Jueves, 04 Septiembre 2014 16:02

La Amenaza de un Imperialismo Teutón

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La crisis europea pone al descubierto divisiones internas que hacen tambalear el proyecto común. El cuestionado rol hegemónico de Alemania, que impone severas medidas de austeridad y disciplina fiscal, provoca en los otros países de la Unión fuertes desequilibrios y despierta desconfianzas y temores respecto a las ambiciones de la mayor economía de la región.

Al ver los nombres de algunos galardonados con el Premio Nobel de la Paz –Menahem Begin, Henry Kissinger y Barack Obama–, uno recuerda las palabras del novelista Gabriel García Márquez, para quien el nombre correcto de esta recompensa sería “Premio Nobel de la Guerra”. El laureado en 2012 muestra un perfil un poco menos belicoso, pero igualmente propicio para la sátira. Dichosa Unión Europea, gratificada con lo que podría llamarse el “Premio Nobel al Narcisismo”. Se puede contar con Oslo para superarse. Era de esperar que en 2013 el Comité del Nobel hiciera lo conveniente: otorgarse el premio a sí mismo.

No sólo Habermas abrazó el Tratado, sino que se convirtió en su vocero. Descubrió ahora que el Tratado es nada menos que la carta de un progreso sin precedentes en la marcha hacia la libertad humana, que fortalece los cimientos de una soberanía europea que reside a la vez en los ciudadanos y en los pueblos (y no en los Estados) de la Unión, que es una matriz luminosa de donde surgirá el Parlamento del mundo futuro

Sin embargo, el honor otorgado a Bruselas y Estrasburgo –que se lo disputaban– es ciertamente oportuno. Durante los primeros años del siglo XXI, las vanidades europeas fueron in crescendo. Se hacían manifiestas en la afirmación de que la Unión ofrecía a la humanidad el “parangón” universal del desarrollo social y político, según la expresión lanzada por el historiador británico Tony Judt y retomada por otros tantos pilares de la sabiduría europea. Desde 2009, los desgarros en la eurozona desmintieron cruelmente estos desbordes de autosatisfacción. Pero éstos, ¿han desaparecido? Resulta prematuro pensarlo, si uno se atiene a un ejemplo notable: el reciente libro del filósofo alemán Jürgen Habermas sobre la Unión Europea, continuación de su Ach, Europa (2008). El núcleo de esta obra, un artículo titulado “La crisis de la Unión Europea a la luz de una constitucionalización del derecho internacional”, ilustra de la mejor manera posible lo que es la introversión intelectual. Sus cerca de sesenta páginas contienen un centenar de referencias, tres cuartas partes de las cuales remiten a autores alemanes; entre éstos, el propio autor y tres de sus socios –a los que agradece su ayuda– superan la mitad.

Las citas restantes aluden exclusivamente a autores anglo-estadounidenses; a la cabeza (una de cada tres menciones), su admirador británico, el politólogo David Held, que se destacó en el caso Gadafi. No se admite ninguna otra cultura europea en esta ingenua exhibición de provincianismo.

El tema del artículo es aun más chocante. En 2008, Habermas había criticado duramente el Tratado de Lisboa por no aportar ningún remedio al déficit democrático de la Unión y por no ofrecer ningún horizonte moral y político. Su adopción, escribía, sólo podía “ahondar el abismo que separa a las elites políticas de los ciudadanos”, sin ofrecer a Europa orientación positiva alguna. Lo que hacía falta, al contrario, era un referéndum a escala europea que proveyera a la Unión una armonización social y fiscal, medios militares y, sobre todo, una presidencia elegida por voto directo, que, por sí sola, salvaría al continente de un futuro “dictado por la ortodoxia neoliberal”. Al notar hasta qué punto este entusiasmo de Habermas en favor de una expresión democrática de la voluntad popular (que nunca había siquiera mínimamente expresado en su propio país) contrastaba con sus posiciones tradicionales, consideré que una vez ratificado el Tratado de Lisboa terminaría sin dudas adhiriendo al mismo discretamente.

NARCISISMO EXACERBADO

Esta previsión se vio superada por la realidad. No sólo Habermas abrazó el Tratado, sino que se convirtió en su vocero. Descubrió ahora que, lejos de ahondar un abismo entre las elites y los pueblos, el Tratado es nada menos que la carta de un progreso sin precedentes en la marcha hacia la libertad humana, que fortalece los cimientos de una soberanía europea que reside a la vez en los ciudadanos y en los pueblos (y no en los Estados) de la Unión, que es una matriz luminosa de donde surgirá el Parlamento del mundo futuro. La Europa de Lisboa, al conducir un “proceso de civilización” que pacifica las relaciones entre Estados, al limitar el uso de la fuerza a la represión de aquellos que violan los derechos humanos, abre el camino que conduce de nuestra actual “comunidad internacional” –indispensable, aunque aún imperfecta– a la “comunidad cosmopolita” de mañana, una especie de Unión ampliada que abarcaría hasta la última alma del planeta.

Con estos impulsos extasiados, el narcisismo de las décadas pasadas, lejos de debilitarse, alcanzó un nuevo paroxismo. Que el Tratado de Lisboa se refiera a los Estados de Europa y no a los pueblos; que haya sido adoptado para eludir la voluntad popular expresada en tres referéndums; que consagre una estructura que no tiene la confianza de aquellos que están sometidos a ella, y que, lejos de ser un santuario de los derechos humanos, la Unión que codifica esté involucrada en actos de tortura y de ocupación, sin que sus representantes más ilustres digan una sola palabra: todo ello desaparece en una autocelebración satisfecha.

Ningún espíritu individual equivale jamás a una mentalidad colectiva. Actualmente laureado con tantos premios europeos como medallas tenía un mariscal brejneviano, Habermas es sin duda en parte víctima de su propia eminencia: encerrado, al igual que el filósofo estadounidense John Rawls antes que él, en un universo mental colmado casi exclusivamente de admiradores y discípulos, es cada vez menos capaz de dialogar con posiciones que se alejan de las suyas en más de algunos milímetros. A menudo saludado como el sucesor contemporáneo de Immanuel Kant, corre el riesgo de convertirse en un moderno Gottfried Wilhelm Leibniz, construyendo a golpes de eufemismos imperturbables una teodicea en la cual los perjuicios de la desregulación financiera convergen en los beneficios del despertar del cosmopolitismo, y en la que Occidente abre el camino de la democracia y de los derechos humanos hacia el último edén de una legitimidad universal.

En Europa, se puso en marcha otra lógica con la reunificación de Alemania y el proyecto de unión monetaria de Maastricht, y luego el Pacto de Estabilidad, ambos tallados según las exigencias alemanas. La moneda común sería puesta bajo la tutela de un banco central de concepción hayekiana, que no tendría que rendir cuentas ni a los electores ni a los gobiernos, sino que apuntaría al único objetivo de la estabilidad de los precios.

En este punto, Habermas representa un caso particular, tanto por su distinción como por la corrupción que lo afectó. Pero la propensión a convertir a Europa en el objetivo del mundo, sin saber demasiado sobre la vida cultural y política que allí se produce, no desapareció; y no son las tribulaciones de la moneda única las que lograrán hacerla tambalear.

Resulta inútil insistir sobre la confusión en que la crisis del euro precipitó a la Unión. Europa está presa de la recesión más severa y más larga jamás sufrida desde la Segunda Guerra Mundial. Para entender sus causas, es necesario tomar conciencia de la dinámica subyacente que está en marcha en la crisis del euro. Para decir las cosas sencillamente: la crisis es producto del encuentro de dos fatalidades, independientes una de la otra. La primera es la implosión generalizada del capital ficticio con el que los mercados funcionaron a través del mundo durante el largo ciclo de financiarización iniciado en los años 80, a medida que las ganancias de la economía real se contraían bajo el efecto de la competencia internacional y que las tasas de crecimiento se reducían de una década a otra.

Los mecanismos de esta desaceleración, internos al propio capitalismo, fueron magistralmente descriptos por Robert Brenner en su imponente historia del capitalismo desde 1945. Por su parte, sus efectos en el crecimiento exponencial de las deudas privadas y públicas, apuntalando no sólo las tasas de ganancia, sino también la viabilidad electoral, fueron recientemente analizados por Wolfgang Streeck. La economía estadounidense ilustra esta trayectoria con una claridad paradigmática. Pero su lógica vale para el sistema en su conjunto.

En Europa, sin embargo, se puso en marcha otra lógica con la reunificación de Alemania y el proyecto de unión monetaria de Maastricht, y luego el Pacto de Estabilidad, ambos tallados según las exigencias alemanas. La moneda común sería puesta bajo la tutela de un banco central de concepción hayekiana, que no tendría que rendir cuentas ni a los electores ni a los gobiernos, sino que apuntaría al único objetivo de la estabilidad de los precios. Dominando la nueva zona monetaria, estaría la economía alemana, hoy ampliada a los países del Este, con, justo en sus fronteras, un enorme yacimiento de mano de obra barata. Los costos de la reunificación fueron elevados y empujaron a la baja el crecimiento de Alemania. Para compensar esto, el capitalismo alemán puso en marcha una política de represión salarial sin precedentes, que los sindicatos alemanes debieron aceptar bajo la amenaza de una creciente deslocalización hacia Polonia, Eslovaquia o más allá.

ALEMANIA IMPONE AUSTERIDAD

Para Europa del Sur, las consecuencias económicas eran totalmente previsibles. Por una parte, con el aumento de la producción manufacturera y la baja relativa del costo del trabajo, las industrias exportadoras alemanas se volvieron más competitivas que nunca, apoderándose de una porción creciente de los mercados de la eurozona. Por otra, en su periferia, la pérdida correspondiente de competitividad de las economías locales se vio anestesiada por una afluencia de capitales baratos con tasas de interés fijadas de forma virtualmente uniforme en toda la unión monetaria, conforme a reglas impuestas por Alemania.

Cuando la crisis general de sobrefinanciarización nacida en Estados Unidos golpeó a Europa, la credibilidad de esta deuda periférica se desmoronó, haciendo temer una reacción en cadena de Estados en bancarrota. Pero mientras en Estados Unidos planes masivos de salvataje públicos podían conjurar la quiebra de bancos, de compañías de seguros y de firmas insolventes, y la emisión de moneda por parte de la Reserva Federal podía frenar la contracción de la demanda, dos obstáculos hacían imposible la puesta en marcha en la eurozona de una solución provisoria similar. No sólo los estatutos del Banco Central Europeo (BCE), consagrados en el Tratado de Maastricht, le prohibían formalmente recomprar la deuda de los países miembros, sino que además no había una Schicksalsgemeinschaft –esa “comunidad de destinos” de la nación weberiana – que uniera a gobernantes y gobernados en un orden político común, en la cual los primeros pagarían muy caro su total ignorancia de las necesidades existenciales de los segundos. En el simulacro europeo de federalismo, no había lugar para una “unión de transferencia” basada en el modelo estadounidense. Por esa razón, cuando la crisis golpeó, la cohesión de la eurozona no podía provenir del gasto social, sino sólo del diktat político: la implementación por parte de Alemania, al frente de un bloque de pequeños Estados nórdicos, de programas de austeridad draconianos –impensables para sus propios ciudadanos– dirigidos a los países del Sur, ya incapaces de recuperar competitividad mediante una devaluación.

Sometidos a esta presión, los gobiernos de estos “pequeños” países cayeron como moscas. En Irlanda, en Portugal y en España, los regímenes en el poder a comienzos de la crisis fueron barridos en elecciones que instalaron sucesores con tendencia a aumentar la dosis de remedios drásticos. En Italia, la erosión interna y las intervenciones externas se combinaron para reemplazar un gobierno surgido del Parlamento por un gobierno de “técnicos”, sin pasar por elecciones. En Grecia, un régimen impuesto por Berlín, París y Bruselas redujo el país a una condición que recuerda la de Austria en 1922, cuando un alto comisionado fue nombrado en Viena por la Entente –bajo el estandarte de la Sociedad de las Naciones (SDN)–, para administrar a su conveniencia la economía del país. El hombre elegido para ese puesto fue el alcalde de derecha de Rotterdam, Alfred Zimmerman, partidario de reprimir la tentativa holandesa de seguir los pasos de la revolución alemana de noviembre de 1918. En Viena, donde permaneció en funciones hasta 1926, “criticó incansablemente al gobierno, subrayando sus carencias, exigió cada vez más ahorros, cada vez más sacrificios, a todos los sectores de la población”, y, presionando al gobierno para que “estabilice su presupuesto en un nivel considerablemente más bajo”, afirmó “que el control se mantendría hasta que se alcanzara ese resultado”.

En todos los países en los que fueron aplicadas, las medidas tendientes a restaurar la “confianza” de los mercados financieros en la fiabilidad de los gobiernos locales fueron de la mano de recortes de los gastos sociales, de la desregulación de los mercados y de la privatización de bienes públicos: es decir, el repertorio neoliberal estándar, combinado con una presión fiscal mayor. Para blindarlas, Berlín y París decidieron imponer la exigencia del equilibrio presupuestario en la Constitución de los diecisiete países miembros de la eurozona; una noción durante mucho tiempo rechazada en Estados Unidos como una idea fija de una derecha loca.

UNA NUEVA HEGEMONÍA

Las pociones elaboradas en 2011 no curarán los males de la eurozona. Los spreads de las tasas de interés de las deudas soberanas no volverán a los niveles anteriores a la crisis. Y la deuda que se acumula no es solamente pública, lejos de eso: según algunas estimaciones, los créditos bancarios dudosos alcanzarían los 1,3 billones de euros. Los problemas son más profundos, los remedios más débiles y aquellos que los administran más frágiles de lo que los círculos de dirigentes admiten. Cuando es evidente que el fantasma de las cesaciones de pagos no ha desaparecido en absoluto, los trucos chapuceados por la canciller alemana Angela Merkel y el entonces presidente Nicolas Sarkozy corren el riesgo de no durar.

Francia, cuyo arsenal nuclear y cuyo asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ya no tienen mayor relevancia, debería revisar otro tanto sus pretensiones. Alemania debería tratar a Francia como Otto von Bismarck trataba a Baviera en ese otro sistema federal que fue el II Reich: gratificando al socio inferior con favores simbólicos y consuelos burocráticos.

Su alianza, es cierto, nunca fue equilibrada. “No se descarta que el poder alemán adopte una forma más brutal, que se expresaría a través de los mercados y no desde las altas esferas o el directorio del Banco Central”, escribíamos antes de que estallara la crisis. Alemania, que, más que cualquier otro Estado, fue la mayor responsable de la crisis del euro debido a su política de represión salarial interna y de capitales baratos hacia afuera, fue también el principal arquitecto de los intentos de hacer pagar la factura a los más débiles. En este sentido, ha llegado la hora de una nueva hegemonía. Y con ella, ha llegado puntualmente el primer manifiesto descarado de un vasallaje de Alemania sobre la Unión.

En un artículo publicado en Merkur, la revista de opinión más influyente de la República Federal, el jurista de Constanza Christoph Schönberger explicaba que el tipo de hegemonía que Alemania está destinada a ejercer en Europa nada tiene que ver con el deplorable “eslogan de un discurso antiimperialista a lo Gramsci”. Debe entenderse en el sentido constitucional tranquilizador otorgado por el jurista Heinrich Triepel, es decir la función tutelar que corresponde al Estado más poderoso en el seno de un sistema federal, a semejanza de Prusia en la Alemania de los siglos XIX-XX.

La Unión Europea equivale precisamente a este modelo: un consorcio esencialmente intergubernamental reunido en un Consejo Europeo cuyas deliberaciones son forzosamente “insonorizadas” y del que sólo la ciencia ficción podría imaginar que se convertiría un día en la “flor azul de la democracia, liberada de todo residuo institucional terrenal”. Pero en la medida en que los Estados representados en el Consejo Europeo son extremadamente desiguales en tamaño y en peso, sería irrealista creer que podrían coordinarse en pie de igualdad. Para funcionar, la Unión necesita que el país más importante en población e ingresos asegure la cohesión y dirección del grupo. Europa necesita la hegemonía alemana, y los alemanes deben dejar de mostrarse tímidos en su ejercicio. Francia, cuyo arsenal nuclear y cuyo asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ya no tienen mayor relevancia, debería revisar otro tanto sus pretensiones. Alemania debería tratar a Francia como Otto von Bismarck trataba a Baviera en ese otro sistema federal que fue el II Reich: gratificando al socio inferior con favores simbólicos y consuelos burocráticos.

¿Aceptará Francia tan fácilmente verse rebajada al estatuto de Baviera en el seno del II Reich? Queda por verse. La opinión de Bismarck sobre los bávaros es muy conocida: “A mitad de camino entre un austríaco y un ser humano”. Bajo la presidencia de Sarkozy, la analogía quizás no hubiera parecido insólita, teniendo en cuenta que París se apegaba a las prioridades de Berlín. Pero hoy, tal vez convenga mejor otra comparación, más contemporánea. La ansiedad que muestra la clase política francesa por permanecer siempre asociada a los proyectos alemanes en la Unión, recuerda cada vez más otra “relación especial”: la de los británicos que se aferran desesperadamente a su papel de ayudante de campo de Estados Unidos.

Cabe preguntarse cuánto tiempo más podrá perdurar la subordinación francesa sin el menor esbozo de protesta. Las fanfarronadas de Volker Kauder, secretario general de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) de Alemania, afirmando que “hoy Europa habla en alemán”, están más dirigidas a provocar resentimiento que docilidad. Sin embargo, desde hace muchos años, debido particularmente a las notables distorsiones del sistema electoral francés, ningún país produjo una clase política tan escrupulosamente conformista en sus perspectivas como Francia. Esperar una mayor independencia económica o estratégica de François Hollande, sería la victoria de la esperanza sobre la experiencia. Por la misma razón, no hay otro país donde el abismo entre la opinión popular y las exhortaciones oficiales siga siendo tan profundo.

Hollande llegó al poder a la manera de Mariano Rajoy en España, sin fervor alguno de sus electores, como la única opción disponible; podría verse también rápidamente debilitado, una vez establecido el ajuste. En el seno del sistema neoliberal europeo, del que se convirtió en el intendente francés, sólo Grecia vivió hasta el momento turbulencias populares de envergadura, aunque España sufre temblores premonitorios. En otras partes, las elites todavía no escucharon a las masas. Es cierto que no existen garantías de que incluso los sufrimientos más duros hagan estallar la reacción de los pueblos antes que paralizarlos, tal como demostró la pasividad de los rusos bajo el catastrófico gobierno de Boris Yeltsin. Pero los pueblos de la Unión no están tan desmoralizados y, por poco que sus condiciones de vida continúen deteriorándose, su paciencia podría ser más limitada. En el trasfondo de todos los escenarios, hay una realidad sombría: aun cuando la crisis del euro pudiera ser resuelta sin que sufran los más débiles –hipótesis muy poco probable–, la contracción subyacente del crecimiento continuaría.

 

(*) Historiador. Autor del ensayo El Nuevo Viejo Mundo, Akal, Madrid, 2012.

 

FUENTE: El Diplo

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