Mientras Europa se debate en una crisis sin salida y Estados Unidos vive inmerso en el dilema de cómo afrontar sus niveles de endeudamiento, el economista ganador del premio Nobel va un poco más allá, poniendo el acento en la necesidad de abandonar un paradigma económico fracasado
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Hace tan sólo unos años atrás, una poderosa ideología –la creencia en los mercados libres y sin restricciones– llevó al mundo al borde de la ruina. Incluso en sus días de apogeo, desde principios de los años ochenta hasta el año 2007, el capitalismo desregulado al estilo estadounidense trajo mayor bienestar material sólo para los más ricos, en el país más rico del mundo. De hecho, a lo largo de los 30 años de predominio de esta ideología, la mayoría de los estadounidenses vieron que sus ingresos declinaban o se estancaban año tras año.
Es más, el crecimiento de la producción en los Estados Unidos no fue económicamente sostenible. Con tanto del ingreso nacional de los EE.UU. concentrado en tan poca manoss, el crecimiento sólo podía continuar a través del consumo financiado por una creciente acumulación de la deuda.
Yo estaba entre aquellos que esperaban que, de alguna manera, la crisis financiera pudiera enseñar a los estadounidenses (y a otros) una lección acerca de la necesidad de mayor igualdad, una regulación más fuerte y mejor equilibrio entre el mercado y el gobierno. Desgraciadamente, ese no ha sido el caso. Al contrario, un resurgimiento de la economía de la derecha, impulsado, como siempre, por ideología e intereses especiales, una vez más amenaza a la economía mundial –o al menos a las economías europea y norteamericana, donde estas ideas continúan floreciendo–.
En los EE.UU., este resurgimiento de la derecha, cuyos partidarios, evidentemente, pretenden derogar las leyes básicas de las matemáticas y la economía, amenaza con obligar a una moratoria de la deuda nacional. Si el Congreso ordena gastos que superan a los ingresos, habrá un déficit, y ese déficit debe ser financiado. En vez de equilibrar cuidadosamente los beneficios de cada programa de gasto público con los costos de aumentar los impuestos para financiar dichos beneficios, la derecha busca utilizar un pesado martillo –no permitir que la deuda nacional se incremente, lo que fuerza a los gastos a limitarse al nivel de recaudación impositiva–.
Esto deja abierto el interrogante sobre qué gastos tienen prioridad –y si los gastos para pagar intereses sobre la deuda nacional no la obtienen, una moratoria es inevitable–. Además, recortar los gastos ahora, en medio de una crisis en curso provocada por la ideología de libre mercado, simple e inevitablemente sólo prolongará la recesión.
Hace una década, en medio de un auge económico, los EE.UU. ostentaban un superávit tan grande que amenazó con eliminar la deuda nacional. Incosteables reducciones de impuestos y guerras, una recesión importante y crecientes costos de atención de salud –impulsados en parte por el compromiso del gobierno de George W. Bush de otorgar a las compañías farmacéuticas rienda suelta en la fijación de precios, incluso con dinero del gobierno en juego– rápidamente transformaron el enorme superávit en déficits que llegaron a niveles récord para tiempos de paz.
Los remedios para el déficit público surgen inmediatamente de este diagnóstico: se debe poner a los Estados Unidos a trabajar mediante el estímulo de la economía; se debe poner fin a las guerras sin sentido; controlar los costos militares y de drogas; y aumentar impuestos, al menos a los más ricos. Pero, la derecha no quiere saber nada de esto y, en su lugar, está presionando para obtener aún más reducciones de impuestos para las corporaciones y los ricos, junto con los recortes de gastos en inversiones y protección social que ponen el futuro de la economía de los EE.UU. en peligro y que destruyen lo que queda del contrato social. Mientras tanto, el sector financiero ha estado presionando fuertemente para liberarse de las regulaciones, de modo que pueda volver a proceder de forma desastrosa y despreocupada.
Pero las cosas no están mucho mejor en Europa. Mientras Grecia y otros países enfrentan serias crisis, la medicina en boga consiste simplemente en implementar paquetes de austeridad y privatización que ya se han probado como inútiles, los cuales dejarán a los países que los adoptan más pobres y vulnerables. Esta medicina fracasó en el Este de Asia, América Latina, y en otros lugares, y fracasará también en Europa. De hecho, ya ha fracasado en Irlanda, Letonia y Grecia.
Hay una alternativa: una estrategia de crecimiento económico apoyada por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional. El crecimiento restauraría la confianza en que Grecia pueda afrontar sus deudas, haciendo que las tasas de interés bajen y dejando más espacio fiscal para que aumenten las inversiones que propicien el crecimiento. El crecimiento por sí mismo aumentará la recaudación impositiva y reducirá la necesidad de gastos sociales, como ser las prestaciones de desempleo. Además, la confianza que esto engendra conduce a un mayor crecimiento.
Lamentablemente, los mercados financieros y los economistas de derecha han entendido el problema exactamente al revés: ellos creen que la austeridad produce confianza y que la confianza produce crecimiento. Pero la austeridad socava el crecimiento, empeorando la situación fiscal del gobierno, o al menos produciendo menos mejoras que las prometidas por los promotores de la austeridad. En ambos casos, se socava la confianza y una espiral descendente se pone en marcha.
¿Realmente necesitamos otro experimento costoso con ideas que han fracasado repetidamente? No deberíamos, y sin embargo, parece cada vez más que vamos a tener que soportar otro. Un fracaso en Europa o en Estados Unidos para volver al crecimiento sólido sería malo para la economía mundial. Un fracaso en ambos sería desastroso –incluso si los principales países emergentes hubieran logrado un crecimiento auto-sostenible–. Lamentablemente, a menos que prevalezcan las mentes sabias, este es el camino al cual el mundo se dirige.
Profesor de la Universidad de Columbia, Premio Nobel de Economía y autor de Freefall: Free Markets and the Sinking of the Global Economy.
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