De los “extraños” bien nos hemos ocupado en el 2020 que culminó hace algunas semanas y seguramente lo seguiremos haciendo en este 2021 electoral. De lo que nos queremos ocupar hoy es de los primeros, de los propios, aquellos que le pusieron el cuerpo al macrismo, soportando dignamente un proyecto político que sólo conlleva exclusión y miseria.
Lo primero que debe señalarse es que nadie puede sentirse satisfecho (por nombrar algunos temas) ni con una inflación del 4% mensual, ni con las divergencias respecto de la política exterior, ni con los vaivenes gubernamentales de casos tipo Vicentín, como así tampoco con la (por momentos) confusa comunicación gubernamental, ni, en definitiva, con la presencia de funcionarios que no funcionan.
Dicho lo anterior, bien vale señalar que existe cierto oficialismo que, desde el honesto cuestionamiento a todo aquello que no está bien, confunde el proceso actual con una permanente comparación con el período 2003–2015 como si los tiempos políticos fueran fácilmente reproducibles. Resulta algo así como una foto auto construida, como un tiempo pasado donde todo habría sido mejor. Esa mirada tiene, desde la verdad relativa de este articulista, dos límites: el olvidarse de algunos elementos constitutivos de ese pasado que se añora, y el desconocer que el presente, ni en política ni en la vida, es lo que nosotros deseamos sino lo que efectivamente ES. Un Nicolás Maquiavelo a la derecha, por favor. O a la izquierda, como usted prefiera querido lector. O lectora.
La política como práctica contiene varios elementos que la componen. Además de lo ideológico hay tres de ellos que merecen señalarse para estas líneas: la fortaleza de cada actor, el voluntarismo para producir los cambios que se desean imponer y la fortuna (no en términos monetarios sino en aquello que vulgarmente llamaríamos “suerte”).
Quienes refieren a la figura de Alberto Fernández como un tibio que tuvo la enorme fortuna de resultar bendecido por el personaje político más importante de lo que va de este siglo XXI, olvidan que el primer gobierno que le dio existencia a la “década ganada” fue producto de una serie de factores que no dependieron exclusivamente del voluntarismo de Néstor Kirchner. Es cierto que el santacruceño a finales de la década del 90’ había comenzado a “nacionalizar” su figura, pero no resulta menos verdadero y los santafesinos lo sabemos bien, que la figura de Carlos Reutemann (responsable político en la provincia de la represión de 2001 y actual hombre del Pro), era el elegido por el peronismo todo para suceder a Eduardo Duhalde en el poder.
¿Alguien cree, verdaderamente, que el primer gobierno K no tenía límites ni condicionamientos? ¿Se olvidan los nombres, por ejemplo, de Roberto Lavagna (siempre tan cercano a Techint) o del recientemente fallecido José Pampuro que tributaba en el duhaldismo gobernante de aquel momento y que nada tenía que ver ni con la política de defensa ni de derechos humanos que exhibió el kirchnerismo con el paso del tiempo?
Tal vez una pregunta trascendente en el análisis, y que resulta el paso previo a la acción política sea plantearse cuál es el diagnóstico correcto que pueda llevarnos a ella. Dicho en otros términos, cuáles son los elementos comunes que surgen de aquel tiempo, a éste de pandemias y alianzas novedosas.
Parece legítimo preguntarse desde este, nuestro lado, si la aprobación de la fusión de Multicanal y Cablevisión, o el conflicto con las patronales del campo en 2008 no tuvieron mucho de error político. No parece justo olvidarse ni del diálogo fluido con George W. Bush (con la clara estrategia de que los organismos internacionales de crédito no ahogaran financieramente a la Argentina) ni de los acuerdos con los grandes conglomerados comerciales y productivos que proponía el ahora opositor Guillermo Moreno.
Ese período que algunos romantizan tenía como condición sine qua non, un sistema político muy debilitado donde la fortaleza del peronismo y su vocación de poder (debiendo incluir aquí los múltiples cacicazgos provinciales de entonces), podían sobrevivir a la implosión del sistema de partidos que había dejado diciembre de 2001. El kirchnerismo pudo dar los primeros pasos desde su débil 22% del electorado que lo había elegido, porque la crisis había sido tan profunda que también los poderes fácticos resultaban severamente cuestionados. El ya famoso intento de condicionamiento de Claudio Escribano a Néstor Kirchner en el pliego de medidas que debía tomar el sureño para tener sobrevida política y su no menos trascendente respuesta, a la vez que demuestra la debilidad a la que también había quedado expuesto cierto poder mediático, nos permite entender en cuan impensable resulta hoy ese escenario.
A la atomización del sistema de partidos de 2003, le corresponde en este tiempo una derecha que ha sabido canalizar las demandas de cierto sector social que se refleja no sólo en la elección de 2015 sino (y esto es lo más llamativo) en el 40% del voto a Mauricio Macri en 2019, pese al desastre económico y social que dejó su administración.
A la evidente debilidad de las empresas a partir del período post Convertibilidad, la cuales valían en el mercado internacional “chauchas y palitos” con el consecuente riesgo de su desaparición, le corresponde un tiempo donde la bonanza K, las fortaleció al punto de seguir insistiendo con el ya viejo esquema de autoflagelación de proponer ajustes que terminan achicando el mercado de consumidores que les da viabilidad como empresas.
A la alianza del primer kirchnerismo con el mismísimo Grupo Clarín, le toca hoy un conglomerado corporativo mediático opositor que ese mismo espectro lidera y con el que, equivocadamente, algunos funcionarios gubernamentales creen necesario tener un diálogo fluido, off the records incluidos. La Ley de Medios fue un gran triunfo cultural que sirvió para demostrar cuáles son los pliegues de poder en los que se mueven las grandes corporaciones de todo tipo, pero a la vez, quedó limitada, gracias al servilismo amarillo, a unas pocas reglas de cumplimiento meramente formales. No está de más, por ejemplo, revisar la inédita concentración mediática santafesina, donde un conjunto de empresarios de distintos “palos”, manejan el devenir de las noticias y sus consecuencias en las dos ciudades más importantes de la provincia. Aprendé “Hetitor” Magnetto.
En resumen, más allá de que muchos nombres se repitan, más allá de que algunas promesas vayan en el mismo sentido de hace casi 18 años, el contexto económico, social y político, resulta totalmente diferente. Los roles y las funciones son de otras características. Si Cristina Fernández nominó a Alberto, un hombre que siempre había construido su carrera política como un articulador que le permitió ocupar roles de funcionario de segunda línea, jefe de gabinete con diálogo constante con muchos de los que luego fueron enemigos del mundo K o jefe de campañas electorales de diferentes proyectos (Kirchner, Florencio Randazzo o Sergio Mazza), ¿por qué deberíamos suponer que su rol de presidente sería muy distinto? ¿Qué director técnico cambia cuando su equipo gana? ¿Quién de nosotros, creciditos y con unas cuantas canas surcando nuestra cabeza, nos animamos a cumplir aquel viejo deseo de Fito Páez que decía de “cambiar de casa por cambiar nomás”?
Si es cierto que la política es ideología, voluntad, fortaleza y fortuna, también es contexto. Elemento tal vez no dicho en las líneas de más arriba, pero concretamente explicitado en los límites que enfrenta éste (y cualquier) gobierno que se anime a transformar para bien, la realidad. O lo que interpretemos de ella. La idea no es justificar que todo está bien y que la autocrítica no sirve, sino entender que mirar el presente con una foto sepia del pasado no puede llevar a otra cosa que no sea al error político.
(*) Analista político de Fundamentar