¿Es Barack Obama Mucho Más un Realista en Política Exterior de lo que Él Piensa?
Actuar o no actuar. Ese es el dilema que ocupa hoy por hoy una buena parte del debate que desató la intervención de los Estados Unidos en Libia. Una visión sobre el interés nacional y el componente moral en la política exterior
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A finales del verano de 2007, presencié el discurso que Barack Obama pronunció ante una pequeña multitud reunida en el patio trasero de uno de sus seguidores en la ciudad de Salem, New Hampshire. Tenía mucho para decir sobre política exterior. Afirmaba que tanto hacia afuera como en casa necesitamos "una nueva ética de responsabilidad mutua" basada en el reconocimiento de que "estamos atados unos a otros". Por lo tanto se necesita revigorizar a las Naciones Unidas, incrementar la ayuda externa y ponerle fin a la tortura. Más tarde le pregunté si esa ética surge de un cálculo pragmático en oposición a un deber moral. "No deberías simplificarlo tanto", me dijo. Sin embargo, es cierto –continuó– que la seguridad nacional de los Estados Unidos está unida a la seguridad humana alrededor del mundo. Los Estados Fallidos generan problemas trasnacionales como ser flujos masivos de refugiados o epidemias. Y debido a cómo las personas en países pobres o sometidos a abusos se sienten acerca de sus propias vidas, moldean sus actitudes hacia Occidente. Le correspondía a los Estados Unidos hacerse responsable de su sufrimiento. "Lo más difícil", agregó, "será convencer a esa gente que podemos hacer algo al respecto".
Recordé esa conversación cuando escuché el discurso de Obama sobre Libia del 28 de Marzo. Su eje central giró en torno a la idea de que "no forma parte de nuestro interés nacional" permitir que las tropas de Muammar al-Kadafi lleven a cabo una masacre en Benghazi. ¿Qué clase de interés era ese? Después de todo, el Secretario de Defensa, Robert Gates, había dicho apenas un día antes que los Estados Unidos no tenían ningún interés "vital" en Libia. Mientras, algunos críticos de la misión militar ridiculizaban la noción de que el país no debía invertir demasiados recursos en la guerra civil de uno de los países estratégicamente menos significativos de esa región. Demasiadas cosas, después de todo, forman parte del interés nacional de los Estados Unidos. ¿Por qué actuar precisamente allí?
Obama se tuvo que esforzar para explicar por qué fracasar en Libia podría comprometer los intereses norteamericanos: Una masacre en Benghazi "generaría miles de refugiados adicionales cruzando las fronteras de Libia", haciendo peligrar los procesos de transición democrática en sus vecinos Egipto y Túnez; dando valor a otros autócratas de la región para resistir la presión a implementar reformas; y minando la credibilidad del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, quien ha hecho un llamado a la acción. Estas difícilmente sean preocupaciones triviales, pero como lo aseguró el "ultrarrealista" Ted Koppel en el programa "Meet the Press", "700.000 personas han escapado de la violencia en Costa de Marfil donde los Estados Unidos ni piensa en intervenir y, además, la inacción en Libia representaría un ínfimo daño a un Consejo de Seguridad que en su momento simplemente observaba mientras Darfur estaba en llamas".
En lo inmediato, el uso que Obama hizo de las definiciones convencionales de interés nacional no fueron mucho más convincentes que las que hizo en la conversación que mantuvo conmigo, cuatro años atrás. Por lo tanto, quizás los críticos realistas tengan razón: Obama se embarcó en una aventura moral –más aún, en una que podría terminar de forma funesta– bajo el endeble paraguas del interés nacional. Además, es verdad que Obama tiene la visión "liberal" –ahora compartida por los neoconservadores– de que el poder norteamericano debe a veces ser usado para propósitos morales, lo cual significa en beneficio de otros, en vez de perseguir el interés norteamericano. Es por eso que, luego de su afirmación respecto del interés nacional, agregó con una pasión poco usual en él, "Me niego a permitir que eso ocurra". Obama cree –al igual que casi todos los presidentes– que los Estados Unidos tienen un status moral singular que conlleva, también, obligaciones singulares. Algunas naciones pueden ignorar las atrocidades que ocurren en el mundo, declaró. "Los Estados Unidos son diferentes". Los realistas se horrorizaron.
Desde luego que forma parte del interés de cualquier Estado actuar de acuerdo a sus propios principios. Aún George Kennan estaría de acuerdo con eso. Pero Kennan, que no era ningún fan de la democracia, practicaba la diplomacia, y escribía sobre ella, en una era en la que las acciones de gobierno se realizaban a puertas cerradas. El público norteamericano sabía prácticamente nada, por ejemplo, respecto del vasto mundo de las acciones de inteligencia y de la diplomacia en las sombras durante la Guerra Fría. Hoy los defensores de la realpolitik escriben a menudo como si esto continuase siendo así. Como si los Estados Unidos no tuviesen que pagar costos reales por apoyar públicamente a "autócratas amigables". El profundo anti americanismo que existe en América Latina y en el Medio Oriente, donde el gobierno norteamericano apoyó a dictadores durante décadas, son una prueba de lo contrario. De hecho, tal como Obama dijo en aquel patio trasero en Salem, la forma en que se percibe en el mundo el comportamiento de los Estados Unidos afecta enormemente su capacidad de influir sobre el desarrollo de los acontecimientos. Ese es un interés nacional, tanto si quieren llamarlo "vital", como si no.
En efecto, ningún presidente como Obama ha sido especialmente sensible a esta especie de "poder blando". Sus primeros discursos estaban plagados de imágenes de habitantes de otros lugares mirando a los Estados Unidos; esos "rostros desesperados" de personas en países remotos observando un helicóptero estadounidense, sintiendo esperanza, o quizás, odio. Uno de los errores iniciales de Obama fue apostar demasiado a la idea de que el mundo estaba mirándolo –su rostro, su voz, su autobiografía– como la evidencia de la renovación norteamericana. Es por eso que su discurso en El Cairo, en junio de 2009, tuvo tanto de autobiografía y noble sentimiento y tan poco de nuevas propuestas. Ese discurso, tan entusiastamente recibido en casa, e inicialmente en el mundo, hizo muy poco para cambiar la forma en que los Estados Unidos eran percibidos en el Medio Oriente.
Obama aprendió que sólo las acciones positivas podrán cambiar la posición de los Estados Unidos en el mundo. La intervención en Libia fue una de esas acciones. Y ciertamente iniciada para que sea vista de esta forma. La visión política detrás de la decisión fue, al menos, tan irresistible como la cuestión moral. En un escenario donde el poderío militar de Occidente podía prevenir una masacre masiva; y donde –a diferencia de Irak– los vecinos árabes imploraban por la intervención de los Estados Unidos, la decisión de no actuar hubiese sido percibida en Medio Oriente como una afirmación tajante de la indiferencia norteamericana. ¿Este es realmente un cálculo alrededor del interés nacional tan complicado de hacer?
Muchos fueron quienes criticaron a Obama por tener inconsistencia moral: ¿Por qué Libia y no Costa de Marfil o la República Democrática del Congo? Algunos de esos críticos querrían ver mayor intervencionismo, sin embargo otros preferirían ver menos o ninguno. Estoy seguro, por ejemplo, que Koppel no pediría el bombardeo de Abidjan (la ciudad donde se desarrollan los combates más cruentos en Costa de Marfil). En un artículo para la revista Foreign Affairs, Michael Doyle afirmó recientemente que "la masacre de civiles no califica automáticamente" como una amenaza para la paz y la seguridad internacional y, por lo tanto, no debería generar acciones por parte del Consejo de Seguridad. ¿Podrían los Estados Unidos proteger mejor sus intereses adoptando semejante visión? ¿Manteniendo la pólvora seca hasta que se presente un hipotético genocidio de las dimensiones del de Rwanda? La respuesta es obvia y Obama la argumentó apuntando a que el hecho de que los Estados Unidos no siempre puedan actuar para impedir la violencia en masa "no puede ser un argumento para no actuar nunca". En su lugar, sostuvo, los Estados Unidos deberán "medir sus intereses en el marco de la necesidad de acción".
No es un simple cálculo. Obama tal vez habría salvado mayor cantidad de vidas actuando más tempranamente. Aún antes que la Liga Árabe y el Consejo de Seguridad autoricen la intervención. Pero recordando el mundo tras la invasión a Irak, llevada adelante sin el apoyo de la ONU, supo que podría generar enemistades que habrían dado por tierra con la misión con el transcurso del tiempo. Lo mismo se aplica con el hecho de aceptar que el cambio de régimen es el objetivo explícito de la campaña de bombardeo. Hacer eso quebraría la coalición y haría perder el apoyo árabe. Pero, al mismo tiempo, el aceptar limitar la misión a la protección humanitaria ha dejado atrapado a Obama en una contradicción debido a que él mismo le ha dicho a Kadafi que debe irse. Y si el bombardeo es un éxito en proteger la vida de los civiles pero Kadafi permanece en el poder, la misión inevitablemente será vista como un fracaso –además de dañar el prestigio norteamericano–. Los escépticos que han predicho que el conflicto terminará en un acuerdo negociado tienen un buen argumento. Aunque no uno tan sólido como para justificar la inacción.
Necesitamos reexaminar la premisa de que el realismo es realista. A los realistas les gusta pensar que están velando por los intereses de los Estados Unidos, mientras que los progresistas, o como quieran llamar a los que están del otro lado –y créanme que necesitan urgentemente un nombre– tienen una preocupación moral acerca de los valores norteamericanos. Tal vez Eugene McCarthy, quien era una "paloma" durante la guerra de Vietnam y compitió por la presidencia en 1968, sea de esa clase de progresistas. Obama ciertamente no lo es. Es por eso que, aún cuando los Estados Unidos están atacando a Libia, la Casa Blanca ha preservado una cauta neutralidad hacia Bahrain y Yemen, aliados clave que están reprimiendo brutalmente las protestas masivas contra sus gobiernos. Sin embargo, habrá un precio a pagar por esto también. Los ciudadanos árabes ya no son pasivos o resignados. Y comenzarán a juzgar crecientemente a los Estados Unidos, no por temas lejanos aunque emocionalmente importantes tales como Palestina o las políticas antiterroristas, sino por la forma en que la política norteamericana afecta sus propias vidas y proyectos. Un realista implacable y calculador diría que los Estados Unidos bien harían en ponerse del lado correcto de la historia.
(*) Artículo publicado en la revista Foreign Policy. Versión original disponible aquí