La sabiduría popular, ese activo construido desde el fondo de los tiempos, ha establecido que las comparaciones son odiosas. Podríamos reinterpretar el dicho, y afirmar que lo son mucho más cuando los elementos a poner sobre la balanza no tienen demasiado que ver entre sí. Algo de eso ocurre entre peras y manzanas. Sólo digamos que tienen en común su condición de frutas que en la Argentina son producidas en el Alto Valle de Río Negro y que quedan muy ricas en las ensaladas. En nuestro país, en la semana que termina, varios compararon cosas que no tienen nada que ver entre sí, y terminaron armando una ensalada que, de sabroso, se lo debo. Repasemos.
Desde hace un tiempo, voces menores (casi insignificantes) de ciertas formas de oposición en el país, comenzaron a reproducir la idea de que la crisis de la pandemia es tan grave que triplica la cantidad de desaparecidos que dejó como saldo la última dictadura militar. El día miércoles esa opinión fue legitimada ya no por personajes desconocidos, sino por el propio Senador Martín Lousteau, joven criado en el radicalismo que alguna vez formó parte de la pretendida transversalidad kirchnerista, fungiendo, nada más y nada menos, que, como uno de los responsables de la ya tristemente célebre, Resolución 125.
La afirmación comparativa, roza la perversión. En primera instancia porque toca una arista muy sensible para buena parte de la sociedad argentina, que ha sufrido como pocas comunidades en el mundo, un plan de desapariciones que contó con el aval silencioso de las grandes potencias de aquel momento. Y en segundo lugar porque olvida y confunde el rol que ocupó el Estado en cada una de estas dolorosas circunstancias históricas.
Los 30.000 desaparecidos (¿habrá que celebrar que los partidarios del ex joven ministro no nieguen el número?) son producto de un Estado que imponía prácticas ilegales, formateaba hacia su interior fuerzas parapoliciales y, en nombre de la libertad, Dios y la familia, perseguía, torturaba, masacraba y desaparecía conciudadanos. Aunque parezca un oxímoron, el silencio de la sociedad era tan evidente que podía ser escuchado por sus propios verdugos (otro día discutiremos la legitimidad o no de las Juntas de Gobierno militar). El asesino era el Estado. Sin más vueltas, sin más suposiciones.
No hay mejores ni peores muertos. El dolor de amigos y familiares está allí, al alcance de la mano. Pero lo que sí podemos hacer quienes, de alguna manera tratamos de entender lo que pasa en una comunidad y aquellos que tratan de representarla, es intentar ser justos y medidos en todo aquello que afirmamos. El Estado argentino pandémico no persigue, no tortura, no mata ni desaparece. Las decisiones que se han tomado en los tres niveles que lo componen (nacional, provincial y municipal) y sin importar las banderías políticas, siempre se han fundamentado a partir del cuidado de sus habitantes. Con errores, con diferencias profundas, plasmadas incluso, en todos los ámbitos institucionales de rigor, ningún dirigente que se precie forzó algo parecido a la explicación videlista sobre los desaparecidos.
La preocupación, la ocupación y la disputa política por la posibilidad de conseguir más vacunas que lleguen desde distintos lugares del mundo, demuestra el interés por la vida, antes que por la justificación de la muerte. Lousteau, sus simpatizantes y sus interlocutores, deberían saberlo.
También las comparaciones estuvieron a la orden del día a partir de lo que parece ser el nuevo drama nacional de los argentinos varados en el exterior, producto de la limitación de arribo de vuelos, con el fin de retardar la llegada de la cepa Delta del virus Corona que, como todos los especialistas informan, resulta más contagiosa que las que hasta aquí hemos padecido en el país.
A mitad de semana un medio capitalino impuso en el sistema mediático y político nacional que el número de compatriotas que no podían volver al territorio nacional, era nada más y nada menos que 45000. Ese dato ya fue desmentido por las autoridades pertinentes, pero se repite como un mantra que no merecería objeción de ningún tipo.
A partir de la decisión gubernamental fluyeron rápidamente comparaciones con la situación de países del primer mundo donde parece, y solo eso, que la gravedad de la pandemia ha comenzado a ceder y, podemos ver, felices, eventos públicos con miles de personas participando de los mismos. Dicen, los que dicen que saben, que en el primer mundo la circulación se ha normalizado y lo contraponen con la situación argentina, obviando, de alguna manera, aquellas limitaciones de meses anteriores, donde el primer mundo enfrentaba una gravedad pandémica que en la Argentina aún no había sido alcanzada.
Más allá de la falsedad o no del número de 45000 argentinos sin posibilidad de retorno, lo que sobresale es la inestimable capacidad de hacernos discutir sobre temas que representan a una ínfima parte de la cantidad de habitantes del país. Más allá de la responsabilidad de los propios viajeros que firmaron una declaración jurada donde aceptaban las decisiones que podía tomar el Estado argentino en función del cierre de fronteras, lo real es que por estos días estaríamos discutiendo sobre los inconvenientes y problemas que alcanzan al 0,1% de los argentinos, que no suelen ser, precisamente, excluidos y ninguneados del sistema.
De alguna manera, la capacidad de reproducción de problemas tan mínimos, en un contexto de centenares de muertos diarios, con miles de contagios y los límites que impuso la pandemia a ciertas actividades productivas y comerciales, traen al recuerdo aquel viejo concepto marxista que versaba sobre la capacidad que tenía la burguesía en imponer como generales problemas que le concernían a su particularidad, aunque es dable recordar que Karl Marx no conoció la Argentina mediática de estos tiempos, ni las corporaciones que le dan sentido.
La semana también se formateó a partir de la idea de los fracasos. Del lado del gobierno, con su decisión de negar la renovación de la concesión de los servicios de los trenes de carga en los ramales Roca, Sarmiento y Mitre, complementa la decisión de imponer el manejo propio de la Hidrovía con la estatización del cobro del peaje y la profundización de un modelo de un Estado más activo que tiene como ejemplo a las áreas de Defensa o a la empresa Impsa.
Poca atención se le ha prestado a este tipo de decisiones, pero lo que queda expuesto de manera obvia, es el fracaso del modelo privatista que la Argentina encaró durante los 90’. No es casual la poca enjundia que algunos voceros le pusieron a la defensa de los intereses de empresas como Nuevo Central Argentino. En el caso de los trenes de carga, el informe del Ministerio de Transporte es lapidario y no debería sorprendernos en un país en donde su dirigencia política de hace tres décadas entregó sus principales activos bajo la pertinaz falacia de que todo lo privado era mejor per se.
La casi desaparición de Aerolíneas, el modelo de empresa en el que se había convertido YPF, las firmes sospechas sobre el nivel de evasión imperante en los puertos de la Hidrovía, y el deterioro flagrante del servicio de trenes de carga, muestra, en una resumida cuenta, el resultado de la venta de aquellos espejitos de colores de hace tres décadas atrás. Desde el largo plazo el resultado del fracaso no puede ser más evidente. Aunque varios protagonistas de antaño y ahora, miren para otro lado.
Del lado de la oposición, también la idea de fracaso sobrevoló desde el viernes en adelante. La firma del decreto de necesidad y urgencia que habilita la posibilidad del acuerdo con los laboratorios norteamericanos y que permitiría la llegada de las vacunas de Pfizer, Moderna y Jhonson & Jhonson al país, mostrará en los días que vienen a un conjunto opositor que intentará deslegitimar el acuerdo por hacerlo, según ellos, tarde y mal: por no haberlo cerrado antes y por hacerlo vía DNU.
Constreñidos al tema en sí, los opositores olvidan dos elementos, si se quieren, claves. Por un lado, la actual ley de vacunas fue votada por unanimidad en el Congreso de la Nación, por lo tanto, los limitantes en el acuerdo devenían del propio marco legal avalado por el conjunto de las fuerzas políticas. Y por otro, el reclamo por la llegada de Pfizer, obedeció a algo que en algún momento se pareció a una obsesión, sin perder de vista que el Poder Ejecutivo jamás negó la posibilidad de su llegada de manera definitiva, sino que, el marco legal lo impedía y ante ello, se seguía negociando, sin prisa, pero sin pausa.
En el medio, los dirigentes de la alianza que conforma Juntos por el Cambio, intentarán hacernos olvidar que han tratado de negar la eficacia de las vacunas soviéticas, chinas y cubanas por prejuicios ideológicos, las cuales han sido junto a AstraZeneca las que han aportado de manera firme y consolidada los casi 25 millones de vacunas que han llegado al país y que también, han salvado vidas. Sus observaciones jamás pasaron del reclamo, sin dejar de señalar que la pelea por la “libertad” ha sido, de alguna manera, el sustento sobre el que se construyó un accionar político que, hoy, de manera perversa, denuncia al oficialismo sobre la cantidad de muertos. Desde estas líneas, hace tiempo que señalamos el sinsentido. Hoy, se muestra en toda su dimensión.
Tal vez sea hora de tomarnos en serio nuestra tarea de sospechar de la utilización de los dramas sociales como recurso político. De cuestionar severamente dichos que retroalimentan situaciones de dolor y muestran heridas que, pese a quien le pese, aún están abiertas. ¿No?
(*) Analista político de Fundamentar