En nuestro país, incluso entre grupos informados–en particular entre los de sensibilidad nacional-popular–, el sector agroexportador tiene mala prensa: se dice que demanda poco empleo, que concentra el ingreso en pocas manos, que genera pocos eslabonamientos con otros sectores más intensivos en tecnología y trabajo calificado. Algunos incluso van más allá: el imperio de la soja, que dominó la pradera argentina en el último cuarto de siglo, ha contribuido a reprimarizar nuestra economía. Es el pasado, no el futuro.
El pasado, sin embargo, nos cuenta una historia más compleja. Para narrarla conviene dividirla en tres capítulos. El primero se refiere a la historia de una nación que, por más de medio siglo, avanzó por el camino del desarrollo y la mejora del nivel de vida de sus mayorías gracias al empuje de su economía pampeana. Pese a que no todo fue color de rosa en las décadas que van de la presidencia de Sarmiento al derrocamiento de Yrigoyen, el campo pampeano fue la gran locomotora de crecimiento del país más exitoso de América Latina. Ya sea que miremos el incremento del producto o del producto per cápita, la lección es la misma: la Argentina creció más rápido que sus vecinos latinoamericanos y que Inglaterra, Alemania o Estados Unidos, las potencias económicas de ese tiempo.
Es importante recordar que el auge exportador, además de hacer crecer el producto, también contribuyó a diversificar la economía. ¿La prueba? La Argentina del trigo y la carne fue también la nación más industrializada de América Latina. La evidencia es concluyente: desde la década de 1870 y hasta la Gran Depresión, la producción manufacturera creció más rápido que la agropecuaria y para el fin de la década de 1920 representaba cerca del 20 % del producto total (esto es, poseía una gravitación superior a la que alcanza en nuestro tiempo). Para entonces, México, Brasil o Chile tenían sectores manufactureros más pequeños, en todos los casos inferiores al 13% del producto.
Para completar el cuadro conviene referirse a tres dimensiones que nos permiten calibrar mejor el impacto social del crecimiento exportador. Primero: gracias al impulso que provenía de la fértil pradera pampeana, y que la ciudad multiplicó al calor de la expansión de la manufactura y los servicios, nuestro país ofreció, junto con Uruguay, los salarios más altos de América Latina y grandes oportunidades de progreso económico y movilidad social para sectores muy amplios de su población. En segundo lugar, remuneraciones elevadas y oportunidades fueron los principales determinantes de un fenómeno que dejó una marca indeleble en la sociedad argentina: el arribo de millones de inmigrantes europeos. Finalmente, notemos que la elevada productividad agraria y la sostenida expansión de la industria y los servicios convirtieron a la Argentina en un país de grandes ciudades, y uno de los países más urbanizados del planeta. Más urbanizado que Francia o Alemania, Estados Unidos o Canadá.
Entre el fin de la Guerra del Paraguay y la Crisis del Treinta, pues, crecimiento agrario y expansión industrial, urbanización y mejora social, fueron de la mano. Los indicadores de desarrollo humano cuentan la historia de un país que avanzaba por el camino de la mejora del bienestar popular y en el que, para las mayorías, la idea de progreso no era una expresión vacía. Los avances de la Argentina en el terreno de la alfabetización y la escolarización son conocidos, toda vez que la escuela fue una de las políticas públicas estrella de ese tiempo. Menos atención se le ha prestado a otros indicadores que también resumen bien los progresos de la Argentina agroexportadora, como el referido a la esperanza de vida. Hacia comienzos de la década de 1880, la esperanza de vida al nacer era de 33 años. Para fines de la década de 1920, la esperanza de vida había crecido dos décadas, hasta los 53 años. Para entonces, la esperanza de vida argentina superaba en 19 años ala de México o Brasil.
¿Si los logros de la Argentina del crecimiento exportador fueron significativos, por qué, entonces, el país no siguió caminando por esa senda tan prometedora que, además, contaba con un amplio consenso tanto entre la elite dirigente como entre las clases populares? ¿Y por qué comenzó a volverse muy negativa la valoración del aporte del campo, hasta entonces principal responsable del crecimiento económico, al desarrollo nacional? El núcleo del problema radica en que esa Argentina que, gracias a la pampa, estaba muy bien preparada para funcionar en un mundo de mercados abiertos, no pudo afrontar con éxito los desafíos nacidos tras el giro proteccionista desencadenado por la Gran Depresión. Cuando el mercado mundial le dio la espalda, el país sufrió. Lo más importante: el derrumbe del comercio internacional disminuyó drásticamente la rentabilidad social del patrón de crecimiento exportador. Desde 1929, y por una década y media, los salarios se estancaron. A las mayorías, acostumbradas a que el progreso fuera una experiencia palpable, perceptible en la vida cotidiana, el presente se les hizo duro y el futuro aún más avaro. Los grupos dirigentes, por su parte, comenzaron a dudar de que el campo constituyera la avenida que conducía a un país mejor. La legitimidad del patrón de crecimiento exportador se vio erosionada. Las frustraciones que se fueron sumando luego de 1930 contribuyeron a arraigar en la mente argentina una nueva utopía de progreso económico y social, asociada a la industria manufacturera y al crecimiento volcado sobre el mercado interno. Una utopía que, además, nació animada por una redoblada exigencia de justicia social.
Llegados a este punto, es importante traer a la discusión una tensión que había permanecido dormida en la era del crecimiento exportador. Thomas Piketty nos ha mostrado que, en los países del Atlántico Norte, el crecimiento económico del siglo XIX aumentó la brecha entre los grandes capitalistas y los hombres y mujeres del común. Este fenómeno también impactó sobre la sociedad argentina. La singularidad nacional radica en que nuestra clase plutocrática poseía una base eminentemente agraria, cuyo emblema era la gran estancia. Mientras el progreso social fue percibido como una experiencia generalizada por la población urbana, esos terratenientes no tuvieron demasiadas razones para preocuparse. Esta actitud tolerante, primero desafiada tras el Grito de Alcorta, no sobrevivió intacta a las dificultades que trajo la década de 1930. Chacareros y trabajadores rurales en dificultades, expulsiones de arrendatarios, migración a la ciudad, desempleo, remuneraciones estancadas: cuando estas cuestiones ganaron un lugar en la discusión pública, la plutocracia rural pasó a encarnar el arquetipo del explotador insensible al dolor popular. Y ese mundo rural crecido en torno a la estancia, ese campo donde reinaba la injusticia social, comenzó a ser denunciado cada vez más abiertamente como el núcleo socioproductivo de una Argentina que miraba hacia el pasado. No es casual que, pocos años más tarde, Perón haya elegido a la oligarquía terrateniente –concebida como la personificación de todo lo malo que anidaba en la sociedad argentina, como responsable de la frustración del sueño de progreso nacional– como su principal enemigo.
¿Cuál es la importancia de todo esto? Nos permite comprender mejor las razones que hicieron que, hacia mediados del siglo XX, los caminos del crecimiento exportador y del desarrollo productivo nacional terminaran divorciándose (y que, como todo divorcio, la separación viniese acompañado de duros reproches). Esta inflexión lleva nuestra atención hacia el segundo capítulo de la historia de la relación entre campo y desarrollo. Este segundo capítulo –sin duda el más arraigado en la memoria histórica de los argentinos– se desplegó bajo el signo de otra epopeya productiva, la de la industrialización por sustitución de importaciones. La apuesta por la industria fue la respuesta más habitual, y también la más razonable, de los países de América Latina a los desafíos del mundo nacido entre la Depresión y el comienzo de la Guerra Fría. Dentro del panorama general, el caso argentino presenta algunos rasgos singulares. Cuando la política económica de la era industrial terminó de perfilarse a mediados de la década de 1940, tras la llegada de Perón al poder, uno de sus aspectos más salientes fue su acusado sesgo antiagrario. Una de sus expresiones más conspicuas fue un fuerte incremento de la presión fiscal sobre este sector. Este giro estaba indicando que el campo, que hasta la Gran Depresión había sido concebido como el motor del crecimiento, había pasado a desempeñar un papel subsidiario: proveedor de alimento barato para la población urbana y generador de divisas con las que sostener la expansión de la actividad manufacturera, erigida por la política pública en el sector líder de la economía.
Las oscuras perspectivas que el proteccionismo agrícola impuso al comercio de alimentos de clima templado en el escenario nacido tras la Depresión, que aconsejaban no apostar demasiado por el sector agroexportador, no alcanzan para explicar el sesgo anti-agrario de la política pública, que los voceros de este sector –siempre nostálgicos de un pasado que había muerto para siempre– tanto denunciaron desde la década de 1940. También pesó mucho la idea de que el campo evocaba el arcaísmo productivo, el mundo del atraso. Por supuesto, la configuración socio-política de nuestro país le dio solidez y estabilidad al nuevo rumbo, y contribuyó a imponer, tanto en la disputa política como en la discusión pública, el mundo de ideas sobre las que se asentaba la apuesta por la industria. Al fin y al cabo, ya antes de que Perón hiciera sonar la campana que marcaba el comienzo del reinado de las grandes chimeneas, la Argentina era el país más urbanizado y más industrializado del continente, y el que contaba con los sindicatos de trabajadores urbanos más poderosos.
El nuevo rumbo, sin embargo, prometió más de lo que entregó. La razón de fondo es que la Argentina estaba muy bien preparada para el crecimiento agroexportador pero no para convertirse en una potencia manufacturera. Carecía de una pampa industrial capaz de producir ese milagro. Sin energía barata, sin acero ni carbón, sin un mercado de tamaño suficiente como para alcanzar las economías de escala que vuelven más dinámica la actividad manufacturera, con altos costos laborales para la media latinoamericana, su performance estaba llamada a ser gris. La consecuencia: desde el peronismo en adelante las clases populares gozaron de una sensible mejora en términos de bienestar, pero en un marco signado por un rendimiento económico mediocre. La principal evidencia de esta limitación se aprecia en la comparación con los mismos países latinoamericanos que en el ciclo anterior nuestro país había dejado muy atrás: entre 1945 y 1972 la industria argentina creció al 4,4 % anual, mientras que la brasileña lo hizo al 8,4%, la chilena al 5,2 %, la colombiana al 6,6 % y la mexicana al 7,4 %.[3]Durante las décadas doradas de la era industrial, una vez superado el parate que trajo la Gran Depresión, el progreso social volvió a signar el paisaje urbano. Pero el ritmo de marcha fue más pausado. En la era del crecimiento exportador, Argentina se acercó a los países ricos y se alejó de los pobres. En la era industrial, en cambio, la historia argentina fue de divergencia respecto de los países desarrollados del Norte y de convergencia con los rezagados del Sur.
No es sorprendente que una estrategia de desarrollo que hacía depender el crecimiento de la manufactura y los servicios de fuertes subsidios del sector agropecuario pronto exhibiera limitaciones, que afectaron la producción exportable. Atenazado entre un mercado mundial anémico y una política pública muy hostil, el sector agrario incorporó poca tecnología, perdió dinamismo y rentabilidad. Para 1925 la agricultura pampeana era una de las más mecanizadas del planeta; un cuarto de siglo más tarde se había descapitalizado y penaba por la falta de tractores. Entre 1930 y 1960, las exportaciones pampeanas permanecieron estancadas, y luego experimentaron otros treinta años de moroso crecimiento. Pero lo más importante es que, de manera inevitable, las consecuencias de la debilidad exportadora también se sintieron fuera del campo. La dependencia estructural del sector manufacturero –poco competitivo y por ende incapaz de exportar y de satisfacer sus propias necesidades de tecnología e insumos– respecto de las exportaciones agropecuarias fue el canal a través del cual el pobre rendimiento exportador impactó sobre el resto de la economía. Ya en la década de 1950 una creciente demanda de divisas convirtió a la restricción externa en el talón de Aquiles de la Argentina industrial. Faltaban dólares porque faltaban exportaciones. Y con ello se reforzó la convicción nacida en la década de 1930: el empresariado del campo era insensible al estímulo del progreso y el cambio tecnológico.
De todos modos, la Argentina de la sustitución de importaciones siguió avanzando por el camino del progreso socioeconómico por otro cuarto de siglo, hasta entrada la década de 1970. En ese momento, el sector manufacturero tocó su techo y dejó de crecer. Desde entonces, la actividad industrial ha retrocedido sin pausa, y lo ha hecho bajo gobiernos de los más variados signos políticos y de las más diversas orientaciones políticas. De representar cerca de un tercio del producto en los años dorados de la sustitución de importaciones, la industria ha caído a menos de la mitad de esa cifra en el siglo XXI. Al final de las presidencias Kirchner, que tanto hicieron para protegerla, era más pequeña que en la presidencia de Alvear. Los gobernantes argentinos no son los responsables primeros del retroceso del sector industrial. Pese a que la contracción tiene ritmos y condimentos específicos en cada país, su razón de fondo no es nacional sino global: el desplazamiento de la manufactura hacia Oriente se advierte en todo Occidente. De hecho, el mismo fenómeno se observa en Brasil y Chile, Estados Unidos y Gran Bretaña, Francia y Alemania. A ambos lados del Atlántico, el giro de la economía y del empleo desde la producción industrial a los servicios es el signo de los tiempos. No todos los países, sin embargo, han sufrido esta transformación tanto como la Argentina. Porque el problema argentino no es de desindustrialización a secas sino, más bien, de retroceso productivo en términos más generales. Golpeada por la inestabilidad macroeconómica y la falta de rumbo, comprometida a defender un sector industrial que ha perdido capacidad de impulsar el desarrollo, hace varias décadas que la Argentina no encuentra modo de sacar mejor provecho de sus recursos institucionales, su capital humano y sus recursos naturales.
En este contexto, en el que la actividad manufacturera ha perdido capacidad para hacer crecer la economía y para dinamizar los mercados de trabajo urbanos, el papel del campo como promotor del desarrollo adquiere un relieve que no tenía desde la década de 1920. Mientras la luz que ilumina al sector industrial argentino palidece, la economía agroexportadora exhibe un horizonte más prometedor. Por una parte porque desde la década de 1990 crece e incorpora tecnología de punta, cercana a la frontera internacional. En estas décadas, su expansión no depende de la gran propiedad sino de la empresa de mediana o gran escala que se expande sobre tierra arrendada, apoyada en una vasta red de contratistas que la proveen de servicios especializados. El nuevo campo es el mundo de la bioeconomía, de la siembra directa, de la agricultura de precisión, de las tecnologías de la información aplicadas al agro. En segundo lugar, porque la sostenida expansión de los mercados asiáticos le ofrece al nuevo campo exportador un horizonte de crecimiento de largo plazo tan atractivo que el que primó entre la revolución de los transportes del siglo XIX y el comienzo de la Gran Depresión. En este escenario, el país puede y debe sacar mejor provecho de su activo productivo más potente.
Luego de un largo período de estancamiento y frustraciones, el agro del siglo XXI está en condiciones de impulsar el crecimiento del producto y la transformación productiva y, por esta vía, contribuir a arrancar de la pobreza a ese medio país que hoy no tiene ni presente ni futuro. ¿Qué es lo más valioso que puede ofrecer? ¿Por qué, incluso si a veces no nos simpatizan sus actores ni nos gustan sus tradiciones, debemos apostar a promover la expansión del sector agroexportador? En primer lugar, porque un aumento sostenido de las exportaciones es fundamental para aliviar la restricción externa y para darle mayor solidez macroeconómica a un país siempre sediento de dólares tanto para producir como para satisfacer sus necesidades de consumo y financiamiento, privadas y públicas. Si el país no logra fortalecer las cadenas de valor centradas en la exportación de productos agropecuarios (así como en todas aquellas otras que puedan sumarse) difícilmente pueda librarse de las urgencias y los dilemas de corto plazo que desde hace ya demasiado tiempo vemos repetirse a cada rato, y que tan dañinas son para el crecimiento (control de cambios, cierre de las exportaciones, cupos a las importaciones, etc.). Una primavera de términos de intercambio favorables es insuficiente para poner al país en esa senda. En segundo lugar, porque un perfil exportador más robusto es fundamental para apuntalar la expansión de las actividades volcadas sobre el mercado interno, muchas de las cuales son grandes demandantes de divisas. Sin un sector agroexportador más potente, el crecimiento sostenido de la industria y los servicios, incluso de aquellos sectores con más potencial exportador, se vuelve imposible. Y esto significa –y esto es lo más importante– que sin política pública consistente dirigida a favorecer la expansión exportadora no habrá incremento sostenido del empleo ni mejora del bienestar popular.
La contribución del campo al desarrollo de una economía más dinámica tiene dos límites claros, que no debemos ignorar. Por una parte, nuestro país ya no está en condiciones de volver a erigirse en una potencia exportadora como lo fue hasta la Gran Depresión. Pese a las perspectivas de expansión de los mercados asiáticos son muy promisorias, y aun si un muy fuerte incremento de las ventas a esos mercados fuera ecológicamente sustentable (un tema muy relevante y que merece un tratamiento sistemático, fuera del alcance de este texto), nuestro país no es lo suficientemente rico en recursos naturales como para hacer pivotear su desarrollo de manera exclusiva o preponderante sobre una estrategia exportadora. En segundo lugar, muchas décadas de crecimiento volcado sobre el mercado interno han dejado un legado que tiene luces y sombras, pero que en ningún caso podemos ignorar. Nuestro castigado tejido productivo urbano es demasiado vasto y complejo como para moverse al ritmo de las ventas externas, por más diversificadas y pujantes que éstas puedan resultar. Y esto significa que el empuje del complejo agroexportador y sus anexos industriales es, en sí mismo, insuficiente para revertir los problemas de pobreza y empleo de los grandes conglomerados urbanos del país.
Estos límites no deben hacernos creer que el camino al desarrollo consiste en remozar la nación industrial que tuvo su apogeo entre las décadas de 1940 y 1970. Ese puerto al que, en medio de la tempestad que es el mundo en la pandemia, algunos nos invitan a regresar, no es más que un cruel espejismo, que no tiene mucho que ofrecerle a esa media nación que hoy sobrevive en la pobreza y la informalidad laboral. Ese proyecto, quizás agradable para un sector importante de los trabajadores formales y sus organizaciones, así como para una fracción del empresariado industrial, ya no es capaz de incluir a todos. ¿Las razones? El país fabril surgido tras el cierre del mercado en la década de 1930 tenía mucho espacio para expandir su producción, que pudo crecer ocupando los espacios dejados vacantes por la retirada de la producción extranjera. Todo esto fue posible, en primer lugar, porque la tecnología que la industria requería para crecer en las décadas doradas de la industrialización por sustitución de importaciones estaba al alcance de la mano.
El panorama de nuestros días es muy distinto. Décadas de muy alta protección han forjado una de las economías más cerradas del mundo. En el último medio siglo, los resultados de esta política no fueron satisfactorios ni en lo que respecta al crecimiento manufacturero ni en lo referido a bienestar popular; en un mundo económico cada vez más globalizado, mucho menos lo serán en el futuro. Un proteccionismo redoblado no va a darle impulso a una industria que está integrada en cadenas de producción que trascienden nuestras fronteras y cuyos polos más dinámicos y sus motores de innovación están localizados fuera de nuestras fronteras; en todo caso su futuro será –como se reveló entre 2011 y 2015– la desindustrialización por sustitución de importaciones. Muros más elevados nos conducen a un callejón sin salida también en el plano industrial. Para crecernos sólo en el campo sino también en la ciudad es imprescindible exportar e importar más.
Dirigir la atención hacia las necesidades de nuestras castigadas mayorías nos permite observar otro costado del problema. En nuestros días, la canasta de consumo popular está integrada por bienes y servicios de origen importado o cuya fabricación requiere, en muchos casos, bienes de capital e insumos que no pueden producirse localmente. Además de pan, verdura y carne, además de lácteos y dulces, además de mejor vivienda y mejor infraestructura, el nivel de vida y el grado relativo de realización personal de nuestras mayorías depende, entre otras cosas, de su acceso a bienes importados: celulares y computadoras, vehículos livianos y automóviles, indumentaria y tecnología. Agreguemos, además, que la ley de Engel nos enseña que cuanto más prospere la Argentina y cuánto más crezca el ingreso de las mayorías, más importancia relativa tendrán los consumos no alimentarios. Para los que están en la base de la pirámide social, sin embargo, no se trata sólo de consumo sino también de empleo. Para crecer y generar más y mejores puestos de trabajo, nuestro sistema productivo también requiere bienes de capital e insumos importados en abundancia. La implicancia es clara: en el mediano y largo plazo, una sociedad más integrada y más igualitaria, con empleo digno y bien remunerado para todos y todas, con más capacidad de consumo popular, con empresas que crecen y generan empleo, no puede alcanzarse sin un sector exportador más potente y una mayor integración con la economía global.
¿Hacia dónde nos conduce este razonamiento? Nos invita a poner en duda el valor de muchas de las impugnaciones al campo que mencionamos en el párrafo inicial de este ensayo. Nos confirma que, en nuestros días, sector agroexportador y desarrollo no deben verse como términos antagónicos. Para precisar el argumento: en un país tan urbanizado como el nuestro no tiene mayor sentido afirmar que el campo no genera empleo suficiente o no promueve una mejor distribución del ingreso. En la Argentina de nuestros días, estos problemas, en todo caso, deben abordarse en otros ámbitos, capaces de incidir sobre el funcionamiento de los mercados de trabajo urbanos, y con otras herramientas, como la política fiscal (por ejemplo, vía mayores impuestos al suelo). Al campo lo necesitamos, ante todo, para otra tarea: debemos pensarlo como uno de los pilares sobre los que arraigar una macroeconomía más sólida y un sistema productivo más dinámico. Estos dos objetivos son centrales para que todas las demás actividades productivas que se despliegan en nuestro país –en particular, las orientadas al mercado interno– puedan crecer sin tantos obstáculos y restricciones, alcancen mayor relieve y, a partir de allí, contribuyan a ampliar las magras oportunidades de mejora que nuestras castigadas clases trabajadoras tienen ante sus ojos. Para avanzar por este camino –esto es, para volver a reconciliar el crecimiento sustentable con la justicia social– es imperioso que la política pública contribuya a estimular el potencial productivo que anida en nuestro agro. Tras una demora que ya lleva medio siglo, la gran tarea que los argentinos tenemos por delante es ingresar al tercer capítulo de nuestra historia productiva. Difícilmente logremos dar pasos sólidos en esa esta dirección si no le asignamos al campo un papel de relieve en esta nueva etapa de la peripecia nacional.
(*) Roy Hora es historiador, doctorado en la Universidad de Oxford. Es investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ).
FUENTE: Panamá Revista
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Camila Elizabeth Hernández