Miércoles, 26 Febrero 2014 11:02

Drogas: Lugares Comunes que Oscurecen la Realidad

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Hay una serie de lugares comunes que se repiten, urbi et orbe , al referirse al fenómeno de las drogas. Muchas afirmaciones frecuentes son erradas o no ayudan a comprender la naturaleza y el alcance de dicho asunto.

En breve, existen algunos enfoques que requieren ser sopesados y puestos en entredicho.

En la Argentina, miembros del gobierno y la oposición, figuras próximas o distantes al oficialismo, emiten juicios concluyentes que merecen ser evaluados en detalle. Por un lado, las declaraciones de Berni, Rossi y Capitanich en torno al tipo de participación de la Argentina en el negocio transnacional de las drogas y las manifestaciones de Scioli, Macri, Michetti, De Narvaéz y Massa a favor de políticas de “mano dura” con un rol activo de las fuerzas armadas para frenar ese fenómeno, constituyen ejemplos emblemáticos del recurso a los lugares comunes.

Por ejemplo, es recurrente, en el país y en el exterior, invocar la existencia de fronteras y roles nítidos y categóricos en cuanto a la cuestión de las drogas. Lo más habitual es la identificación y separación de los países en términos de “productores” (cultivo y procesamiento), “de transito” (de transporte y tráfico), “consumidores” (uso y abuso) y “lavadores” (de activos).

Se asume que los tomadores de decisión no diseñan o aplican políticas deliberadamente nocivas. Sin embargo, después de tanto tiempo de implementación de las mismas políticas con los mismos resultados magros y efectos desafortunados, es obligado replantear la cuestión de las consecuencias imprevistas.

Bajo esa racionalidad, Colombia y México producen sustancias psicoactivas ilícitas; República Dominicana y Ecuador son puentes para su envío al exterior; Estados Unidos y Europa son polos de demanda; y las Islas Caimán y Singapur son epicentros de narcodinero. Este tipo de perspectiva opaca el hecho de que Estados Unidos es hoy el principal productor de marihuana en el continente y que Holanda y Bélgica son grandes fabricantes mundiales de éxtasis. Que países de diferente tamaño y localización, en y fuera de América Latina, son rutas cada vez más diversas de un comercio planetario de drogas. Que, en conjunto, las naciones de Sudamérica constituyen el tercer mercado internacional en cuanto al consumo de cocaína. Y que se lava por doquier dinero del narcotráfico, ya sea en países centrales y periféricos como en potencias establecidas y emergentes.

En consecuencia, aquel tipo de división y diferenciación es algo mítica y cándida.

Puede servir para estigmatizar a tal o cual país con el mote de “narcodemocracia” o “narcoestado”, para vilipendiar el “narcoimperialismo moral” de una o varias potencias occidentales o para alimentar disputas políticas entre oficialistas y opositores. Pero en uno u otro caso, muchas elites internas no asumen la responsabilidad que les cabe por el auge del narcotráfico y el crimen organizado aprovecha la confusión y polarización reinantes para insertarse más cómodamente en la sociedad.

Lo fundamental es entender la geopolítica global del lucrativo negocio de los narcóticos, la complejidad y flexibilidad de un emporio ilegal que se expande y consolida, y la capacidad y voluntad de los estados para contener y reducir su impacto. En ese sentido, la clave es comprender qué lugar ocupa la Argentina hoy en la dinámica mundial del fenómeno de las drogas y por qué se llegó a la actual situación.

Esto debiera conducir a la pregunta esencial al abordar este asunto; la pregunta por el cui bono : quién gana más, quién se beneficia más, quién lucra más con el avance del narcotráfico en el país.

Otro lugar común tiene que ver los efectos de la “guerra contra las drogas”. El punto de partida de sus impulsores es que toda política punitiva genera resultados no advertidos ni deseados.

Defensores de la “guerra contra las drogas” aseveran que la aplicación de ciertas medidas conlleva a imponderables, acarrea costos inesperados y produce daños colaterales. Así, se asume que los tomadores de decisión no diseñan o aplican políticas deliberadamente nocivas. Sin embargo, después de tanto tiempo de implementación de las mismas políticas con los mismos resultados magros y efectos desafortunados, es obligado replantear la cuestión de las consecuencias imprevistas.

En realidad, los que adoptan decisiones ya han incorporado en ellas el reconocimiento de derivaciones indeseables y, aún así, insisten en tomarlas. No se trata ya de un asunto de ineficacia o impericia sino de convencimiento político: no existe ninguna conspiración premeditada sino una naturalización de que los daños son inevitables y que alguien -generalmente los más débiles- los tiene que pagar. Ya hay suficiente evidencia de que la erradicación forzada de cultivos, la militarización del combate contra el narcotráfico, la multiplicación de legislación coercitiva en la materia, entre otras, han sido fallidas y onerosas.

No obstante, prevalece la decisión política -sea ésta burocrática, electoral o ideológica- de continuar y profundizar el curso de acción. Para los cruzados antinarcóticos la “guerra contra las drogas” no se puede ni debe detener.

En la Argentina han crecido las voces adictas a desplegar dicha guerra, sin estudiar los efectos que puede generar, sin contemplar las enseñanzas que deja la prevalencia de lógicas punitivas en otras naciones y sin advertir que lo prioritario es tener un diagnóstico realista de la situación del narcotráfico. La perpetuación en el país de estos y otros lugares comunes sólo conducirá al disenso sociopolítico para fijar políticas públicas razonables frente al tema y a facilitar el empoderamiento del crimen organizado.

 

(*) Director del departamento de ciencia política y estudios internacionales de la Universidad Di Tella.

 

FUENTE: Clarín

 

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