La Real Academia Española es clara. Nos dice que su significado refiere a una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana. La pandemia devenida a partir del corona virus Covid 19, nos ha tentado a imaginar una realidad política y social que algunos quieren suponer como distópica.
Lejos estamos, por capacidad analítica propia y porque aún no se perciben perfiles tan nítidos de qué será del mundo que habitamos una vez concluido este tiempo tan particular del siglo XXI, de dar por terminado y finiquitado el proyecto neoliberal que encontró en el capitalismo financiero internacional su razón de ser y que impera en el mundo globalizado desde hace no menos de 50 años. Sí podemos arriesgarnos a pensar algunos fenómenos particulares que se están dando en nuestro país y a partir de ello, pensar algunas transformaciones que, lejos de ser concluyentes, nos puedan mostrar parte del país que viene.
En este contexto internacional para la Argentina hay un hecho fundante. Todo gobierno trata, legítimamente, de tener un relato, un desarrollo discursivo que le otorgue sentido a su acción política y que pueda transformarse en el hito fundacional. En algunos casos, se trata de una construcción que se realiza por oposición a lo existente. Así, por ejemplo, el macrismo trató de mostrar a la salida del cepo como un elemento definitivo que le garantizaba a los argentinos mayores márgenes de libertad, y simultáneamente, “nos integraba al mundo”. En otros casos, el hecho fundante es producto de la realidad que se interpone más allá de las voluntades gubernamentales, personales y colectivas. El kirchnerismo de 2008 por ejemplo, que venía de un resultado electoral importante a su favor, encontró en pocos meses un severo límite a su construcción política a partir del conflicto con las patronales del campo. No sólo perdió en la “pelea” institucional, sino que se resquebrajó su relación con sectores de la sociedad que lo habían acompañado hasta ese momento. Y a partir de ello, vino lo mejor de su repertorio político: construyó agenda de manera notable y en pocos años a nadie sorprendió que ganara las elecciones de 2011 por casi 40 puntos de diferencia sobre el segundo mejor posicionado.
A la administración que conduce Alberto Fernández le está sucediendo algo parecido. En plena campaña electoral se afirmaba que el gran desafío que enfrentaría quien resultara elegido en los comicios del 27 de octubre, refería al problema de la enorme deuda externa contraída por el gobierno anterior. No casualmente eligió como ministro de economía a un hombre que, pese a su juventud, ha estudiado la cuestión de la deuda profundamente. Pero la realidad, una vez más, superó a las suposiciones políticas: la pandemia del corona virus se ha transformado en el eje central del flamante gobierno.
Inusitadamente, a partir de un estilo político distintivo y de políticas sanitarias fuertes, el ex jefe de gabinete de Néstor Kirchner goza, en pocos meses, de un respaldo popular que resultaba impensado allá por diciembre de 2019.
Lo que ha puesto en discusión el gobierno no es solamente el anticipo o no a una pandemia, sino que, como sucede en buena parte del mundo, qué rol le cabe al Estado en esta coyuntura y -tal vez lo más importante- qué rol jugará en el tiempo que viene.
La crisis sanitaria ha demostrado, y con creces, que el modelo neoliberal de apropiación hace agua por todos lados cuando se trata de enfrentar crisis globales con lógicas individualistas. El dogma neoliberal y la paparruchada libertaria han entrado en crisis. No sólo por sus propias dificultades para resolver lo colectivo, sino porque sus máximos exponentes -Donald Trump, Jair Bolsonaro y demás secuaces- no pueden atender ni siquiera a lo urgente. A la cuestión estructural que refiere a la fortaleza o no de un sistema salud se le suma la idiotez flagrante de “líderes” que consideraron al fenómeno como una gripecita menor, y que apostaron (y apuestan) a seguir la vida como si nada y hoy cuentan los muertos de a miles. Los libertarios y neoliberales argentinos están en problemas: al resurgimiento del Estado como actor indispensable en el reparto de la cosa pública, se suma que las referencias y panaceas sociales que hasta ayer se reivindicaban, hoy entran una profunda crisis. Si a eso se le suma una correcta comunicación gubernamental (no exenta de errores), un aplomado accionar presidencial y el hecho (y la sensación social) de que la crisis se va sobrellevando mejor que en otros países, el saldo termina siendo a favor de la heterodoxia política que representa el gobierno.
Lo peor que puede hacerse en una crisis sin antecedentes y de las cuales se practica sistemáticamente sobre ensayo y error, es ser rígidos sobre la solución de los problemas. Las discusiones típicas de los monetaristas y sus voceros (emisión es igual a inflación, achiquemos el gasto público para socorrer a los verdaderos necesitados, etc), quedan en un muy segundo plano. Para neoliberales y libertarios el tiempo que viene puede resultar una verdadera distopía social. Un verdadero horror del que se debe escapar de cualquier manera y formato.
Ninguna situación de crisis ni de desarrollo real se supera sin un Estado presente. Pero cuidado. Pensar ese Estado del siglo XXI exige nuevos desafíos, nuevos diseños, acorde a este momento histórico, pero también a lo que el coronavirus nos deje como problema... y como enseñanza.