El premio Nobel de economía reflexiona sobre la profundización de la crisis del euro y sobre la obstinación de los gobiernos de la Unión en no tomar las medidas adecuadas para paliar la espiral de las deudas y evitar los defaults en cadena
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Si no fuese tan trágica, la actual crisis europea tendría gracia, vista con un sentido del humor negro. Porque a medida que los planes de rescate fracasan estrepitosamente uno tras otro, las Personas Muy Serias de Europa –que son, si ello es posible, aún más pomposas y engreídas que sus homólogas estadounidenses– no dejan de parecer cada vez más ridículas.
Me referiré a la tragedia en un minuto. Primero, hablemos de los batacazos, que últimamente me han hecho tararear aquella vieja canción infantil "Hay un agujero en mi balde".
Para los que no conozcan la canción, trata de un granjero perezoso que se queja del mencionado agujero y a quien su mujer le dice que lo arregle. Pero resulta que cada acción que ella propone, requiere una acción previa y, al final, ella le dice que saque un poco de agua del pozo. "Pero mi balde tiene un agujero, querida Liza, querida Liza".
¿Qué tiene esto que ver con Europa? Bueno, a estas alturas, Grecia, donde se inició la crisis, no es más que un triste asunto secundario. El peligro claro y actual proviene más bien de una especie de pánico bancario respecto a Italia, la tercera economía más grande de la zona euro. Los inversores, temiendo un posible default, están exigiendo tipos de interés altos para la deuda italiana. Y estos tipos de interés elevados, al aumentar la carga del pago de la deuda, hacen que la cesación de pagos sea más probable.
Es un círculo vicioso en el que los temores al default amenazan con convertirse en una profecía autocumplida. Para salvar el euro, hay que contener esta amenaza. ¿Pero cómo? La respuesta tiene que conllevar la creación de un fondo que, en caso necesario, puede prestar a Italia (y a España, que también está bajo amenaza) el dinero suficiente para que no necesite adquirir préstamos a esos tipos elevados. Dicho fondo probablemente no tendría que usarse, puesto que su mera existencia debería poner fin al ciclo del miedo. Pero la posibilidad de que exista un préstamo a gran escala, sin duda por valor de más de un billón de euros, tiene que estar ahí.
Sin embargo, el problema es el siguiente: las diversas propuestas para la creación de dicho fondo siempre requieren, al final, del respaldo de los principales Gobiernos europeos, cuyas promesas a los inversores deben ser creíbles para que el plan funcione. Pero Italia es uno de esos Gobiernos importantes; no puede conseguir un rescate prestándose dinero a sí misma. Y Francia, la segunda economía más grande de la zona euro, se ha mostrado vacilante últimamente, lo que ha hecho surgir el temor de que la creación de un gran fondo de rescate, que en la práctica se sumaría a la deuda francesa, simplemente sirva para añadir a Francia a la lista de países en crisis. Hay un agujero en el balde, querida Liza, querida Liza.
¿Ven a qué me refiero cuando digo que la situación tiene gracia vista con un sentido del humor negro? Lo que hace que la historia sea realmente dolorosa es el hecho de que nada de esto tendría que haber pasado.
Piensen en países como Gran Bretaña, Japón y Estados Unidos, que tienen grandes deudas y déficits pero siguen siendo capaces de adquirir préstamos a intereses bajos. ¿Cuál es su secreto? La respuesta, en gran parte, es que siguen teniendo sus propias monedas y los inversores saben que, en caso de necesidad, podrían financiar sus déficits imprimiendo más moneda. Si el Banco Central Europeo respaldase de un modo similar las deudas europeas, la crisis se suavizaría enormemente.
¿No provocaría eso inflación? Probablemente no: a pesar de lo que Ron Paul y otros como él puedan creer, la emisión de moneda no es inflacionaria en una economía deprimida. Además, lo que Europa necesita de hecho es una inflación general moderadamente más alta: una tasa de inflación general demasiado baja condenaría a los países del sur de Europa a años de deflación demoledora, lo que prácticamente garantizaría un sostenido desempleo elevado y una cadena de cesación de pagos.
Pero esa medida, nos dicen una y otra vez, está fuera de toda discusión. Los estatutos en virtud de los que se creó el Banco Central Europeo supuestamente prohíben este tipo de cosas, aunque uno sospecha que unos abogados inteligentes podrían encontrar el modo de resolverlo. El problema más general, sin embargo, es que el sistema del euro en su conjunto se diseñó para combatir en la última guerra económica. Es una especia de Línea Maginot construida para evitar una repetición de la década de 1970, lo cual es peor que inútil cuando el verdadero peligro es una repetición de la década de 1930.
Y este giro de los acontecimientos es, como he dicho, trágico.
La historia de la Europa de posguerra es profundamente inspiradora. A partir de las ruinas de la guerra, los europeos construyeron un sistema de paz y democracia, y al mismo tiempo, unas sociedades que, aunque imperfectas –¿qué sociedad no lo es?– son posiblemente las más decentes de la historia de la humanidad.
Pero ese logro se ve amenazado porque la élite europea, en su arrogancia, encerró al continente en un sistema monetario que recrea la rigidez del patrón oro y que –como el patrón oro en los años treinta– se ha convertido en una trampa mortal.
A lo mejor los dirigentes europeos dan ahora con un plan de rescate verdaderamente creíble. Eso espero, pero no confío en ello.
La amarga verdad es que cada vez más da la impresión que el sistema del euro está condenado. Y la verdad todavía más amarga es que, dado el modo en que ese sistema se ha estado comportando, a Europa le iría mejor si se hundiese lo antes posible.
(*) Premio Nobel de Economía. Profesor de economía en la Universidad de Princeton
Editorial publicada en el New York Times. Versión original disponible aquí