Nadie se preocuparía demasiado por Corea del Norte, país pequeño y aislado de 24 millones de habitantes, gobernado por una dinastía grotesca que se declara comunista, si no fuera por sus armas nucleares. Su gobernante actual, Kim Jong-un, el nieto, de treinta años de edad, del fundador de Corea del Norte y “Gran Dirigente”, está amenazando ahora con convertir a Seúl, la rica y bulliciosa capital de Corea del Sur, en “un mar de fuego”. Las bases militares americanas de Asía y del Pacífico están también en su lista de blancos.
Kim sabe perfectamente que una guerra contra los Estados Unidos significaría probablemente la destrucción de su propio país, que es uno de los más pobres del mundo. Su gobierno ni siquiera puede alimentar a su propio pueblo, periódicamente devastado por el hambre. En la capital, Pyongyang, escaparate del país, ni siquiera hay electricidad suficiente para mantener las luces encendidas en los hoteles grandes. Así, pues, amenazar con atacar al país más poderoso del mundo podría parecer un acto de locura.
Pero no es útil ni verosímil siquiera suponer que Kim Jong-un y sus asesores militares están locos. Desde luego, hay algo perturbado en el sistema político de Corea del Norte. La tiranía de la familia Kim se basa en una mezcla de fanatismo ideológico, realpolitik perversa y paranoia, pero ese brebaje letal tiene una historia, que conviene explicar.
La corta historia de Corea del Norte es bastante sencilla. Después del desplome en 1945 del imperio japonés, que había gobernado con gran brutalidad a toda Corea desde 1910, el Ejército Rojo soviético ocupó la zona septentrional y los Estados Unidos la meridional. Los soviéticos seleccionaron a un comunista coreano relativamente obscuro, Kim Il-sung, que se encontraba en un campamento del ejército en Vladivostok, y lo instalaron en Pyongyang como dirigente de Corea del Norte. No tardaron en aparecer a continuación los mitos sobre su heroísmo durante la guerra y su condición divina y se creó un culto a la personalidad.
Adorar a Kim y a su hijo y a su nieto como dioses coreanos llegó a formar parte de la religión estatal. Corea del Norte es esencialmente una teocracia. Algunos elementos están tomados del estalinismo y del maoísmo, pero gran parte del culto a los Kim debe más a formas autóctonas de chamanismo: dioses humanos que prometen la salvación (no es casual que el Reverendo Sun Myung Moon y su Iglesia de la Unificación procediera también de Corea).
Pero la fuerza del culto a los Kim, además de la paranoia que permea el régimen norcoreano, tiene una historia política que se remonta a una época muy anterior a 1945. La península de Corea, desgraciadamente encajonada entre China, Rusia y Japón, ha sido desde hace mucho un sangriento campo de batalla para potencias mayores. Los gobernantes coreanos sólo consiguieron sobrevivir enfrentando a una potencia extranjera con otra y ofreciendo servilismo, principalmente a los emperadores chinos, a cambio de protección. Ese legado ha alimentado un miedo apasionado y un aborrecimiento de la dependencia de países más fuertes.
La dinastía Kim debe su legitimidad principalmente a Juche, la ideología oficial del régimen, que hace hincapié en la independencia económica hasta el punto de llegar a la autarquía. En realidad, Kim Il-sung y su hijo, Kim Jong-il, fueron gobernantes coreanos típicos. Enfrentaron a China con la Unión Soviética, al tiempo que procuraban conseguir la protección de las dos. Naturalmente, eso no impidió a los propagandistas norcoreanos acusar a los surcoreanos de ser unos cobardes lacayos del imperialismo de los Estados Unidos. De hecho, la paranoia sobre dicho imperialismo forma parte del culto de la independencia. Para que sobreviva la dinastía Kim, la amenaza de enemigos exteriores es esencial.
La caída de la Unión Soviética fue un desastre para Corea del Norte, como también para Cuba; no sólo se esfumó el apoyo económico soviético, sino que, además, los Kim no pudieron seguir enfrentando una potencia contra la otra. Sólo quedó China y la dependencia de Corea respecto de su vecino septentrional es ahora casi total. China podría aplastar a Corea del Norte en un solo día limitándose a interrumpir los suministros de alimentos y combustible.
Sólo hay una forma de desviar la atención de ese humillante aprieto: la propaganda sobre la independencia económica, por lo que la amenaza inminente de los imperialistas de los EE.UU. y sus lacayos surcoreanos debe alcanzar un nivel histérico. Sin esa paranoia orquestada, los Kim carecen de legitimidad y ninguna tiranía puede sobrevivir durante mucho tiempo gracias a la fuerza bruta exclusivamente.
Hay quienes sostienen que los EE.UU. podrían reforzar la seguridad en el Asia nororiental mediante una avenencia con los norcoreanos: concretamente, prometiendo no atacar ni intentar derrocar el régimen de Kim. No es probable que los americanos lo acepten y Corea del Sur no querría que lo hicieran. Aparte de todo lo demás, hay una importante razón política interna para la renuencia de los EE.UU.: un Presidente demócrata de este país no puede permitirse el lujo de parecer “blando”. Más importante es que, aunque los EE.UU. ofrecieran semejantes garantías a Corea del Norte, la paranoide propaganda del régimen continuaría probablemente, dado el fundamental carácter de miedo al mundo exterior en Juche.
La tragedia de Corea es la de que nadie desea en realidad cambiar el status quo: China quiere mantener a Corea del Norte como un Estado tapón y teme la llegada de millones de refugiados, en caso de un desplome norcoreano; los surcoreanos nunca podrían absorber a Corea del Norte como la Alemania occidental absorbió la quebrada República Democrática Alemana y tampoco Japón ni los EE.UU. se mostrarían entusiastas ante la idea de tener que pagar para limpiar una implosión norcoreana.
De modo, que una situación explosiva seguirá siéndolo, la población de Corea del Norte seguirá sufriendo hambrunas y tiranía y las palabras belicosas seguirán cruzando el paralelo 38 en las dos direcciones. Hasta ahora, son tan sólo palabras, pero cosas pequeñas –un disparo en Sarajevo, por decirlo así– pueden desencadenar una catástrofe y Corea del Norte sigue teniendo esas bombas nucleares.
(*) Profesor de Democracia, Derechos Humanos y Pediodismo en el Bard College. Es autor de numerosos libros incluidos, recientemente, “Asesinato en Amsterdam: La Muerte de Theo Van Gogh y los Límites de la Tolerancia” y “Domesticando a los Dioses: Religión y Democracia en Tres Continentes”.
FUENTE: The Project Syndicate