Algunos datos oficiales muestran el altísimo costo humano de la guerra. Hubo más de 200 mil muertos —85% civiles. Deambulan por el país más de cinco millones de desplazados de sus tierras, y hubo 23.161 asesinatos selectivos, 25.007 desapariciones forzadas, 27.023 secuestrados y 1.982 masacres.
Con ese telón de fondo se inició el diálogo —que contó con los buenos oficios de Cuba y Noruega-- entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC. No es la primera vez que s e intenta un acuerdo. A fines de los noventa las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana negociaron en una zona desmilitarizada de Colombia. Entonces se creó un Grupo de Países Amigos (de Latinoamérica y Europa) y las Naciones Unidas tuvieron un alto perfil. Se discutió una agenda de 12 temas con más de 100 puntos que perseguían una transformación ambiciosa.
Pero Washington nunca creyó en ese proceso y cuando pudo lo socavó. Venezuela veía a las FARC como su socio natural en una eventual nueva correlación de fuerzas en los Andes. Europa prometía mucho pero hacía poco; la ONU terminó enredada sin saber cómo salirse de un diálogo inconducente.
AHORA LAS CONDICIONES HAN CAMBIADO.
Primero, negociar fuera del país —en La Habana— evita las presiones y manipulaciones de diverso tipo que sufrió el fallido intento de los noventa.
Segundo, Venezuela ha jugado un papel constructivo: la perpetuación e internacionalización del conflicto colombiano perjudica a Caracas que necesita un vecindario menos hostil para asegurar su propia revolución.
Tercero, Estados Unidos ha contribuido, hasta el momento y con discreción, a una salida negociada. El Pentágono no desea otra hoguera inmanejable que requiera de más asistencia y despliegue, en medio de restricciones presupuestarias en Washington y de objetivos más vitales en Medio Oriente y el Pacífico.
Cuarto, ni la ONU, ni la Unión Europea ni la Unión de Naciones Suramericanas se han involucrado activamente; hoy parecen tener otras prioridades.
Quinto, la negociación cubre 5 temas específicos: una política de desarrollo agrario integral, la participación política de los insurgentes, el fin del conflicto, el asunto de las víctimas y la cuestión de las drogas. Hasta ahora las contra partes han sido muy realistas, evitando posturas principistas o formalistas.
Ambos requieren que el diálogo progrese gradual y efectivamente. Las FARC no le “regalarán” la victoria a Santos mediante un acuerdo inmediato y el presidente sabe que la sola bandera de la paz no le asegura el triunfo.
Ese realismo obedece en parte al equilibrio de fuerzas. En los noventa, la guerrilla estaba en ascenso y exigía un temario maximalista; hoy su debilitamiento le permite al gobierno proponer un acuerdo minimalista. Eso sería satisfactorio para el segmento moderno del establishment colombiano que hoy respalda el proceso sin grandes convicciones. Ese minimalismo encuentra respaldo en una opinión pública fatigada, ambigua y voluble que apoya la negociación pero sin concesiones relevantes para la guerrilla.
Ya se han convenido arreglos generales sobre los dos primeros temas. Eso es alentador aunque los detalles finales —la letra chica del compromiso-- aún no se han consensuado. Para alimentar un clima favorable al proceso, las partes anticiparon la conversación sobre las drogas (donde las coincidencias son mayores) y dejaron los temas más delicados —fin del conflicto y víctimas-- para más adelante; las FARC quieren menos dureza contra los campesinos que viven del cultivo y mayor ayuda para su desarrollo socio-económico legal: una propuesta moderada.
Hoy la mayoría de expertos nacionales e internacionales coincide en que el peso de las FARC sobre el narcotráfico es menor; el país pasó de grandes carteles a pequeños cartelitos, de pocos drug-lords a muchos war-lords asociados con grupos de extrema derecha, y de actores emergentes a sectores consolidados y legitimados regionalmente. En distintos espacios locales sobresale una pax mafiosa en la que se entrecruzan y refuerzan los lazos entre narcos, viejos paramilitares, nuevas bandas criminales, terratenientes y caciques políticos.
A menos que se produzca un hecho mayúsculo (un magnicidio, un suceso bélico de gran escala, una divergencia fuerte al interior de la élite, una fractura en el seno de las FARC, o algo similar) las partes seguirán negociando. Lo harán porque una ruptura sería costosa para ambas. Y porque las elecciones presidenciales de mayo serán una oportunidad.
Santos necesita re-elegirse y contener al ex Presidente Álvaro Uribe y a sectores civiles y militares recalcitrantes que procuran malograr la negociación. Las FARC necesitan probar su credibilidad y garantizar que no haya fisuras en los frentes que la componen. Ambos requieren que el diálogo progrese gradual y efectivamente. Las FARC no le “regalarán” la victoria a Santos mediante un acuerdo inmediato y el presidente sabe que la sola bandera de la paz no le asegura el triunfo.
En la primera vuelta de la elección presidencial de 2010 Santos obtuvo el 47% de los votos con una participación del 49% del electorado; recibió el apoyo del 23% de los ciudadanos habilitados para votar. Todas las encuestas muestran que Santos va adelante, pero el número de indecisos es alto; a lo cual hay que agregar la proverbial abstención. Además, los asuntos pendientes —el fin del conflicto y las víctimas— son bastante intrincados. El último es el más sensible porque siempre está el riesgo de que las contrapartes armadas —la guerrilla y los militares —impidan progresar en ese tema crucial.
En breve, hay mucho más avance que en el pasado. Es factible que el acuerdo final sea acotado. Más aún, es posible que se trate de una paz frágil y modesta. Pero incluso así, ese acuerdo puede abrir un camino inédito para Colombia: la profundización de una democracia real.
(*) Director del Departamento de Ciencias Políticas y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella, en Buenos Aires.
FUENTE: Project Syndicate