Barack Obama conmovió a toda la nación con su discurso en memoria de las víctimas de la masacre de Tucson. Sin recurrir al revanchismo o al oportunismo político, el presidente de los Estados Unidos tomó distancia del tono predominante en el debate político y se reposicionó positivamente ante la opinión pública desempolvando su olvidado carisma
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No era fácil para ninguna persona en la posición de Barack Obama afrontar la tragedia de la masacre de Arizona. Cualquier movimiento en falso, cualquier gesto que hiciese pensar que trataba de sacar partido de la sangre derramada en Tucson se volvería en su contra con efectos letales. En las primeras jornadas luego de transcurridos los hechos decidió guardar silencio. A punto tal que decidió suspender un acto en Nueva York para seguir de cerca la evolución de la información.
Y ese silencio inicial, probablemente, haya sido más eficaz que cualquier discurso. No obstante, el hombre que sabe tanto de los simbolismos como de las palabras, decidió ponerlos en juego como forma de iniciar un camino de reconciliación con una sociedad de la que se había alejado durante los pasados dos años.
Fue a las 11.00 en punto del día lunes 10 de enero. Dos días después de la tragedia. Obama acompañado de su mujer, Michelle, apareció en la puerta del Rose Garden en la Casa Blanca. Las banderas ondeaban a media asta en homenaje a las víctimas. Un marine con uniforme de gala hizo tres toques de campana y el presidente bajó la cabeza en señal de respeto y meditación. Unos 300 colaboradores que lo acompañaban imitaron el gesto. "Durante un rato sólo se escuchó el soplido del viento", describió el instante un emocionado periodista con más de 20 años como corresponsal en la Casa Blanca.
El ritual se repitió casi idénticamente en el Capitolio, en cuyas escalinatas se concentraron congresistas y empleados, muchos con lágrimas en los ojos y, seguramente, con la mente puesta en el recuerdo de Gabrielle Giffords, en cuya oficina se amontonan flores y mensajes de cariño.
Un país shockeado, que no veía actos de violencia política contra sus dirigentes desde los tiempos del intento de asesinato contra Ronald Reagan en 1981, se conmovió con el gesto. Dos días después, en la ciudad de Tucson en Arizona, Obama asistió a un servicio conmemorativo en homenaje a las víctimas. Allí pronunció uno de los discursos más emotivos que se tenga memoria. Hay que remontarse a los días de la campaña del 2008 para encontrar en Obama un episodio de similar impacto, tanto emotivo como político.
Ayer hablábamos sobre cómo la retórica irresponsable de la ex gobernadora Sarah Palin, ha contribuido a generar un estado de confrontación violenta en el debate político que sólo ha servido para fomentar el odio y la intolerancia. Obama, en cambio, optó por el camino contrario. Sin poder evitar la emoción durante varios pasajes de su discurso de 35 minutos dijo en términos sencillos, "cuando una tragedia como esta nos golpea es parte de nuestra naturaleza buscar explicaciones, tratar de poner un poco de orden en el caos, de darle sentido a algo que parece no tenerlo. Hoy estamos viendo el inicio de una discusión nacional sobre muchos temas vinculados a estos sucesos. Sin embargo, en tiempos en que nuestros discursos se han vuelto tan ásperamente polarizados hasta el punto en que estamos dispuestos a culpar de todos los males del mundo a quienes piensan diferente a nosotros, es importante que nos tomemos un momento y nos aseguremos que estamos hablándonos unos a otros en términos que sirvan para sanar y no para herir aún más."
Interrumpido una y otra vez por la multitud, Obama dedicó especial atención a un cálido e íntimo recuerdo de cada una de las personas fallecidas en el ataque. Desde el juez federal John Roll, que trabajó durante cuarenta años en el sistema judicial; pasando por George Morris y Dorwan Stoddard que perdieron la vida al interponerse como escudos entre sus esposas y los disparos; por Phyllis Schneck, una republicana que votó por Giffords y que tenía intenciones de conocerla más a fondo; por Gabe Zimmerman, un asesor de la legisladora muy apreciado en la comunidad; hasta llegar a Christina Taylor Green, la nena de 9 años con un interés en la política inusual para su corta edad, que disponía parte de sus días a realizar tareas comunitarias en su iglesia y que como burla trágica del destino, había nacido nada menos que el 11 de Septiembre de 2001.
En ellos, decía Obama, "reconocemos nuestra propia mortalidad y nos recuerdan que en el tiempo fugaz que tenemos sobre este mundo, lo que importa no es la riqueza, o el status, el poder o la fama. Lo que importa es cuánto amor hemos brindado y qué pequeño rol hemos cumplido en mejorar la vida de los demás". Y remató su discurso afirmando "creo que podemos ser mejores. Aquellos que han muerto aquí, aquellos que han salvado vidas aquí me permiten hacerlo. Creo que con todas nuestras imperfecciones, tenemos la suficiente decencia y bondad para demostrar que las fuerzas que nos dividen no son más fuertes que aquellas que nos unen".
Las repercusiones de las palabras del presidente fueron inmediatas. Al día siguiente, el Pew Research Center, uno de los centros de estudio de opinión pública más respetados del país, difundió una encuesta donde se muestra que el nivel de popularidad del presidente trepó un 5 por ciento desde que ocurrieron los acontecimientos en Arizona. Al mismo tiempo, los niveles de popularidad de la dirigencia republicana en el Congreso experimentó un retroceso de dos puntos. Desde ya, esto no implica que en la Casa Blanca comiencen a descorchar botellas de champagne ni nada por el estilo. Lo que sí es cierto, es que la percepción que lentamente comienza a diseminarse es que Obama parece haberse reencontrado con su mística y con su carisma. Y eso será bueno en tanto y en cuanto pueda transformarlo en capacidad de acción política concreta.
Como nota final, entre las personas que colmaron el auditorio de la Universidad de Arizona para el servicio conmemorativo se encontraban las personas que pudieron detener al autor de los disparos que terminaron con la vida de las 6 personas. También estaba presente Mike Kelly, el esposo de la congresista Gabrielle Giffords, el objetivo principal del agresor. A ambos lados de Mike Kelly se podía observar a la primera dama, Michelle Obama y a la gobernadora de Arizona Jan Brewer.
Jan Brewer fue la promotora de la ley inmigratoria más racista y discriminatoria de todos los Estados Unidos. El grado de aversión en contra de los extranjeros que esta ley pone de manifiesto es, en gran parte, el emergente de una parte de la sociedad a la que representa. Sin embargo, situaciones como las que se vivieron en Tucson ponen blanco sobre negro la contradicciones más flagrantes y sacan a relucir las ironías más amargas.
Todos los médicos que la atendieron coinciden en que Gabrielle Giffords está viva de milagro. Pero ese milagro tiene un responsable. Se trata de un simple pasante que trabaja para la legisladora y que en medio de caos provocado por el ataque, corrió hacia su jefa y le brindó una asistencia de emergencia que le evitó un edema cerebral lo cual le salvó la vida. Ese pasante se llama Daniel Hernández y es un inmigrante mexicano.
(*) Licenciado en Relaciones Internacionales. Analista Internacional de la Fundación para la Integración Federal
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