¿De quién es la culpa de que haya ocurrido el atentado en Boston? ¿De Rusia por haber intentado durante 250 años incorporar a las naciones musulmanas del Norte del Cáucaso, como Chechenia y Daguestán, primero al imperio cristiano ortodoxo de los zares, luego a la Unión Soviética y ahora al Estado ruso bajo control de Putin? ¿O es el Islam radical la única explicación que se necesita, tanto en Rusia como en Occidente?
El atentado perpetrado por los hermanos Tamerlan y Dzhokhar Tsarnaev ha provocado comparaciones con los terroristas saudíes que realizaron los ataques del 11 de septiembre del 2001, o con el inmigrante pakistaní, Faisal Shahzad, que intentó detonar un coche bomba en Times Square en el 2010. Otros han sugerido que el mayor de los hermanos, Tamerlan, de 26 años y étnicamente checheno, puede haber sido testigo de la guerra ruso-chechena de 1999, o de los esfuerzos brutales de Rusia por pacificar a los combatientes insurgentes en el Norte del Cáucaso. Según este relato, abrumado por las despiadadas prácticas del Ejército Ruso, él y su hermano adolescente decidieron huir de la violencia y asentarse en suelo estadounidense.
El problema con esta explicación, desde luego, es que los hermanos Tsarnaev provienen de Kirguistán. Jamás vivieron en Chechenia, y sólo pasaron brevemente por Daguestán a inicios de los años 2000. Sus lazos con la región son los de la diáspora. El presidente checheno, Ramzan Kadyrov, un ex rebelde, afirmó rápidamente que los hermanos no tienen nada que ver con su república.
El menor de los hermanos, Dzhokhar, ahora con 19 años, sólo tenía ocho cuando su familia emigró a los Estados Unidos –asentándose en Cambridge, Massachusetts– y de acuerdo a numerosos testimonios era un inmigrante que se había adaptado razonablemente bien. Sólo recientemente había comenzado a identificarse con sus orígenes étnicos y religiosos. Estaba experimentando algunas dificultades académicas en la Universidad, pero estaba muy versado en las múltiples subculturas estadounidenses.
Por su parte, Tamerlan, un boxeador lo suficientemente bueno como para convertirse en profesional, se había casado con una estadounidense cristiana que se había convertido al Islam y que se volvió muy devota de su esposo. Patimat Suleimanova, una tía de los Tsarnaev que vive en Daguestán, explicó que su sobrino mayor jamás había realizado las oraciones musulmanas antes de emigrar a los Estados Unidos a la edad de 16 años. “Ni siquiera sabía lo que era el Islam”, le dijo a la CNN. De acuerdo a su visión, la radicalización de Tamerlan se produjo en los Estados Unidos.
En esencia, la historia de estos jóvenes no es muy diferente a la de otros “lobos solitarios” generalmente blancos e igualmente desencantados, que a menudo han derramado sangre en los Estados Unidos. La diferencia es que los hombres blancos no han sido culpados colectivamente por dichas atrocidades. Adam Lanza en Newtown, Connecticut, o James Holmes en Aurora, Colorado, no son vistos como parte de una religión o un grupo étnico “sospechoso”. Incluso cuando algún hombre blanco no musulmán perpetra explícitamente un atentado terrorista –como por ejemplo el atentado en Oklahoma de 1995 realizado por Timothy McVeigh en el cual perdieron la vida 168 personas, o el “Unabomber” Theodore Kaczynski– sus crímenes han sido caratulados como una cuestión meramente policial, no como terrorismo.
Por el contrario, los sospechosos de cometer terrorismo que tienen piel oscura, sobre todo los musulmanes, son considerados agentes de una vasta conspiración que requiere involucramiento militar y violaciones justificadas a los derechos humanos. El pedido inicial de varios congresistas estadounidenses para que se juzgue a Dzhokhar Tsarnaev como un “combatiente enemigo” ilustra este punto. No importa que Tsarnaev sea ciudadano estadounidense naturalizado que, por eso mismo, no puede ser juzgado por un tribunal militar, o que haya sido capturado en suelo norteamericano y no en un campo de batalla.
En favor del presidente Barack Obama, Tsarnaev será juzgado en una corte civil. Pero ello no modifica la tendencia de los estadounidenses a generalizar despectivamente a países y a pueblos. Efectivamente, tan rápida fue la denigración hacia los chechenos que el embajador checo ante los Estados Unidos se vio compelido a realizar una declaración con el objetivo de prevenir cualquier confusión entre los estadounidenses respecto de la participación de su país en el atentado, dado lo parecido de los nombres.
Respecto, también, de Rusia las consecuencias pueden ser perniciosas. El atentado realizado por los Tsarnaev parece justificar superficialmente la política nacionalista de Putin hacia el Norte del Cáucaso y le da crédito a su argumento de que las dos guerras que Rusia llevó adelante para evitar la independencia de Chechenia –una entre 1994 y 1996, la otra en 1999– fueron peleadas en nombre de la seguridad nacional. En este sentido, el atentado en Boston ha sido un regalo político para él.
Sin embargo, lo único que parece claro respecto de este asunto mortal es que jóvenes completamente alienados de cualquier religión o grupo étnico pueden súbitamente rebelarse violentamente. El rechazo renuente de Dzhokhar Tsarnaev a la vida materialista estadounidense –posteriormente al atentado continuó twitteando, asistiendo a las fiestas del campus y concurriendo al gimnasio– quizás se haya consolidado a partir del aparente resentimiento de su hermano mayor hacia las brutales políticas de Putin en el Norte del Cáucaso.
En ese caso, sin embargo, el atentado de Boston presenta una paradoja mayor. Mientras los hermanos Tsarnaev pueden haber intentado objetar la supuesta vanidad de un Estado laico, hay otro sentido en el que pueden estar en lo correcto: en que Rusia y los Estados Unidos no son tan diferentes el uno del otro. Al igual que Rusia ha debido lidiar con una creciente ola de fundamentalismo que sus propias políticas ha desencadenado, la condena sumaria hacia los musulmanes en los Estados Unidos podría conducir a una mayor alienación y a una venganza proveniente desde su propio seno.
Después de todo, los atentados al sistema del metro de Madrid en el 2004 y al sistema de transporte público en Londres en el 2005, no fueron perpetrados por inmigrantes saudíes o talibanes sino por jóvenes nacidos y criados en España y en el Reino Unido. Durante años, los Estados Unidos fueron vistos como una excepción. Un país en el que los jóvenes, sea cual fuese su pasado, se sentían realmente en su casa. El atentado durante la maratón de Boston, al igual que muchos otros actos de violencia masiva en los Estados Unidos, debería servir para deshacer esa visión de una vez para siempre.
(*) Profesora en el Programa de Graduados de Asuntos Internacionales en la New School de New York y académica senior en el World Policy Institute donde dirige el Projecto Rusia. Anteriormente dictó clases en la Columbia University’s School of International and Public Affairs y es autora del libro “Imaginando a Nabokov: Rusia entre el Arte y la Política”.
FUENTE: Project Syndicate