A primera vista, la idea de que uno puede sentir amor por el lugar donde vive parece difícil de explicar. Más aún si no hablamos de un lugar cercano, como nuestra cuadra, nuestro barrio o nuestra ciudad, sino de nuestro país. ¿Se puede sentir amor por algo así de grande? Se puede. A muchos de nosotros y nosotras nos pasa. Personalmente, el amor a ese espacio difícil de abarcar es amor al lugar que hizo posible mi propia historia y la de la gente que quiero. El lugar no es simplemente un pedazo de tierra sino una forma de vivir en él, junto con otra gente.
Por supuesto, querer mi historia no es celebrar todo lo que hice ni todo lo que me pasó. Y querer nuestro lugar no significa el deseo de conservar todos los aspectos de la forma en que las argentinas y los argentinos vivimos. Para algunas personas, el amor a la Patria implica la defensa de las cosas tal como están. Para mí es más bien al revés, amor al lugar es cuidar lo que tenemos pero también conlleva la esperanza por lo que puede ser, amor a lo que se puede construir.
Estamos lejos de que todas y todos podamos participar de un reparto justo de los frutos del esfuerzo común. Somos una sociedad diversa, plural y todavía desigual. Pero lo que nos pasa nos pasa a todos, en mayor o en menor medida, lo hayamos elegido o no. Formamos una nación, es decir: somos un pueblo con un destino común.
Hablar de “destino” puede sonar a que independientemente de lo que hagamos, no podemos modificar el futuro. No creo que sea así. Lo valioso de sentirse parte de un país es que expresa siempre una voluntad, una afirmación, algo que uno elige a conciencia. Los abuelos, las abuelas, las madres y los padres de algunos de nosotros llegaron y siguen llegando de otros países. Nuestra experiencia nos deja claro que nadie está atado a ningún lado y que se puede elegir dónde vivir. El amor a la Patria es querer y decidir que la vida sea acá, y que esa vida sea mejor.
Nuestra historia es de alegrías intermitentes. A veces nos describen como nostálgicos de un pasado que parece mejor, y como sujetos impacientes, apurados por disfrutar antes de que venga la próxima crisis. En estos años se acumularon motivos para confirmar esta caricatura de nuestro carácter: políticas irresponsables que nos metieron en una recesión profunda, una pandemia que vino a profundizarla.
La circulación del coronavirus nos impidió encontrarnos seguido con la gente que queremos. Tenemos miedo de contagiarnos desde hace más de un año. Los contagios nos impiden vivir y trabajar como lo hacíamos, y eso impacta de lleno sobre el sustento de cada familia, de cada argentino y de cada argentina. Algunas personas aún conviven con la frustración de haber apostado a un “cambio” en 2015 que resultó ser una vuelta al pasado amargo del hambre, el desempleo, la marginalidad y el sálvese quien pueda. Pero los responsables del atraso y el saqueo le echan la culpa de su insensibilidad y su incompetencia al país y a su pueblo.
En el marco de una Argentina que ya estaba en terapia intensiva, sobrevino una pandemia. El sistema de salud estaba devastado -a nivel nacional pero especialmente en la provincia de Buenos Aires-, y tuvimos que destinar muchos recursos para reconstruirlo y fortalecerlo. Instalamos doce hospitales modulares, sumamos miles de camas de terapia intensiva y distribuimos respiradores y equipamiento sanitario en todo el país. Recibimos más de 18 millones de vacunas, aplicamos más de 13 millones de dosis, y más de 10 millones de personas ya fueron vacunadas. Argentina es uno de los 20 países que más vacunas recibieron.
Por decisión del presidente Alberto Fernández, la gestión del Gobierno nacional tiene como prioridad la salud y la vida de todas y todos los argentinos. Esa prioridad también se refleja en la inversión pública y privada en laboratorios de la Argentina, que ya comenzaron a producir la vacuna Sputnik, así como en múltiples empresas de insumos y equipamiento sanitario, que permitieron, por ejemplo, producir respiradores nacionales que se distribuyen en todo el país con criterio federal y equitativo.
En nuestra historia abundan los capítulos en los que el destino de la Argentina era decidido por élites. Voto calificado, fraude patriótico, dictaduras y en la última etapa, estafas electorales, han sido las herramientas por las que algunos grupos minoritarios pudieron poner las instituciones al servicio de modelos concentrados e inequitativos. Pocas veces las grandes mayorías pudieron ser parte de un proyecto de desarrollo.
La insistencia de las elites en recurrir a esas políticas nos impidió sostener el crecimiento y el desarrollo nacional, arrastró muchas veces a la Argentina a una historia de muerte y dolor que hoy supimos dejar atrás para construir un sistema que siempre da una oportunidad y en el que las diferencias se dirimen sin violencia. Esto es el fruto de la determinación y el esfuerzo, hecho con mucho cuidado, mucha paciencia y en un camino no exento de frustraciones.
Reconstruimos la legalidad desde un pasado de crímenes organizados por el Estado, estableciendo con mucha firmeza y sin revanchismos que la vida es un valor sagrado y que nadie está al margen de la ley. Y nos paramos firmes frente a quienes quieren hacer de los tribunales una herramienta de persecución política. Este pacto de convivencia democrática es siempre frágil, recibe ataques en toda América Latina y enfrenta enormes desafíos en otros países del mundo. Cuando pienso por qué quiero a nuestro país tengo especialmente presente esta historia, que es reciente, pero tiene raíces muy fuertes.
Esta forma de habitar nuestro lugar tiene una característica que, me parece, deja una enseñanza importante. Somos un país federal, una unión de provincias que participan de un gobierno común pero conservan parte de su autonomía. La historia de nuestro federalismo, como la de todos los países federales, es una historia de conflictos internos. En las federaciones de la América hispana los tuvimos antes de las constituciones, Estados Unidos los tuvo cien años después. Pero creo que en esos largos conflictos se aprendió que se vive mejor formando una Nación común, más grande y más diversa, que constituyendo naciones separadas, más homogéneas pero más chicas.
Es una apuesta difícil: unirse en algo más grande y conservar la autonomía siempre da lugar a tensiones y conflictos de autoridad. Lo que me gusta de esta historia es la apuesta a sumarse a algo más grande, la confianza en que, a pesar de las tensiones y las diferencias, se puede construir algo mejor. El federalismo es la forma que eligieron quienes fundaron nuestra Patria, para sostener un orden libre y sin privilegios, justo, soberano y sin reyes. Amar este lugar es tratar de ser fiel todos los días a esa apuesta ambiciosa, y honrarla todos los días con la dedicación y el compromiso de construir una Argentina Unida.
El sostenimiento de la unión no puede ser a costa de anular las diferencias. La solución de nuestros conflictos nunca salió y no va a salir de la exclusión de una de las partes. Para que la Nación sea más que la suma de sus partes es necesario que todos cedamos algo. Necesitamos revisar nuestras prácticas para renovar y fortalecer un pacto de convivencia que proyecte en el tiempo lo mejor de nuestra historia.
(*) Eduardo Enrique de Pedro es un abogado y político argentino, es ministro del Interior de la Nación Argentina desde el 10 de diciembre de 2019.
FUENTE: Panamá Revista
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Camila Elizabeth Hernández