El pasado 24 de marzo, la Cancillería argentina notificó su retiro del Grupo de Lima. Como ocurre habitualmente con toda decisión vinculada con Venezuela, el anuncio despertó la reacción tanto de la principal coalición opositora al gobierno presidido por Alberto Fernández como de distintos sectores dentro del oficialismo. Así, desde Juntos por el Cambio se afirmó que Argentina abandonaba la lucha por la recuperación de la democracia destruida por el régimen de Nicolás Maduro e, inclusive, se argumentó que el anuncio de esta disposición en la fecha en que se conmemora en Argentina el Día Nacional por la Memoria, Verdad y Justicia para recordar a las víctimas de la última dictadura militar era una clara contradicción con la tradicional política de derechos humanos, e incluso un abandono de esta. Desde la coalición gobernante, las posiciones sobre el abandono del Grupo de Lima fueron variadas. Algunos sostuvieron que se trataba de una decisión correcta pero tardía, mientras que otros la definieron como equilibrada y coherente con el perfil de la política exterior del gobierno. Algunos de los argumentos centrales esgrimidos por las autoridades argentinas fueron que la participación de un sector de la oposición venezolana en el Grupo de Lima y el aislamiento del gobierno de Venezuela condujeron a la adopción de posiciones que el gobierno argentino no puede acompañar.
Este escenario de polarización constriñe los análisis sobre el retiro de Argentina del Grupo de Lima al clivaje entre las posturas pro-Maduro y las posturas pro-derecha o pro-Washington. Para escapar de esta lógica, es necesario repasar algunos aspectos generales que resultan importantes para situar el análisis y demostrar que el Grupo de Lima arrastra «fallas de origen» que presagiaban las dificultades que enfrentaría como foro multilateral.
Focalizar la mirada en las «fallas de origen» del Grupo de Lima no implica desconocer la magnitud de la crisis venezolana, sino, por el contrario, reflexionar sobre las características que deberían tener los mecanismos regionales para contribuir a una solución negociada, pacífica y democrática y no, como ha ocurrido hasta el presente, a una internacionalización ideologizada que no logró aportar salidas alternativas al conflicto. En ese marco, la existencia de una sociedad polarizada, una economía devastada, cinco millones de emigrados, un gobierno sostenido en el vínculo con las Fuerzas Armadas, una situación preocupante en cuanto a la violación de los derechos humanos y una oposición fragmentada que incluye a sectores que promueven una intervención extranjera y otros que apuestan a una negociación son algunas de las dimensiones de la crisis venezolana que reviste características humanitarias.
Como punto de partida de este análisis, se supone que los Estados y organizaciones internacionales que crean, participan o avalan un foro multilateral para atender una gran crisis como la venezolana deberían tener en cuenta al menos tres cuestiones durante el proceso de negociación y el diálogo político. En primer término, que cualquier propuesta que emane de ese foro debe incluir a las distintas representaciones políticas (gobierno y oposiciones). En segundo lugar, que la propuesta debe ser factible y beneficiosa para los venezolanos en su conjunto. Y, en tercer término, que no debe estar guiada solo por los intereses y deseos de los actores involucrados en la internacionalización de la crisis. Es en este marco donde las características fundacionales del Grupo de Lima son disfuncionales para alcanzar estos objetivos.
Una mirada sobre el surgimiento del Grupo de Lima evidencia que la administración Trump lo impulsó luego de que un conjunto de países no lograra activar la Carta Democrática Interamericana en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), invocando la ruptura del orden constitucional en Venezuela. Fue entonces cuando un conjunto de países que respaldaban esta posición expidieron una declaración desde la ciudad de Lima en 2017. Se proponían desarrollar un grupo para dar seguimiento y acompañar a la oposición venezolana en la búsqueda de una salida pacífica a la crisis, exigiendo la liberación de los presos políticos y la realización de elecciones libres y ofreciendo ayuda humanitaria. Entre los países que suscribieron la creación del foro estaban Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú, y se unieron posteriormente Guyana y Santa Lucía. Internacionalmente, la creación del Grupo de Lima fue avalada por Estados Unidos, la Unión Europea y la OEA y, desde un punto de vista doméstico, por los partidos de oposición venezolanos.
El carácter de Estados Unidos como founding father entre bambalinas le imprimió al Grupo de Lima la primacía de los intereses de este país y los vaivenes de su propia política hacia Venezuela. En este marco, la política de «cerco diplomático» y el método de la zanahoria y el garrote fueron las estrategias generales de Washington. Esta política conllevó acciones específicas, tales como el creciente régimen de sanciones económicas –que continuaron a pesar de la pandemia de covid-19–, el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente encargado, la operación Cúcuta, la calificación del gobierno de Maduro como «narcoterrorista» y la posterior operación militar en las costas de Venezuela. A esto se sumaron las afirmaciones de Donald Trump en las que sostenía que todas las alternativas, incluida la intervención militar, estaban sobre la mesa. El conjunto de posiciones adoptadas evidenciaba la impronta estadounidense en las posturas del Grupo de Lima y su abordaje de la crisis venezolana. Sin embargo, es oportuno aclarar que, más allá de las coincidencias entre Washington y el Grupo de Lima, en el haber de este último se destaca que, en general, la sugerencia de una intervención militar no encontró eco. Finalmente, la influencia estadounidense y la política de cerco fomentaron que el gobierno de Maduro buscara y lograra consolidar el apoyo de otros Estados poderosos y extrarregionales como China, Rusia, Irán y Turquía, lo que incrementa la complejidad y las tensiones geopolíticas.
Por otra parte, el nacimiento del Grupo de Lima se produjo en un momento de primacía de gobiernos de derecha, que le otorgaron homogeneidad ideológica e influyeron en el perfil de las propuestas para tratar la crisis venezolana. La idea de que las derechas latinoamericanas eran las únicas garantes de la institucionalidad republicana y tenían como meta defender la democracia y luchar contra el autoritarismo y la corrupción fue una nota distintiva. En algunos países donde las experiencias de la «marea rosa» habían sido significativas –como Argentina, Brasil y Ecuador–, los gobiernos de nueva ola conservadora tenían como objetivo anular cualquier posibilidad de regreso del «populismo» al poder. Ambas posturas contribuyeron a inclinar la balanza hacia las propuestas que exigían la salida de Maduro del gobierno e incluir a los sectores de la oposición venezolana como parte del Grupo de Lima, desalentando las estrategias de negociación. Finalmente, los gobiernos que fundaron el Grupo de Lima adherían a una visión optimista sobre la globalización neoliberal, coincidente con los supuestos del gobierno de Barack Obama. Se conjeturaba que esta sincronía continuaría ante el imaginado triunfo de Hillary Clinton, pero esto se vio truncado por la llegada de Trump a la Casa Blanca. En este marco, gran parte de los países latinoamericanos, incluidos los del Grupo de Lima, optaron por una lógica de alineamiento para evitar los enfados del presidente estadounidense. La política hacia Venezuela no fue una excepción.
Este fuerte componente ideológico marcó también la incorporación de nuevos miembros, como lo muestra el caso de Bolivia, que se sumó a fines de 2019 a partir de la gestión de facto de Jeanine Áñez. Simultáneamente, cuando se produjeron cambios de gobierno en dirección opuesta, como lo muestran los casos de Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina y Luis Arce en Bolivia, las diferencias no pudieron ser contenidas y, en consecuencia, estos presidentes decidieron permanecer, pero dejaron de apoyar las resoluciones del bloque por entender que no colaboraban con la solución de la crisis.
Otra nota distintiva del Grupo de Lima es que, en paralelo a la creación del foro, sus miembros descuidaron y/o abandonaron otras instituciones del regionalismo latinoamericano –se retiraron de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), prestaron poca o ninguna atención a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y propusieron flexibilizar los procesos de integración que funcionaban como uniones aduaneras–, mientras que transformaron el caso venezolano en el único tema de agenda regional y lo sumaron como eje central de sus agendas domésticas. Consecuentemente, la sindicación de los partidos opositores –especialmente aquellos de la «marea rosa»– como actores que conducían a cada una de las naciones latinoamericanas a «ser Venezuela» se constituyó en un lugar común en el discurso de los gobiernos del Grupo de Lima.
Por otra parte, la política hacia Venezuela también se estableció como un articulador del vínculo entre los gobiernos de derecha con su propio núcleo duro. Así, cuando aparecieron propuestas basadas en la negociación entre las partes u otras donde ambos sectores debían conceder (conversaciones en Barbados o la propuesta de Estados Unidos de marzo de 2020 que ofrecía levantar las sanciones impuestas a Venezuela a cambio de que la oposición y Maduro acordaran una forma de gobierno interino de transición, basada en el supuesto de que el nivel de presiones al que estaba sometido el gobierno venezolano lo obligaría a negociar) no fueron enfatizadas en los discursos nacionales porque generaban tensiones en el interior de los partidos de gobierno y en la relación con sus bases. Estas prácticas fueron también utilizadas por Trump, quien desde las elecciones primarias afirmó que el socialismo democrático de Bernie Sanders era equivalente a la llegada del modelo venezolano y cubano a Estados Unidos.
Por otra parte, el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela en paralelo al gobierno de Maduro generó una situación inusual en el escenario mundial y en el derecho internacional público. Mientras los países del Grupo de Lima, la OEA y la Unión Europea aceptaban a Guaidó y sus representantes diplomáticos, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) siguió reconociendo el gobierno de Maduro. En este marco, la figura de Guaidó creció desde una Asamblea Nacional elegida democráticamente. Recibió apoyo de 50 países, pero luego su influencia se fue deteriorando, tanto como consecuencia de la pérdida de sostén de una parte de la oposición venezolana, como de la toma de conciencia por parte de los países que lo habían reconocido de que su poder era simbólico y solo adquiría capacidad de influencia gracias al acceso a los fondos provenientes del embargo realizado por Estados Unidos sobre Venezuela, lo que agravaba la situación humanitaria.
En este espacio no podemos dejar de hacer referencia al rol de Luis Almagro como secretario general de la OEA. Sus acciones nunca estuvieron dirigidas a buscar una solución negociada y pacífica, sino que se inclinaron a favor de la política de cerco y la promoción de la salida de Maduro cueste lo cueste, deteriorando la imagen de la organización como un actor interamericano creíble y neutral.
El devenir narrado hasta aquí muestra que el Grupo de Lima tenía dificultades para comportarse como un foro multilateral de fomento a una salida negociada del conflicto venezolano por varias razones: por estar condicionado por los zigzagueos de la política exterior de Estados Unidos, por aferrarse a un perfil ideológico que limitaba sus posibilidades de concertar en la diversidad y que fomentaba la desactivación del regionalismo latinoamericano y la priorización de las propuestas muy discutibles del secretario general de la OEA y, finalmente, porque sus miembros utilizaron el caso venezolano como un componente central de sus políticas domésticas. Así, a las responsabilidades enormes del gobierno de Maduro se sumaron una política regional y una dinámica de internacionalización de la crisis venezolana que la instala nuevamente en el escenario de un «empate catastrófico».
Este entramado precedió a la llegada de Alberto Fernández al poder. En primera instancia, la decisión del gobierno fue la de wait and see, pero después de un año sin muestras claras de una voluntad por parte de otros miembros del Grupo de Lima de corregir las «fallas de origen», se optó por el retiro. La decisión transparentó no solo los desacuerdos, sino también la inefectividad del Grupo de Lima para alcanzar los objetivos de pacificación y la voluntad de contener en su seno a países que no tuvieran una identificación ideológica total. El resultado es que Maduro continúa en el poder y la crisis se agudizó. Hasta el propio gobierno de Joe Biden, que ha mantenido a Venezuela en un estatus similar al que le había otorgado Trump, reconoció que la política de sanciones unilaterales no ha dado resultados y terminó afectando al pueblo venezolano, a la vez que, sottovoce, tomó conciencia de la debilidad del rol de Guaidó.
No resulta lógico ni sensato afirmar que, a través de esta decisión, el gobierno argentino haya abandonado la política de derechos humanos. Dos hechos confirman que esta sigue vigente. Uno es el voto de respaldo otorgado en octubre de 2020 al informe presentado por la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, sobre la situación en Venezuela y el apoyo a la instalación de una oficina de ese organismo en Caracas para monitorear su estado, aun a pesar de que esta decisión implicó disputas dentro de la coalición gobernante que tomaron estado público. Otro aspecto es la decisión de Alberto Fernández de preocuparse por la cuestión venezolana desde la campaña electoral, y especialmente desde el inicio de su gestión, sumándose al Grupo de Contacto que cuenta con la presencia de la Unión Europea, Costa Rica, Ecuador y Uruguay, y al que recientemente se adicionaron Chile y República Dominicana. Este grupo busca alternativas de negociación que involucren a la totalidad de los actores venezolanos, pero de ninguna manera renuncia o desconoce la problemática de los derechos humanos.
Para aportar a la solución del conflicto venezolano y escapar a la irrelevancia internacional como región, los países latinoamericanos deberían intentan recuperar un regionalismo que rescate las lecciones y prácticas sobre concertación política como las que supo generar en el pasado (Contadora, Grupo de Río), en las cuales las necesidades latinoamericanas no estaban sometidas tan solo a las decisiones de Washington, o mecanismos de concertación que abordaron situaciones de tensión regional entre países con perfiles ideológicos contrapuestos, como lo hizo Unasur en el caso de los escenarios conflictivos entre Ecuador y Colombia, o Venezuela y Colombia. En la búsqueda de este camino, sería importante no volver a cometer las fallas de origen del Grupo de Lima, ni pensar que su fracaso se explica por el retiro de Argentina.
(*) Licenciada en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y magíster en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Es investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con sede en el Instituto de Investigaciones de La Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UNR.
FUENTE: Revista Nueva Sociedad
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Camila Elizabeth Hernández