¿Cómo empezar a escribir la semana luego de una elección tan llena de lecturas como la que sucedió el domingo 26 de octubre? Poder decir demasiado es tan problemático como no tener nada para decir. Hay un truco que enseña Ernest Hemingway en su novela autobiográfica París era una fiesta. Hemingway explicaba que cuando un escritor se encontraba en un momento de bloqueo creativo, la mejor manera de desbloquearse era sentarse frente al papel en blanco y escribir una oración que fuera total y absolutamente verdadera. Tal vez este sea un buen método. Empecemos, entonces, por una frase que es cien por ciento real: La Libertad Avanza (LLA), el partido del presidente Javier Milei, ganó con claridad las elecciones legislativas de medio término.
Aquí terminan las certezas y comienzan las hipótesis. Mi hipótesis principal es que esta victoria habla de cambios estructurales en el sistema político argentino, y que estos a su vez han sido causados por cambios estructurales en el país. Lo que sigue intentará no alejarse demasiado de la empiria, aunque lo iremos haciendo. Se listarán a continuación tres enunciados que sintetizan a mi modo de ver el escenario actual, por orden descendente de certeza.
La derecha dura existe
Primer cambio estructural: existe en Argentina una derecha social dura representada por un partido y un liderazgo.
Podríamos resumir esta idea en una frase: La Libertad Avanza existe.
Hasta la víspera de las elecciones era posible imaginar que Javier Milei había llegado al poder por un accidente afortunado: por ser un outsider con un fuerte discurso antisistema que se aprovechó del enojo con los malos resultados del gobierno de Alberto Fernández y de una especie de estado de furia social en la era del pos-Covid. En una aparente paradoja, este diagnóstico fue compartido en estos dos años tanto por la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner (cuyo sector solía repetir que “Milei es Macri” y que “este gobierno, como el yogur, tiene fecha de vencimiento”) como por Mauricio Macri, quien famosamente aseguró que “La Libertad Avanza es una fuerza fácilmente infiltrable” y quien pareció estar seguro hasta ayer nomás de que lo iban a llamar para que hiciera una especie de intervención triunfal en el gobierno que reafirmara su autoridad. Pues bien, el PRO tuvo que aceptar acoplarse a LLA en las dos Buenos Aires y el peronismo resultó vencido. Antes que nada, entonces, La Libertad Avanza existe.
Quiero decir con esto: el mileísmo es algo más que la expresión coyuntural del antikirchnerismo. Claro que hay un poderoso y consolidado bloque que busca antikirchnerismo/antiperonismo a la hora de votar, pero eso no explica por sí solo el éxito de LLA. Lo que hay que explicar es por qué ese voto antiperonista eligió al mileísmo por sobre la gran cantidad de otras opciones abiertamente antikirchneristas: el PRO, los gobernadores de Provincias Unidas, la UCR en sus permutaciones locales, la izquierda partidaria del FIT.
Si LLA existe es, antes que nada, porque le sumó a lo viejo algo relativamente nuevo en el país: una derecha social dura con identidad propia y con densidad organizacional distribuida en el territorio. Se apalancó en el antikirchnerismo pero le sumó un plus de nuevos actores, que ya existían, pero no habían desplegado su potencial. Por ejemplo, sectores que reniegan del Estado y que vieron con buenos ojos el acercamiento ostentoso hacia Donald Trump y el trumpismo internacional. Sectores nucleados alrededor de un evangelismo de gran penetración en barrios populares articulado alrededor de liderazgos personalizados de pastores y pastoras, cuyo ingreso a la política electoral ha sido una de las grandes novedades de esta nueva fuerza. Sectores de jóvenes varones movilizados por el antifeminismo, las redes sociales y las ansias de ascenso social viabilizadas en el ideal del cripto y las finanzas. Es decir, hay un porcentaje alto de la población que elige y vota a LLA porque está de acuerdo con su visión de mundo: con su programa económico, con su cruzada anti bienes públicos, con su posicionamiento geopolítico y con su visión jerárquica de las relaciones sociales. Seguramente a esto se le sumaron grupos que valoraron la baja de la inflación y la promesa de que con el apoyo norteamericano saldrían “dólares de las orejas”; la promesa actualizada de “estamos mal pero vamos bien”.
Con el apoyo de este sector y con esta victoria nacional, Milei podrá avanzar en una agenda más ambiciosa de cambios estructurales, sin necesidad de grandes alianzas o, más bien, con capacidad de torcerles el brazo a sus aliados. La reforma laboral, el achicamiento aun mayor del Estado, el arancelamiento y mercantilización de la salud y la educación públicas, la privatización de las empresas públicas y un gran menú de desregulaciones serán un hecho. Pero lo central es entender que, aun si LLA no llegara a buen puerto en 2027, esta derecha social continuará existiendo socialmente, porque sus bases sociales son independientes.
El mito de los gobernadores
Segundo cambio estructural: los gobernadores no generan volumen político.
Tal vez uno de los mitos de más larga vida en la política argentina es el que refiere al poder electoral de los gobernadores. Los gobernadores, se dice –casi siempre en masculino– manejan la política de sus distritos y ganan las elecciones gracias al poder del nunca bien descrito “aparato”. Se supone que los gobernadores deberían poder construir una fuerza por fuera de la polarización nacional. Sólo se requiere que solucionen los problemas de coordinación personal y armen un frente unificado para tener un impacto nacional. Pues bien, ahora lo hicieron, y pasó muy poco.
Esta elección demostró el carácter claramente mítico de la confianza en la capacidad electoral nacional de los gobernadores. La dificultad de los gobernadores de cualquier sello y partido para impactar en la política nacional tiene menos que ver con sus méritos o deméritos personales que con las transformaciones estructurales de la esfera de competencia política, que está hoy irremediablemente nacionalizada y mediatizada de tal manera que el foco ilumina exclusivamente lo que sucede en la Ciudad de Buenos Aires y, a lo sumo, en la provincia homónima. En este sentido, se sostiene lo que planteaba en 2023 a propósito de la “porteñización” de la política argentina y la progresiva desaparición de los gobernadores y gobernadoras de las fórmulas presidenciales competitivas (1). A tal punto no son competitivos los gobernadores, que en las tres últimas elecciones presidenciales se enfrentaron figuras surgidas de la Ciudad de Buenos Aires y alrededores, y que las dos más recientes fueron ganadas por personas que nunca habían ocupado un cargo ejecutivo.
Como decía, este estado de cosas tiene menos que ver con la ausencia de virtud política de los protagonistas que con la nueva estructura de la esfera pública nacional: en un contexto en el que la política dejó de ser algo que se hace (en la unidad básica o el sindicato) para ser algo que se consume vía televisión o redes, un panelista de televisión con buen manejo de internet y un público de YouTube llega igual o más rápido a la conciencia pública que un gobernador, quien además enfrenta los problemas del día a día.
La crisis del radicalismo y del peronismo
Tercer cambio: los dos partidos que estructuraron la política argentina durante todo el siglo XX se enfrentan a la crisis más profunda de su historia. La de la centenaria Unión Cívica Radical viene al menos desde 2003, pero lo que importa es que no parece detenerse. En diciembre reducirá aun más sus bancadas legislativas, mientras que su principal figura nacional, el gobernador de Santa Fe, Maximiliano Pullaro, quedó tercero en su propia provincia.
Sin embargo, también está en crisis el peronismo, a quien se caracterizaba como el “partido eje” que vertebraba la política argentina. Esta crisis puede quedar opacada por el hecho de que continuará siendo la principal fuerza opositora en el Congreso, porque no perdió ninguna banca en Diputados y porque gobierna la poderosa provincia de Buenos Aires, pero ignorarla constituiría un peligroso acto de negación.
Después de la derrota, abundan los pases de factura. Son muchos los que reclaman, o bien que se acepte el carácter inevitable del liderazgo de Cristina Fernández, o bien que se acepte el carácter inevitable del liderazgo de Axel Kicillof, o bien que se genere una renovación radical de la cual surja un dirigente o grupo de dirigentes que pueda desplazar a ambos, trabados en una interna casi incomprensible para el afuera, y que pueda darle al peronismo un perfil y un discurso novedosos.
Sin embargo, la imposibilidad tanto de que la interna se salde decisivamente para un lado o para el otro, como de una renovación total es menos causa del problema que su síntoma. Las renovaciones partidarias nunca se dan desde arriba, sino que se fuerzan desde abajo. Y lo que está en crisis hoy en el peronismo es aquello que se suponía era su fortaleza: su enraizamiento en la sociedad y en los territorios de todo el país. Si “el movimiento nacional y popular” está enfrascado en un juego de cúpulas es porque cada vez hay menos cosas debajo de ellas: es menos nacional, menos popular y, sobre todo, menos movimiento.
El politólogo estadounidense Steven Levitsky describió hace casi treinta años al peronismo como una “desorganización organizada”, cuya potencia venía de su imbricación en una miríada de microestructuras sociales y territoriales: unidades básicas, comedores, punteros, locales sindicales, centros de estudiantes, movimientos piqueteros. La mayoría de estas “desorganizaciones fructíferas” hoy no existen o están muy disminuidas.
Hoy, la crisis del peronismo es sobre todo organizacional. El peronismo ya no es un partido nacional. Se trata de un conjunto de dirigentes y “orgas” en muy incómoda convivencia, sin un modelo partidario o movilizatorio claro. Además, sus dos líderes principales están sumidos en una disputa que parece reducirse a una lucha por el control del peronismo bonaerense, con muy poco para decir hacia afuera de ese distrito. Ni Axel Kicillof ni Máximo Kirchner hicieron campaña en las provincias argentinas. El Partido Justicialista, que dirige la ex presidenta, no tiene actividad y no tuvo injerencia en la campaña, que quedó completamente descentralizada y fragmentada.
Se habla mucho de si el peronismo tiene que decir esto o lo otro, pero el problema central no es una cuestión de posicionamientos; la cuestión es que los escuchen. ¿Cuáles son las bases peronistas hoy? ¿A quién representa? ¿Cómo hacen escuchar sus voces sus representados? ¿Cómo deciden?
El peronismo hoy se encuentra sin partido, sin posibilidad de realizar votaciones internas donde alguien gane y alguien pierda, con un sindicalismo que será aun más debilitado por la reforma laboral y con una presencia territorial disminuida. El modelo de organización radial basada en un liderazgo fuerte que se comunicaba con un archipiélago de “orgas” y dirigentes se agotó electoralmente y la fortaleza de “el aparato” estatal de gobernadores e intendentes es más mítica que otra cosa. Si no hay renovación, es sobre todo porque no existe un sector con peso social, territorial y electoral autónomo que tenga capacidad de forzarla.
La nueva normalidad nacional
Finalmente, y lo más difícil, es aceptar como verdad que, si la política argentina ha cambiado, es porque ha cambiado el país. La imagen de Argentina como un país igualitario, solidario y movilizado se revela, también, cada vez más un mito del pasado. Hoy, el sistema político argentino comparte características clave con los demás países de la región. No es sorprendente, ya que Argentina es desde hace décadas un país estructuralmente desigual, con una informalidad laboral que nadie logró bajar del 35% y que además tiene hoy una alta penetración del narcotráfico y del crimen organizado. Esta elección dejó varias postales que pueden representar la nueva normalidad nacional.
Una postal de esta nueva Argentina. En esta elección un porcentaje récord de la sociedad eligió no votar. Se habla mucho de que “hay que hablarles” a esas personas y que no fueron a votar por enojo con la oferta. Pero tal vez ni siquiera eso suceda. Probablemente se trate menos de una protesta voluntariamente decidida que de una sensación de lejanía con la política conectada con la marginalidad económica y la desafectación social. Esto no es novedoso en Sudamérica: encuestas recientes en Perú muestran que para las próximas elecciones presidenciales los “candidatos” más votados serían la abstención y el voto en blanco, que sumarían entre ambos el 50%. Ninguna de las personas candidateadas llega a las dos cifras de intención de voto.
Otra postal del momento. Puede resultar difícil de entender que no haya causado rechazo la intervención del gobierno de Donald Trump sobre el manejo económico del país. ¿Acaso Argentina no era históricamente un país con un fuerte sentimiento anticolonial? Sin embargo, con mi colega panameño Harry Brown Araúz (2) encontramos igual característica en la política de los países centroamericanos: el recuerdo de las disputas anticoloniales ha quedado lejano y Estados Unidos tiene más peso imaginario como meca del consumo y el bienestar material que como potencia hemisférica subyugadora. Ni siquiera en Panamá resulta pregnante políticamente el discurso anti-intervención estadounidense.
El último apunte: como en el resto del continente, en Argentina el enojo social se dirige mucho más fácilmente hacia abajo y el costado que hacia arriba, lo cual favorece las opciones de derecha y dificulta la aparición de partidos socialdemócratas. Esto también fue analizado en conjunto con Harry Brown Araúz en una encuesta realizada en cuatro países de América Central: en toda la región hay más enojo contra la clase política que contra las clases propietarias o el imperialismo extranjero. Esto es así aun cuando las capacidades de la política se han visto disminuidas, y el poder de las élites económicas ha aumentado. La desigualdad económica genera un malestar que, sin embargo, se desplaza hacia una demanda creciente de sistemas políticos que pueden hacer cada vez menos frente a los mercados, generando así frustraciones que se acumulan y se solapan. Para las sociedades latinoamericanas los culpables de los males son antes que nada “los políticos”, y luego los empleados estatales, los inmigrantes, las mujeres que se salen de su lugar. No sólo la desigualdad económica no es politizada como un factor negativo sino que, por el contrario, los empresarios, las corporaciones y la élite en general ya no se ven como una oligarquía improductiva, sino como modelos a imitar, como horizontes aspiracionales de una vida posible, incluso como faros morales. La justicia social se ha privatizado en el horizonte de consumos suntuarios.
En este contexto, ¿qué se puede esperar? A corto plazo, seguramente más medidas de achicamiento en la provisión de los bienes públicos, tales como la obra pública, la salud, la educación y la seguridad. Además, aumentará la erosión institucional en el Congreso y la Justicia. Entre otras cosas, este gobierno opera sin presupuesto desde hace dos períodos, ha suspendido ilegalmente la aplicación de leyes votadas por el Congreso y ha realizado un manejo discrecional de las comisiones legislativas; eso sin mencionar los escándalos que incriminan a altos miembros del gabinete. Dado el resultado en las urnas, no pueden esperarse cambios sino un recrudecimiento de estos procedimientos. Además, continuará sin duda el tutelaje de la política económica y la entrega de recursos estratégicos del país, como el sistema de generación de energía atómica y la explotación de tierras raras, al “amigo americano”.
Sin embargo, falta una postal de otra Argentina que también es nueva. Hay otros sectores cuya existencia empírica no es menos comprobable que los apoyos de esta nueva derecha. Los movimientos de mujeres y de personas que viven su diversidad sexual y de género son una realidad y han expresado su capacidad de resistencia, y tampoco van a dejar de existir. Esta elección fue ganada por el gobierno, pero su oposición no desapareció de la faz de la tierra. El inédito 30% que obtuvo Fuerza Patria en la Ciudad de Buenos Aires, el 9% de Myriam Bregman, el buen resultado de Caren Tepp en Santa Fe, por ejemplo, hablan de que tampoco está todo dicho a largo plazo. Pero el empoderamiento político de estos actores no está garantizado; mucho menos cuando no se puede depender de las antiguas formas de organización que hoy están en crisis, como los sindicatos, los centros de estudiantes, los movimientos piqueteros y los partidos políticos. Tampoco vendrán liderazgos salvadores de un día para el otro. El desafío será crear nuevas formas de organización adecuadas a la nueva fisionomía del país. El camino requiere mirar a la cara a este nuevo país tal como es, sin nostalgia ni dramatizaciones del pasado.
FUENTE: Le Monde Diplomatique
(*) Politóloga, doctora en Gobierno por la Universidad de Georgetown y profesora de la Universidad Nacional de Río Negro.
1. María Esperanza Casullo, El camino hacia una democracia centralizada: la larga porteñización de la Argentina peronista, Estudios Digital, (50), 13–36, 2023.
2. M.E. Casullo y H. Brown Araúz, eds., El populismo en América Central. La pieza que falta para comprender un fenómeno global, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2023.