Lunes, 18 Noviembre 2019 20:08

La Soledad

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Comenzábamos el fin de semana anterior esperanzados. La salida de Luis Inácio “Lula” Da Silva alentaba sentimientos que durante varios años habían quedado adormecidos al calor del retorno del neoliberalismo en la región. Pero en la era de la modernidad líquida nada es para siempre y mucho menos en el realismo mágico en el que se ha convertido la política latinoamericana.

Los hechos acaecidos en Bolivia, con la renuncia a la presidencia de Evo Morales y su posterior salida del país, marcan una situación de excepcionalidad por un doble aspecto: mientras que por un lado podemos afirmar que pocas veces un hecho regional tiene tanto impacto en la política local, por el otro, cuesta encontrar registro histórico de momentos donde la realidad boliviana haya tenido tanto abordaje en nuestra cotidianeidad.

Inicialmente, el sistema político pareció responder en un mismo sentido. De manera rápida pudo conocerse la opinión de propios y extraños que llamaron a las cosas por su nombre: lo que sucedía en Bolivia era un golpe de Estado. Sin medias tintas, sin ambages. Desde lo más granado del Frente de Todos y del radicalismo, desde redes sociales y desde declaraciones mediáticas, la denuncia pareció unívoca, demostrando que, de alguna manera, los casi 36 años ininterrumpidos de vida democrática del país, habían marcado el camino. Pero hubo dos excepciones. Una, la de la izquierda troskista que, desde un espacio absolutamente marginal, puso en la misma vereda a Morales y sus verdugos políticos. Ninguna novedad, por cierto, la escasa inteligencia de cierta izquierda en la Argentina. La otra, y esto sí es grave, fueron los devaneos iniciales que mostró el Poder Ejecutivo en la figura del canciller Jorge Faurie. Las primeras entrevistas -y como no podía ser de otra manera- fueron brindadas a medios “amigos” y pese a los esfuerzos de los operadores periodísticos, el ministro jamás se salió del libreto, relativizando lo que sucedía en el país hermano.

Y lo que eran sospechas fueron certezas con el correr de los acontecimientos de Bolivia y con la inacción del gobierno que conduce Mauricio Macri que, al salir a dar respuestas sobre el asunto, confirmó lo que todos suponíamos: para su administración no es un golpe de Estado a diferencia de lo que sí representa para el conjunto del sistema político argentino. Y aparecieron los primeros eufemismos oficialistas que hablaban de resolver el conflicto político por vías institucionales sin dejar de perder de vista que el primer responsable era Morales por haber intentado su reelección, forzando la interpretación de la Constitución Nacional. Un "restyling" de la teoría de los dos demonios. Algo así como si la violencia de la dictadura de los setenta en la Argentina fuera explicada (y justificada) desde la extrema debilidad política del gobierno de María Estela Martínez de Perón. Hay algo que debería ser determinante: ante ciertos hechos de la vida política de un país, no caben las medias tintas de la misma manera que no existen los medio embarazos. Lo sucedido en Bolivia fue un golpe de Estado, que reversiona formas que creíamos olvidadas, y lo sucedido en días posteriores transforma a ese gobierno auto proclamado en una dictadura.

Y ante esto, también aparece una preocupación doble. La primera es el rol del radicalismo. Esa postura inicial que se representaba en la figura, por ejemplo, de Mario Negri, mutó a mitad de semana, a partir del pedido de la declaración de parte de ambas cámaras legislativas, que a propuesta del Frente de Todos, denunció claramente la existencia de un golpe. Cual acróbata de circo, algunos dirigentes radicales trataron de volver sobre sus pasos con el fin de tener una postura común con el Poder Ejecutivo y plantearon la idea de debilidad institucional. El resultado es claro, aunque del ridículo no se vuelve: en la alianza Cambiemos prevaleció, como a lo largo de estos últimos cuatro años, la mirada de Pro, arrastrando, una vez más al centenario partido fundado por Alem, al rol de mero partenaire. Pregunta para el mediano plazo abriendo paréntesis en el presente análisis: ¿podrá la estructura dirigente del radicalismo replantear los términos de la relación de la alianza? Tal vez más temprano que tarde lo sepamos.

La segunda preocupación es lo que queda para el futuro mediato de una fuerza hoy oficialista que en cuestión de semanas será oposición y que más allá de la consigna tuitera del #YaSeVan, queda la sensación amarga de que ese espacio político que llegó al poder prometiendo más republicanismo liberal y occidental, se retira de la conducción de la administración mirando para otro lado en materia de denuncia de violaciones de acuerdos democráticos y de derechos humanos. Podríamos afirmar -y esto no es un supuesto- que, a partir del 10 de diciembre, en la Argentina existirá una primera minoría opositora, que no ve con malos ojos el fascismo de Jair Bolsonaro, ni la aplicación del "lawfare" (ha sido un sólido impulsor del mismo) y que no denuncia la reaparición en escena de fuerzas militares que imponen condiciones a gobiernos legítimamente electos.

Así las cosas, transcurre noviembre con el dato de que el gobierno de Mauricio Macri ha decidido transitar sus últimas semanas en soledad política, reafirmándose sobre un esquema ya básico de colocar al radicalismo en un segundo plano, sin prestar demasiada atención (de cara a la sociedad) a hechos graves que suceden aquí a la vuelta y hablándole sólo a los propios en encuentros “espontáneos” como los del próximo 7 de diciembre. Como si el 27 de octubre no hubiere existido. Como si de la experiencia no debieran sacarse conclusiones y como si nada importara de aquellos valores que dicen defender.

(*) Analista político de Fundamentar

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