Protector solar, agua fría, paquetes de snacks y una camioneta con vacunas refrigeradas esperan a los bañistas bajo la sombra de una gran carpa instalada en las playas de South Beach, en Miami. Desde las 10 de la mañana, una breve fila de personas de todas las edades aguardan su turno frente al puesto montado por el Gobierno local. La escena, con variaciones, se repite en todas las ciudades de los Estados Unidos. El país está inundado de vacunas y se multiplican, junto con los puestos de inmunización al paso, incentivos de todo tipo para convencer a los indecisos: entradas para partidos de hockey y béisbol, cerveza gratis, donas ilimitadas o el derecho a participar de la lotería Vax-a-Million, una iniciativa del gobernador de Ohio que sortea todas las semanas un millón de dólares y una beca universitaria completa.
En Manhattan, según informa The New York Times, uno de los sitios de moda es el Museo de Historia Natural. Bajo la réplica de una ballena azul de casi 30 metros de largo, un puesto de vacunación intenta atraer visitantes ofreciéndoles cuatro entradas gratis para futuras visitas. «La imagen será, en el futuro, una postal del momento en que las cosas empezaron a mejorar», asegura Ellen Futter, la presidenta del museo. En efecto, las cosas parecen estar mejorando en la ciudad que apenas un año antes amontonaba los cuerpos de las víctimas del COVID-19 en camiones refrigerantes estacionados en la calle. El 52% de la población del país recibió al menos una dosis y el número total de nuevas infecciones se redujo a la mitad durante el mes de mayo.
Del otro lado del Atlántico también se experimenta el alivio de una tregua. El Reino Unido, tras una intensa campaña de inmunización, celebró el 31 de mayo el primer día sin muertos por COVID-19. En tanto, Israel, con más del 60% de su población vacunada, levantó la obligación de usar barbijo en lugares abiertos.
Las primeras imágenes de una primavera sin tapabocas recorren el mundo como la promesa de un futuro que, sin embargo, parece estar muy lejos de los 5.500 millones de personas que aún no han sido vacunadas: nada menos que un 74% de la humanidad. En América del Norte, quienes no recibieron ninguna dosis representan menos del 50% de la población, proporción que asciende al 72% de América del Sur, llega al 77% en Asia y alcanza un escandaloso 97,6% en África. De los 2.000 millones de dosis que se administraron en el mundo hasta el 1° de junio, 1.500 millones fueron a parar a tan solo diez países. África, Asia y América Latina son destinatarios sobre todo de las vacunas producidas por Rusia y China, cuyo interés por estos territorios ignorados por las multinacionales no logra compensar, sin embargo, la enorme desproporción entre países ricos y pobres.
Está claro que al sur del mundo le faltan vacunas que le sobran al norte. Mientras las cadenas de farmacias estadounidenses CVS y Walgreens lamentan haber tenido que desechar 182.874 vacunas vencidas, países como Siria, Haití, Camerún, Mali y Nigeria no llegaron a aplicar la primera dosis ni al 1% de sus habitantes. La situación fue definida por el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, como un «catastrófico fracaso moral» cuyo costo, además, se pagará con vidas humanas.
Sálvese quien pueda
«La pandemia viene a visibilizar las desigualdades que ya existían», asegura Belén Herrero, investigadora del área de Relaciones Internacionales de FLACSO Argentina. «Se suele decir que las enfermedades no conocen fronteras, y es probable que inicialmente no las conozcan, pero después encuentran canales específicos que están marcados por las desigualdades: desigualdades sociales, desigualdades en las capacidades de respuesta de los sistemas sanitarios, en el acceso a los recursos y, por supuesto, a las vacunas. Las vacunas vienen a profundizar esa situación de inequidad global». Herrero, doctora en ciencias Sociales e investigadora adjunta de CONICET, destaca el carácter inédito del contexto actual: «Tenemos vacunas que han mostrado que son eficaces y seguras en menos de 12 meses. Eso no ocurrió nunca para una enfermedad desconocida. Pero hoy estamos lejos de los primeros anuncios que prometían que la vacuna sería declarada como un bien público global. Hoy las vacunas son un bien de mercado, están disponibles para aquellos que tengan recursos y mayor poder de negociación con las grandes farmacéuticas».
Hace poco más de un año, el 18 de mayo de 2020, mientras los casos de COVID-19 en todo el planeta traspasaban la barrera de los 5 millones, 193 países participaban de la primera asamblea virtual de la historia de la OMS. No fue la primera vez que en un foro internacional se escuchó la idea de que las vacunas deberían ser consideradas como bienes públicos, comunes a toda la humanidad, pero la gravedad de la crisis sanitaria le daba a la iniciativa un carácter necesario y urgente. Así lo planteó el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, y luego los presidentes de China, Xi Jinping; de Francia, Emmanuel Macron; y de Corea del Sur, Moon Jae-in. Pese a las declaradas buenas intenciones, la resolución redactada en conjunto terminó recurriendo a una solución abstracta e inocua al definir como bienes públicos globales no a las vacunas sino a «la inmunización a gran escala». Puede parecer irrelevante, pero lo que estaba en juego era más que un matiz semántico. El mundo debía decidir si el conocimiento producido en infinidad de laboratorios públicos y privados, fruto a su vez de la acumulación de saberes a lo largo de la historia, sería un bien compartido por toda la humanidad o terminaría apropiado por empresas farmacéuticas para su propio beneficio.
Los meses anteriores habían sido escenario de una disputa entre estos dos modelos antagónicos. «Durante los primeros días de la pandemia se vivieron destellos auspiciosos de una respuesta cooperativa», recuerda el periodista Alexander Zaitchik en un artículo del diario The New Republic. En efecto, en febrero de 2020, un mes antes de que la OMS declarara oficialmente la pandemia, cientos de especialistas se reunieron en Ginebra para elaborar un plan que permitiera enfrentar a la crisis sanitaria. «La premisa subyacente era que el mundo se uniría contra el virus. La comunidad internacional de investigadores mantendría canales de comunicación amplios, ya que la colaboración y el intercambio ayudan a evitar la duplicación de esfuerzos y aceleran los descubrimientos. En lugar de crear muros de propiedad alrededor de la investigación y organizarla como una “carrera”, los actores públicos y privados recopilarían el conocimiento y la propiedad intelectual asociada en un fondo global mientras durara la pandemia», explica Zaitchik. El modelo cooperativo tomó forma institucional a fines de mayo de 2020 en la iniciativa C-TAP (Grupo de Acceso a la Tecnología COVID-19), propuesta por el presidente de Costa Rica, Carlos Alvarado.
«La idea era establecer un pool de tecnologías para que las empresas compartieran sus conocimientos patentados o no, incluyendo el know how, a efectos de facilitar la producción, que ya se sabía que iba a ser insuficiente, de vacunas, medicamentos y kits de diagnósticos –explica el argentino Carlos Correa, director ejecutivo de la organización intergubernamental South Centre, con sede en Ginebra–. Cerca de 40 países apoyaron su creación pero, no sorprendentemente, ninguna empresa farmacéutica ha participado de ese pool o ha manifestado su interés en participar en él. Por el contrario, expresaron que estaban en oposición a esa idea y que en cualquier caso harían licenciamientos voluntarios de la tecnología, lo cual no ha ocurrido tampoco», explica Correa en un conversatorio virtual organizado por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
Empresas y gobiernos de los países centrales apoyaron, en cambio, otra iniciativa impulsada en el marco de la OMS y conocida como «Acelerador del acceso a las herramientas contra la COVID-19», que terminó imponiendo un modelo de gestión de la pandemia basado en la visión empresarial y filantrópica encarnada por el magnate Bill Gates, cuya fundación tuvo una participación decisiva en la puesta en marcha del programa. Al igual que el Mecanismo de Acceso Mundial a las Vacunas (Covax), estas iniciativas representan «una trama donde se garantizan los derechos de patentes de las vacunas bajo la lógica de mercado y solo se comprometen a donar una porción mínima que supone más un sentido de beneficencia y caridad global con el sur que un derecho colectivo», como subraya una declaración del Grupo de Trabajo CLACSO Salud Internacional y Soberanía Sanitaria.
Máxima velocidad
El modelo colaborativo, de ciencia abierta y conocimiento compartido, fue rápidamente desplazado. «Los esfuerzos por fortalecer la cooperación sanitaria tuvieron en la comunidad internacional consecuencias más retóricas que políticas, y el nacionalismo de las vacunas fue la prueba de ello», explica el politólogo brasileño Henrique de Menezes en un trabajo de la organización South Center. El ejemplo más claro fue, sin dudas, la llamada «Operation Warp Speed» implementada por el entonces presidente Donald Trump, quien destinó 18.000 millones de dólares para desarrollar vacunas y tratamientos a través de la financiación anticipada de investigaciones o adelantos sobre acuerdos de compra de futuras potenciales vacunas. La compra anticipada embarcó a los gobiernos occidentales en una carrera por asegurarse las vacunas necesarias para inocular a su población, e incluso más. A mediados de diciembre de 2020, una investigación del New York Times informaba que los países más ricos habían reservado dosis suficientes para inmunizar varias veces a todos sus habitantes. Canadá había realizado acuerdos de precompra por una cantidad equivalente al 600% de su población; Estados Unidos, casi al 200% y el Reino Unido, al 300%. «Los países de altos ingresos se pusieron primeros en la cola y vaciaron las góndolas», ilustraba Andrea Taylor, una investigadora de la Universidad de Duke.
«La industria farmacéutica en ningún momento asumió ningún compromiso o demostró voluntad de contribuir a establecer algún mecanismo de distribución más equitativo. Al contrario, vendió por anticipado miles de millones de dosis», señala Herrero. Junto con estrategias para reforzar posiciones monopólicas, aumentos de precios y solicitudes de nuevas patentes, recurrieron a cláusulas abusivas en negociaciones secretas con los gobiernos y establecieron precios diferenciales. Sudáfrica, por ejemplo, tuvo que desembolsar más del doble del precio pagado por la Unión Europea por la vacuna de AstraZeneca, en lo que la ugandesa Winnie Byanyima, secretaria general adjunta de las Naciones Unidas, definió como un «apartheid de vacunas que solo sirve a los intereses de las poderosas y rentables compañías farmacéuticas». En tanto, una investigación del Bureau of Investigative Journalism, con sede en Londres, y el medio digital peruano El Ojo Púbico reveló las exigencias desmedidas de la multinacional Pfizer con los gobiernos latinoamericanos, como la solicitud de que los Estados pusieran sus activos soberanos –edificios de embajadas, bases militares y hasta recursos naturales–, a modo de garantía ante posibles futuras demandas.
La asimetría de las negociaciones entre los Estados y la gran industria farmacéutica, explica Herrero, no proviene solo de la posición dominante de las empresas en un mercado cada vez más concentrado, sino también del desmantelamiento de mecanismos de integración regional. «La pandemia irrumpe en un momento en que la región está fragmentada. Esto debilitó muchos mecanismos que podrían haber fortalecido a los países de nuestra región. UNASUR, el caso más emblemático, tenía una agenda muy activa y muy dinámica en salud. Algunas iniciativas, como las compras conjuntas o los bancos de precios, podrían haber sido muy interesantes». En este escenario adverso, agrega la investigadora, «el país ha sabido implementar acuerdos beneficiosos, y ha logrado una cantidad importante de dosis en un escenario global de escasez de vacunas». Además, el convenio con AstraZeneca para la producción de la vacuna de Oxford y el acuerdo con el instituto Gamaleya para filtrar, envasar y producir localmente la vacuna Sputnik (ver Made in Argentina) podría colocar al país a fin de año, según estimaciones de la consultora Airfinity, en el noveno lugar entre los productores mundiales de vacunas.
Por otra parte, en el plano internacional, el desarrollo de vacunas públicas, como la Sputnik, la Sinopharm (China) y la Soberana (Cuba), no solo representó un contrapeso, aún parcial, a la hegemonía de las multinacionales, sino que puso en cuestión el principal argumento de las grandes farmacéuticas para defender su sistema de privilegios: que el régimen de patentes gracias al cual conquistaron posiciones monopólicas es imprescindible para promover el avance científico. Para Lorena Di Giano, de la Fundación GEP (Grupo Efecto Positivo), que viene trabajando desde hace más de 15 años por la eliminación de las barreras de acceso a los medicamentos, «la pandemia nos ha llevado a una reflexión muy profunda en materia de desarrollo y producción de tecnologías médicas, y a preguntarnos cuál es el modelo que queremos. El COVID-19 nos encontró con un sistema basado en el lucro, creado por las empresas y para las empresas, que les permite aumentar de una manera desmedida sus ganancias a costa de nuestra salud. Quizá pueda ser también una oportunidad para transformarlo».
En octubre de 2020, India y Sudáfrica presentaron una propuesta sobre la suspensión de las normas de propiedad intelectual de vacunas y medicamentos para el COVID-19 que está sumando apoyos impensados, como el de los Estados Unidos (ver El aliado inesperado). Mientras un conjunto de voces cada vez más numerosas y potentes reclaman la liberación de las patentes, la humanidad asiste a la ironía de que el futuro de la pandemia –y las vidas de millones de personas– no se juegue en los foros internacionales de salud o derechos humanos sino en la Organización Mundial de Comercio.
(*) María Belén Herrero es Socióloga y Doctora en Ciencia Sociales (UBA). Se ha especializado en Epidemiología (UNC). Actualmente es Investigadora Asistente del CONICET en el Área de RRII de FLACSO Argentina. Participa en proyectos en el IIGG-UBA, en el CIECS y en la UNL. Co-coordina el Grupo de Trabajo de CLACSO “Salud Internacional y Soberanía sanitaria”. Ha sido investigadora en CEDES, consultora en la OPS, Ministerio de Salud de la Nación y docente en Salud Pública en la UBA.
FUENTE: Acción
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Camila Elizabeth Hernández