No se conoce muy bien por qué los perros le ladran a la luna. La respuesta más racional que uno puede encontrar por allí refiere al aullido de sus ancestros, los lobos. Independientemente de las razones, lógicas o no, para nosotros los humanos, hay pocas cosas que carezcan de sentido práctico como el ladrar al romántico satélite. La luna está allí, bella, inmaculada, impasible y no parece haber grito, ladridos o voces destempladas que la conmuevan.
Algo de esto parece haberles ocurrido a algunos opositores en la Argentina de la pandemia. En términos institucionales Alberto Fernández parece haber dado en la tecla cuando refiere a una dicotomía entre los opositores con responsabilidades fundamentalmente ejecutivas (aunque bien podría incluirse las legislativas) y quienes utilizan twitter como herramienta de comunicación y cuestionamiento político. Si, como establece Giampaolo Zucchini en el Diccionario de Política de Norberto Bobbio, “Podemos definir a la oposición como la unión de personas o grupos que persiguen fines contrapuestos a aquellos individualizados y perseguidos por el grupo o por los grupos que detentan el poder económico o político”, resulta posible suponer que, en esta coyuntura, el concepto deba ser relativizado. Es legítimo preguntarse cuán opositores pueden ser pensados Horacio Rodríguez Larreta o el mismo Gerardo Morales, cuando acuerdan políticas relativamente comunes de cara a la crisis sanitaria y al momento de notificar la extensión de la cuarentena se presentan de manera conjunta o, cuando se respalda de manera unánime la propuesta argentina de reestructuración de su deuda. Una salvedad: no estoy calibrando positivamente las figuras políticas del Jefe de Gobierno porteño ni del gobernador de Jujuy ya que no resultaría comprensible olvidarse de lo que han propiciado y avalado en el período 2015 – 2019. Decimos que, de alguna manera, a partir de la profundidad de la crisis que vivimos, se ha exigido a casi toda la corporación política, ser mucho más responsables. Algo así como que “la necesidad tiene cara de hereje”.
Pero además, no nos referimos necesaria y exclusivamente al dirigente político “institucionalizado”. Hablamos también de aquellos ciudadanos más o menos visibles, que en la semana que pasó se sintieron atraídos por la afiebrada e irresponsable idea de salir a la calle a imponer “la revolución de los barbijos en contra de la vigencia de comunismo”. El fracaso de la propuesta refleja claramente que no existe resquicios para ladrarle a la luna. La sensación que nos queda es que el desasosiego de algunos sectores ha llegado a límites del ridículo, donde no importa qué suceda en el mundo, cuales son los riesgos a los que nos enfrentamos o que, en un planeta hipercomunicado, nos enfrentemos a una pandemia que resulta inédita para este siglo XXI.
Hemos escuchado y leído propuestas de todo tipo: desde el economista Roberto Cachanovsky planteando que el que quiera cuidarse se quede en su casa y que quienes no estén preocupados por el Covid 19 puedan disponer libremente de sus movimientos, hasta su colega Miguel Boggiano que vociferaba a los cuatro vientos que sin importar lo que decidiera Alberto Fernández, a partir del 11 de mayo, él de todas maneras saldría a la calle. No son discursos inocentes, claro que no, y encuentran eco seguramente, en no pocos ciudadanos de las grandes ciudades. Pero una cosa es tener cierta empatía con algún tuitero serial y otra muy distinta poner el cuerpo para el escarnio público y para que la salud entre en zona de riesgo.
El elemento fundamental que explica el fracaso de todas estas convocatorias (recordemos que la revolución del barbijo, mutó en cacerolazo histórico) refiere inicialmente a la escasa densidad política de los convocantes. Con el uso y abuso de redes no alcanza para que ciertos hechos se confirmen como relevantes. Se me dirá que han existido otros cacerolazos que han servido como base de cierta sustanciación política o, como en el caso de la supuesta liberación masiva de presos, “se hacen sentir”. Ante esto diré que las diferencias no son menores.
La primera es que el presidente sigue midiendo muy bien en encuestas y la sociedad pondera masivamente de manera positiva lo hecho hasta aquí. Incluso ese feedback con opositores “garpa” positivamente. Pero además, no hay que dejar de tener en cuenta al miedo como factor de disciplinamiento. Nos enfrentamos a un virus del que todavía no sabemos demasiado, según reconocen los propios especialistas. Junto con esto, y como venimos insistiendo desde hace semanas, lo que está a la vista de aquello que sucede en países cercanos, lejanos, liberales, intervencionistas, latinos, anglosajones, nórdicos, orientales o siberianos, es una imagen del cual la gran mayoría del pueblo argentino preferiría no verse reflejada. Puede desconocerse (o no) las razones psicológicas o los intereses de estos personajes que juegan un juego muy peligroso, pero lo cierto es que en una población que se ha acostumbrado a vivir incertidumbres de todo tipo, una tras otra, contar con la sensación de un Estado que la cuida, merece una segunda oportunidad.
No resulta justo que el precio a pagar por los que, nuevamente, se sienten vulnerables, sea poner en riesgo su vida en nombre de una economía que nos salvaría a todos. Falso. Como nos contaba Rotman, allá por los ‘90, siguiendo a la luna no llegaremos lejos. Por eso esta vez, muchos se quedaron en casa.
(*) Analista de Fundamentar