La situación en Siria, el eje de discusión entre ambos mandatarios
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Barack Obama y Vladimir Putin dijeron haber encontrado espacio para trabajar juntos tras una primera cumbre en la que se trataba de eliminar el ambiente de hostilidad que ha prevalecido entre ambos desde el relevo en el Kremlin. “Tenemos muchas cosas en común”, resaltó Putin tras más de dos horas de reunión que reveló diversos intereses en común, pero en la que no se anunciaron avances sustantivos sobre Siria, el conflicto sobre el que Estados Unidos y Rusia han mantenido un fuerte enfrentamiento.
El presidente norteamericano calificó el encuentro como “sincero, profundo y abierto a la conversación”, lo que en el argot diplomático suele ser sinónimo de una conversación difícil y sin resultados precisos. Sobre Siria, Obama anunció que se habían puesto de acuerdo “en la necesidad del cese de la violencia y en crear un proceso político para prevenir una guerra civil”. Eso era algo en lo que Rusia y Estados Unidos estaban ya de acuerdo antes. La discrepancia radica en que, mientras el Gobierno de Moscú entiende que ese objetivo es compatible con el envío de armas al régimen de Bachar el Asad, Washington cree que ese apoyo está provocando una guerra civil.
Hubo más coincidencias en relación con el otro asunto delicado de la política internacional en estos momentos: Irán. El comunicado conjunto emitido al final de la reunión destaca que ambos países “reconocen el derecho de Irán al uso pacífico de la energía nuclear”, pero que está obligado a restaurar la confianza internacional garantizando “el uso exclusivamente pacífico de su programa nuclear”. Para ello, debe “cumplir completamente con las obligaciones de las Naciones Unidas”.
La reunión, celebrada en Los Cabos en los márgenes de la cumbre del G-20, sirvió, al menos, para que Obama y Putin entendieran que, en sus actuales circunstancias políticas y en el convulso clima internacional, ambos están obligados a entenderse. Obama no puede permitir que un problema con Rusia le disperse de su campaña electoral y Putin tiene también que hacer frente en su país a un considerable movimiento de contestación.
“Hoy hemos decidido continuar este trabajo bajo los principios del imperio de la ley, el respeto a los derechos humanos y el respeto mutuo”, afirma el comunicado final.
El más reciente síntoma de la nueva hostilidad entre los viejos rivales de la guerra fría son las diferencias expuestas por ambos países a propósito de Siria, el primer tema de la agenda de esta reunión bilateral. Pero existen otros muchos, desde Irán hasta el escudo antimisiles en Europa, en los que Obama y Putin tienen por delante un difícil trabajo para conseguir acuerdos.
El regreso de Putin ha dejado, de momento, en suspenso la reprogramación de relaciones que Obama y Medvédev hicieron durante sus años de diálogo. Esa colaboración permitió la firma de un significativo plan de reducción de armas nucleares, modificó el inicial y más ambicioso proyecto de escudo antimisiles y facilitó, entre otras cosas, una cooperación más estrecha de parte de Rusia en Irán y Afganistán. En relación con este último conflicto, Moscú incluso dio facilidades para el abastecimiento de las tropas norteamericanas.
Aunque Putin, como primer ministro durante ese periodo, siempre respaldó y permitió esa política de cooperación, su llegada al Kremlin pretende ser una oportunidad para que Rusia busque también una mayor influencia mundial, lo que podría significar la exhibición de una imagen más fuerte.
Putin siempre se ha sentido cómodo en el papel de hombre fuerte, especialmente frente a EE UU. Ya intentó hacer recaer sobre EE UU la responsabilidad por las protestas en Moscú y condenó en tono severo a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, por sus críticas a las regularidades detectadas en las últimas elecciones presidenciales rusas. Más recientemente, encontró la excusa de sus ocupaciones en la formación de Gobierno –lo que, formalmente, no le compete- para no asistir a la reunión del G-8 en Camp David.
El último y fuerte encontronazo entre Moscú y Washington tiene, precisamente, a Clinton como protagonista. La jefa de la diplomacia estadounidense ha denunciado esta semana sin miramientos la complicidad de Rusia con el régimen que está atacando a su propia población en Siria y ha asegurado que el envío de armas al Gobierno de Damasco –incluidos helicópteros de combate- está provocando una guerra civil en ese país.
El Gobierno ruso contraatacó diciendo que EE UU está armando a los rebeldes, pero todo el mundo entendió esa acusación como una mera batalla dialéctica, similar a las que eran frecuentes durante la la vigencia de la Unión Soviética.
Ese es el espectro que Putin y Obama tenían que intentar despejar en Los Cabos, el peligro de que las relaciones entre las que todavía son las dos únicas superpotencias nucleares degenere en un enfrentamiento que impida los progresos necesarios en numerosos escenarios políticos y económicos.
La Casa Blanca, según comentaron sus portavoces, tenía intención de convertir esta reunión en una extensión de las buenas relaciones que predominaron durante la etapa de Medvédev. La mejor prueba de ello hubiera sido un acuerdo sobre Siria para detener la ayuda al Gobierno de Bachar el Asad mientras dura la gestión mediadora de la ONU y un compromiso –esto es algo más sencillo- para impedir la construcción en Irán de una bomba atómica.
Una de las incertidumbres de cara a esta reunión era qué Putin se encontraría Obama, hasta qué punto las manifestaciones contra él en Moscú han minado la confianza de un hombre que siempre ha presumido de su autoridad y su respaldo popular. Un Putin más débil podría hacer más fácil el trabajo del presidente norteamericano. Pero un Putin más débil también podría hacerlo más inflexible, tratando de ganar afuera el prestigio que ha perdido en casa.