ceremonial incaico y un espacio que resultaba un taller de lapidario donde se construían distintas ornamentaciones que, se sabe, no se terminaban en la región. Las habitaciones a las que accedemos son bajas, donde casi no entra luz, y se respira un fresco reparador.
Los Incas llegaron a la región en 1430, unos 80 años antes que los conquistadores españoles y la pirámide que se visualiza al final del recorrido, nada tiene que ver con el espacio original sino con un homenaje a los arqueólogos Juan Ambrosetti y Salvador Debenedetti, quienes realizaron las investigaciones sobre el Pucará entre 1908 y 1930, siendo diseñado por un tal Martín Noel, como una especie de síntesis del “encuentro” de ambas culturas. El positivismo y sus imposiciones congénitas.
Hacia el sur, a poco más de 7 kilómetros del lugar y previo paso por Sumaj Pacha, se llega a Maimará, cuyo principal atractivo visual es la Paleta del Pintor, un cerro que muestra una variedad de tonalidades que no deja de impactar. El GPS te lleva por un camino equivocado ya que la construcción y ampliación del servicio de trenes, con vías y estaciones nuevas, impide el paso. Hay que recurrir al viejo método de preguntar a los vecinos para llegar, finalmente, a un mirador que también es parte de las obras. La vista es imponente, pero el viento hace de las suyas, formando remolinos de tierra que dificulta la presencia física.
El otro gran atractivo es el cementerio, y sobre todo en la evocación del día de los muertos. Está erigido sobre la falda de un pequeño cerro y puede apreciarse desde la ruta. Hombres y mujeres de todas las edades confluyen en el lugar. Van acompañados de flores de tela de todos los colores. No hay celebración pública ya que se impone el recuerdo íntimo de cada afecto. Algunos asisten al cementerio con bebidas y comidas que honran al muerto y no falta quien, al igual que en cada 30 de agosto, deja caer un sorbo en la tierra. Si ese día el homenaje es para que la Pachamama sea fructífera en el tiempo que viene, cada 1º de noviembre se le regala un trago de la preferencia del ser querido.
Alguien nos explica que la cosmovisión andina es diametralmente opuesta a la cristiana: mientras ésta última refiere al cielo y al infierno, donde los que actúen bien en esta vida vivirán en la eternidad junto al altísimo y los que lo hagan mal arderán en la profundidad del infierno; la primera de ellas ve en la tierra la fecundidad de todas las cosas que hacen al alimento del ser humano. Por eso su cuidado permanente.
En la Quebrada de este tiempo perviven las tradiciones más antiguas a partir de una actitud constante de sus habitantes. Son conscientes de los beneficios de cierto desarrollo, pero saben que allí no radica lo esencial de nuestra vida. Como toda construcción humana, no es un mundo ideal, aunque los turistas (éste escriba prefiere definirse como visitante), muchas veces idealicemos aquellos lugares donde hemos tenido ratitos de felicidad.
El respeto por la tierra, el cuidado del agua, la sabia contemplación del clima, de la luna y de las estrellas, la continuidad de las tradiciones, la oralidad que permite transmitir de generación en generación los conocimientos más detallados del lugar y la calidez y sencillez de su gente hacen de la Quebrada un lugar que debemos conocer de manera inexorable. Pero, tal vez, la mejor forma de acercarnos a ella sea desprovistos de nuestros saberes y preconceptos de antaño. Como forma de empatía con los antiguos pero fundamentalmente, con nosotros mismos. Continuará…
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez