El nuevo conflicto que vive el Sahara es una consecuencia del final incierto de la guerra de Libia
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El problema no está en saber cómo empiezan las guerras, sino cómo acaban. La toma de rehenes en Argelia es la última de una serie casi infinita de consecuencias nefastas de conflictos mal cerrados. El Tratado de Versalles, que cerró la I Guerra Mundial tratando de buscar hueco a los restos de dos imperios difuntos y con unas reparaciones que arruinaron cualquier oportunidad de prosperidad alemana, fue el germen de la II Guerra Mundial. Cuando en 1945 terminó el mayor conflicto que ha conocido la humanidad, en Occidente se aprendieron lecciones del pasado ya que Berlín y París comenzaron a planear la construcción europea cuando el continente estaba todavía lleno de ruinas y refugiados. En Oriente las cosas fueron muy diferentes: la ruptura de Europa (y del planeta) en dos bloques enfrentados estuvo a punto de llevar al mundo a una guerra nuclear y estallaron decenas de conflictos de mayor o menor envergadura, empezando por Corea, en 1950.
Algunos conflictos de la antigua Yugoslavia, como el de Croacia, han terminado con un final más o menos feliz. Otros, como el de Bosnia, todavía son una incógnita: los acuerdos de Dayton frenaron los combates (bueno, junto a la intervención de la OTAN) pero a la vez legitimaron las fronteras creadas por la limpieza étnica. Han pasado 18 años desde Dayton y Bosnia sigue en paz, aunque el peligro de un nuevo estallido está allí, escondido en el mismo pacto que llevó la paz de los cementerios a Sarajevo.
Después de Versalles, tal vez el cierre más desastroso de un conflicto se produjo en Afganistán tras la retirada de los soviéticos en 1991. Estados Unidos había tenido la feliz idea de armar a los muyahidines hasta los dientes sin importarle su creciente radicalismo o que algunos de ellos se dedicasen más al bandidaje que a la jihad. Cuando las tropas de Moscú se fueron, comenzó la guerra civil entre los señores de la guerra que arrasó lo poco que quedaba en pie del país centroasiático (no hay que olvidar que Kabul fue destruida durante la guerra civil, no durante la invasión soviética). De aquel desastre surgieron Al Qaeda y el terrorismo islámico contemporáneo. Todavía hoy vivimos una prolongación de aquel conflicto mientras la OTAN planea abandonar Afganistán en los próximos meses. La posibilidad de que la historia se repita es evidente.
Lo ocurrido los últimos días en el Sáhara, en Malí y en Argelia, es también la consecuencia de varios conflictos mal cerrados. Después de que Occidente bendijese el golpe de Estado que se produjo tras la victoria de los partidos islamistas argelinos, en diciembre de 1991, estalló una guerra civil en la que las dos partes cometieron atrocidades. De dioses y hombres, la extraordinaria película de Xavier Beauvois sobre el asesinato de los monjes de Tibhirine, o la gran novela de Boualem Sansal El pueblo del alemán, prohibida en su país, resumen muy bien todas las preguntas sin respuesta de la sangrienta y despiadada guerra civil argelina. Una parte de las guerrillas islamistas siguen ahí y han recobrado fuerza en el santuario del norte de Malí bajo poder jihadista. Si hay algo que el Sahara no tiene son fronteras, como ha quedado claro en la tragedia de In Amenas.
Pero tampoco puede explicarse la toma de rehenes masiva sin el final del conflicto de Libia y la caída de Gadafi, puesto que de ahí parece que provenía una parte importante del comando. Siempre se ha dicho que es imposible ganar las guerras desde el aire, que se necesitan tropas de tierra. En Libia, fue relativamente fácil machacar a las fuerzas del dictador Gaddafi con bombardeos más o menos precisos, dar la guerra por terminada y dejar el país en manos de una miríada de partidos, señores de la guerra y milicias sin desarmar con más o menos voluntad de construir un Estado democrático (o simplemente un Estado). El asalto contra el consulado de EEUU en Bengasi fue la primera prueba de que los islamistas estaban ganando terreno en la anarquía ambiental.
Regresando al pasado, en el invierno de 2001, la victoria de la Alianza del Norte en Afganistán fue fulminante, pero las cosas no eran lo que parecían: los talibanes decidieron retirarse de ciudades que sabían imposibles de defender para reagruparse y lanzar una guerra de guerrillas. Doce años después siguen teniendo bajo su control una parte del territorio y los ataques en la capital son constantes: el último este mismo lunes. Algo muy parecido puede estar pasando ahora mismo en Malí, donde se ofrece otra oportunidad única para olvidar las lecciones del pasado y cerrar en falso un conflicto.
FUENTE: El País