No existe en Pekín estatua alguna del senador anticomunista estadounidense Joseph McCarthy. Una relativa ingratitud, cuando se piensa que es el padre natural del programa nuclear chino.
La historia es por lo menos sorprendente. En la inmediata segunda posguerra, un joven ingeniero emigrado, originario de Hangzhou, Qian Xuesen, trabajaba bajo contrato con el Pentágono en el Jet Propulsion Laboratory de Pasadena. Sus intuiciones pioneras en el área espacial y balística maravillaron a la US Air Force. El Army le tenía tanta confianza que lo envió a Alemania para consultar a Werner von Braun, cerebro del programa balístico alemán. Pero el macartismo haría desviar esta brillante trayectoria: acusado de comunismo en 1950, y arrestado en su domicilio, en 1955 Qian es expulsado violentamente a la China maoísta. El secretario adjunto de la Marina, Daniel Kimball, en vano declara que este “genio” diplomado en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) vale “por sí solo entre tres y cinco divisiones”, y que “él preferiría saberlo muerto antes que exiliado”. En el ápice de la caza de brujas que hizo estragos en esa época, sus protestas no tuvieron ningún eco. La consecuencia es bastante lógica: recibido por Mao Zedong, Qian prestó fidelidad al régimen e inventó, a partir de nada, el primer programa de misiles balísticos chino.
En 1966, dos años después de la explosión atómica pionera de 1964, el ingeniero prodigio supervisó el primer tiro de un misil nuclear en el desierto de Xinjiang. A él también se debe el exitoso lanzamiento, el 24 de abril de 1970, del primer satélite chino, el Dong Fang Hong (DFH-1) –que difundirá sin parar el canto patriótico Oriente es rojo durante los veintiséis días de su puesta en órbita–. Retirado en 1991, Qian murió en 2009, cubierto de honores. Su persona simboliza la profunda complejidad, desde sus orígenes, de los programas nuclear y espacial de la República Popular China.
Tres ámbitos muy conectados
Desde la primera explosión nuclear de octubre de 1964 hasta el glorioso día 14 de octubre de 2003, en que el teniente coronel Yang Liwei, al comando de la nave Shenzhou, hizo de China la tercera nación de la historia en lograr un vuelo espacial tripulado, Pekín multiplicó la conexión entre estos dos dominios, viendo allí la constante promesa de una optimización tecnológica, presupuestaria y estratégica. A pesar de la creación de la Agencia Nacional de Administración Espacial (ANAE) en los años 90 y de que se establecieron proyectos de comercialización de las puestas en órbita, los militares del Ejército Popular de Liberación (EPL) siguen conservando, más que nunca, su rol en los grandes ejes espaciales de la nación.
Este efecto de palanca del triángulo nuclear-espacial-balístico no es una especificidad china: es bien conocido por lo menos por los ingenieros especialistas –en particular en Estados Unidos y Francia–. Sin embargo, China se distingue por haber promovido desde muy temprano una doctrina nuclear de “no empleo en primer lugar” redoblando esta petición de principios con la promesa solemne de que sus armas no serían nunca empleadas contra una nación no nuclear. Del mismo modo, en el área espacial, se opuso rápidamente a toda militarización. A esta postura defensiva integral se suman los pocos medios de su defensa, así como la siempre dudosa modernidad de sus vectores (bombarderos, misiles y submarinos potencialmente portadores de cabezas nucleares). Estas dos características hicieron de ella el miembro más discreto del club internacional de los Estados que son a la vez potencias espaciales y poseedores de armas nucleares: Francia, Estados Unidos, Reino Unido, Rusia y China, a los cuales se puede agregar en la actualidad India.
Resta saber si es posible para Pekín mantener la discreción. Por lo menos en este momento la voluntad de mostrar un perfil bajo es difícil de sostener, dado que su desarrollo económico estimula su aumento de poder político y militar. Los parámetros de su ecuación nuclear, fijos durante mucho tiempo, ahora se ven modificados. Los primeros en alarmarse fueron los estadounidenses.
“¿Sabemos en realidad cuántos misiles tienen los chinos en la actualidad?”: el estadounidense Richard Fischer, custodio atento y un poco sino-obsesionado del International Assessement and Strategy Center, sabía perfectamente, en 2011, que con esta pregunta daría en el clavo tanto en el Pentágono como en el Congreso. Pues en la actualidad hay un desconocimiento prácticamente generalizado sobre el arsenal de China, que es el único país del grupo de los P5 en no declarar el número de armas nucleares que posee. Para el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), el total se elevaba en 2009 a 186 cabezas nucleares activas desplegadas. El International Panel on Fissile Material (IPFM) menciona por su parte unas 240. Si se compara esta estimación con las miles de unidades en poder de la pareja Moscú-Washington, el nerviosismo estadounidense parece sobreactuado. En mayo de 2010, Estados Unidos declaró oficialmente poseer 5.000 cabezas nucleares, tácticas, estratégicas o no desplegadas. Sobre este total, 1.700 están desplegadas y activas, en misiles ICBM, submarinos lanzadores de proyectiles (SLBM) o bombarderos estratégicos.
Sin embargo, en 2009, un informe de la Universidad de Georgetown sacudió de pronto el pequeño ámbito de especialistas en el área nuclear china. Durante tres años, bajo la dirección del profesor Philip Karber, ex empleado del Pentágono, un grupo de estudiantes compiló nuevos datos abiertos, y su conclusión dejó atónitos a los expertos: ¡China tendría en realidad… 3.000 cabezas nucleares! El estudio “revela” también la existencia de una red de túneles de 5.000 kilómetros que serviría para el transporte y estacionamiento de armas nucleares y de unidades especializadas. Misteriosa y secreta, la “Gran Muralla subterránea” estimula la imaginación de los periodistas y se vuelve inmediatamente el simétrico símbolo nuclear del “collar de perlas” de las bases navales instaladas por Pekín en las aguas asiáticas.
Los túneles temibles
Como reacción, los partidarios estadounidenses del desarme nuclear, como Hans Kristensen, de la Federation of American Scientists, acusan al Pentágono de haber teleguiado este estudio por la mediación de Karber, el cual, a semejanza de Fischer o del columnista William Gertz, figura en la primera fila de los alarmistas compulsivos del “peligro” chino. Los militares lo desmienten. El asunto repercutió en la escena política. El 14 de octubre de 2011, el representante republicano Michael Turner sacó a relucir ante el Congreso la existencia de este laberinto subterráneo “desconocido”: “En el preciso momento en que nosotros hacemos esfuerzos de transparencia desde el punto de vista nuclear, China vuelve más opaco aun su sistema”, denuncia. La prensa europea, “descubriendo” el estudio de Georgetown, presenta por su parte esta “red alucinante de túneles”, como una sorpresa. Los diarios indios le hacen coro. A principios de 2013, presionado por todas partes, Barack Obama termina por ordenar al Pentágono un informe sobre el tema para el 15 de agosto próximo.
Sin embargo, contrastando con la escalada del debate político estadounidense y con el continuismo periodístico europeo, parece que la “Gran Muralla subterránea” no es un secreto para nadie desde hace varios años. Ya el 11 de diciembre de 2009, un diario de Hong Kong, Ta Kung Pao, daba precisiones sobre esta obra gigantesca, que habría movilizado durante diez años a muchos miles de soldados chinos. El gran público asiático puede leer allí que la segunda división de artillería del EPL, encargada de las fuerzas nucleares estratégicas, tomó la decisión en 1995 de enterrar más profundamente sus vectores balísticos nucleares, de manera de volverlos menos vulnerables a un eventual ataque sorpresa de destrucción “en primer lugar”. Una red de túneles modernizados correría de allí en adelante bajo los contrafuertes montañosos de la región de Hebei, en el norte del país, a una profundidad de cientos de metros, en un paisaje de cañones y de acantilados abruptos especialmente adaptado para la instalación de un sistema geoprotegido de respuesta nuclear.
Se observa sobre todo que al principio, la “revelación” provino de la propia televisión china estatal CCTV que, el 24 de marzo de 2008, al difundir un documental comentó discretamente la puesta a punto de este programa de túneles. Teniendo en cuenta el control estricto que el Estado ejerce sobre los medios, este anuncio, registrado por las administraciones militares india, estadounidense y europea, corresponde a una señal claramente oficial. Por añadidura, para el EPL, cavar túneles no es un fin en sí mismo, sino una de las modalidades de protección para su ataque “en segundo lugar”.
Paralelamente, Pekín pasa de los grandes misiles a propulsión líquida vulnerables ante un primer ataque de neutralización a los misiles a propulsión sólida, desplazables rápidamente sobre lanzadores móviles como el DF-31A, de 11.000 kilómetros de alcance. Móviles o enterrados, los misiles tierra-tierra siguen siendo el único componente de la “tríada nuclear” china (misilería tierra-tierra, bombarderos aéreos, submarinos) realmente creíble, por lo menos por el momento.
China sabe, sin embargo, que no puede contentarse con proteger su capacidad de ataque “en segundo lugar” si quiere conservar un crédito nuclear militar que los estadounidenses respeten de buen o mal grado. También le hace falta combatir de manera proactiva los progresos de la defensa antimisil estadounidense, que podría neutralizar su capacidad potencial de réplica. Para descomprimir esta nueva situación, el EPL apunta desde hace tiempo a un campo de batalla alternativo: el espacio extra atmosférico.
Aun haciendo un esfuerzo, ya no encontraríamos un veterano de la Guardia Roja para recitar con convicción “¡Cuanto más alto sube el satélite, más desciende la bandera roja!”, como en tiempos de la Revolución Cultural. Según el ex jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea y actual vicepresidente de la poderosa Comisión Militar Central, el general Xu Qiliang, “los intereses nacionales chinos están en expansión, y el país entró en la era espacial”. Aunque se opone oficialmente a la militarización del espacio, Pekín muestra un claro deseo de disputar la hegemonía estadounidense. Incluso en caso de conflicto, cuando –dada la espacio-dependencia demostrada cada día más por los ejércitos modernos– impedir al adversario el acceso al espacio constituirá una apuesta prioritaria.
Dando por cierto el hecho de que sólo se negocia entre iguales, China se persuadió, al igual que Rusia, de que sólo los progresos significativos e independientes le permitirían frenar las ambiciones de “space superiority” del Pentágono. Podrían forzar a Estados Unidos a firmar un compromiso de neutralización militar del espacio que llenaría las lagunas del Tratado sobre el Espacio Extra Atmosférico de 1967. En 2001, un informe estadounidense publicado por la Space Commission (o Commission Rumsfeld) explotaba además los numerosos defectos de ese tratado para concluir que nada prohibía “estacionar o utilizar armas en el espacio”, ni “emplear la fuerza desde el espacio hacia la Tierra”, o de “conducir operaciones militares en y a través del espacio”.
Avances vertiginosos
Apartados de la estación espacial internacional por la estadounidense National Aeronautics and Space Administration (NASA), los chinos construyen su propia estación, llamada Tiangong, que se terminará en 2020 y estará abierta a los científicos de todas las naciones. Están desarrollando un lanzador de ciento treinta toneladas y anuncian una misión a la Luna para 2025, a la par que sueñan con superar a los estadounidenses enviando una nave tripulada a Marte después de 2030. La segunda generación de su red satelitaria Beidou-Compass (“Brújula”) contará pronto con treinta y cinco unidades que ofrecerán los mismos servicios de geolocalización que el GPS, incluido en modo militar.
Pero los efectos colaterales de esta estrategia superaron quizás las intenciones de sus promotores. Al destruir un viejo satélite meteorológico FY-1C, en enero de 2007, con ayuda de un interceptor SC-19, con el fin de demostrar su capacidad de atacar en el espacio, China se prestó a la crítica. Estados Unidos, apoyado por muchas naciones, fustigó inmediatamente su comportamiento de “delincuente espacial”, denunciando el daño causado por los restos del satélite así como la contradicción con su postura político-espacial virtuosa. En enero de 2011, en la más reciente versión de la Estrategia Nacional de Seguridad Espacial, Washington previene: “Estados Unidos conserva el derecho y la capacidad de responder en legítima defensa [en el espacio], si la disuasión fracasara”.
En el plano de la teoría estratégica, el estadounidense Everett Dolman afirma que “la futura guerra con China tendrá por objetivo la batalla por el control del espacio extra atmosférico”. En segundo plano, la cuestión nuclear: los satélites estadounidenses de alerta precoz, utilizados en el marco de la detección de la partida de misiles balísticos, se vuelven ahora un blanco eventual de la capacidad china. Ahora bien, sin estos satélites, la organización de las fuerzas y del comando nuclear estratégico estadounidense está completamente reducida.
A estas preocupaciones se agrega, del lado estadounidense, el doloroso sentimiento de un desprestigio tecnológico futuro. ¿Quién se acuerda todavía de que los cohetes comunistas “Larga Marcha” lanzaron una veintena de satélites comerciales antes de que Washington impusiera en los años 90 un embargo sobre las ventas de componentes satelitarios a Pekín? La NASA dejaba hacer, mirando todavía a China desde arriba. El reloj atómico se dio vuelta. Aun si la distancia de las capacidades con Estados Unidos sigue siendo gigantesca, una recuperación exponencial se ha puesto en marcha. Mientras que el Libro Blanco chino sobre el espacio de 2011 sólo menciona cinco “ejes principales”, todos civiles (desarrollo científico y pacífico, innovación, autonomía y apertura a lo internacional), no puede evitarse señalar que el mismo año, sobre diecinueve lanzamientos chinos, dieciocho fueron en el área de la defensa.
En 2012, una treintena de satélites de todo tipo fueron puestos en órbita, entre ellos algunos miniaturizados: telecomunicaciones (Zhongxing 10), navegación, vigilancia, reconocimiento, relevo de datos (Tianlian 1). Se está proyectando un programa de satélites de alerta, mientras que en Wenchang, en la isla de Hainan, se abre un nuevo centro de lanzamiento espacial. Entre tanto, el programa lunar estadounidense Constellation fue anulado por Obama en febrero de 2010. Para Gregory Kulacki, de la Union of Concerned Scientists, los estadounidenses deberían abandonar “la idea perimida de que [en materia espacial] los chinos tienen más necesidad de nosotros que nosotros de ellos”. Tocado en el amor propio, un ingeniero estadounidense del MIT hizo, en 2008, un modelo de las condiciones de una guerra espacial entre los dos países… para concluir, tranquilizado, que era seguro que los chinos la perderían.
Febril y atávica, la inquietud de algunos periodistas estadounidenses frente a la posible escalada en poderío de un “competidor par” de primer nivel no puede disimular que los progresos espacio-nucleares chinos plantean objetivamente una cantidad de cuestiones. Todos los observadores están de acuerdo sobre el hecho de que, en la actualidad, China es el único miembro del P5 que aumenta su número de cabezas. Pero, ¿en qué proporciones exactamente? La batalla de las cifras no tiene tregua y, entre los expertos, algunos alegan un máximo de 1.800 cabezas nucleares activas [véase recuadro]. Como los propios militantes del control de armas reconocen, lo importante no es preguntarse si China moderniza su arsenal –lo hace–, sino no desinformar sobre el ritmo de esta modernización.
Una solución política
Sin duda, en vista de las ambiciones nucleares chinas, el equilibrio estratégico dentro del P5 va a cambiar. El Reino Unido afirma tener ahora menos de ciento seis cabezas activas. Francia, que procedió a una disminución del 50% de sus cabezas desde la Guerra Fría, dividió por dos el presupuesto consagrado a la disuasión nuclear en veinte años, y conserva alrededor de un centenar de cabezas activas. En apenas diez años, apoyándose en lo que se podría llamar la “simbiosis espacio-nuclear”, Pekín saltó de la etapa de la paridad tecnológica con las dos potencias nucleares europeas –que podía parecer su objetivo a mediano plazo– para ubicarse de entrada en una postura de diálogo simétrico con las capacidades estadounidenses.
Al final, no se puede descartar totalmente la posibilidad de que Washington y Pekín, repitiendo la dialéctica perversa de la Guerra Fría, se encuentren atrapados en una carrera parecida a la que llevó a la URSS y Estados Unidos, con desprecio de toda racionalidad, a amontonar las cabezas en los silos para mantener el “equilibrio del terror”. En los años 60, Washington habría retenido hasta 31.000 cabezas activas…
Terminamos por persuadirnos de que esta visión maximalista de la disuasión nuclear contrasta con el principio francés de estricta suficiencia (nuclearmente, “sólo se muere una vez”), un dogma de “desatino racional” que China hizo suyo desde 1964. ¿Acaso, todavía en 2009, el presidente Hu Jintao no declaraba en la Organización de las Naciones Unidas que China “reiteraba solemnemente su firme compromiso de una estrategia nuclear defensiva”? Obama anunció el 12 de febrero de 2013 una nueva reducción del arsenal nuclear estadounidense, que podría pasar de 1.700 cabezas activas a menos de 1.000 de aquí a 2020. ¿Pero esta idea mínima de seguridad-de vida-estratégica va a mantenerse si los progresos chinos se consolidan? ¿Veremos perfilarse de nuevo los desarrollos alucinados del estratega Herman Khan, fundador en 1961 del Hudson Institute, que proclamaba que el almacenaje de cabezas no era tan estúpido, puesto que una guerra nuclear podía tener un “vencedor”?
Las reacciones inquietas de los vecinos de China pesarán también en este juego cruzado de percepciones. Sin mucho preaviso, los japoneses pueden teóricamente transformar su nuevo lanzador espacial a propulsión sólida Epsilon, que debe efectuar su primer vuelo este año, en misil balístico de largo alcance. Vietnam no oculta sus ambiciones espaciales. India avanza en el antisatélite (la destrucción de satélites).
La solución no puede ser sino política. A lo mejor se trata de volver a poner en vigencia la barrera del Tratado sobre la Limitación de los Sistemas de Misiles Antimisiles (tratado ABM) de 1972, unilateralmente denunciado por la administración Bush en 2002. Esta decisión tendría asidero si se incluye esta vez a China en las discusiones. Esto significaría negociaciones difíciles; pero el poder chino se vería obligado a examinar un ofrecimiento de esta naturaleza, si se consideran las múltiples declaraciones oficiales sobre las condiciones sine qua non de un desarme nuclear mundial. Mientras tanto, en los papeles, desde las montañas de Heibei hasta la cintura geoestacionaria, una lógica de modernización paralela de los arsenales nucleares y espaciales parece tender a alterar por tiempo indeterminado el equilibrio estratégico en Asia Oriental.
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Rafael Pansa
FUENTE: ElDiplo