La derecha argentina siempre fue conservadora a la vez que se auto percibió republicana. A lo largo de la historia, ese republicanismo siempre hizo gala de una parte del complejo fenómeno: la libertad. Poco ha importado que también hay otra pata en esta mesa, la de la igualdad. Así las cosas, la proclama por Vicentín no hace más que sumar un nuevo capítulo de esta larga zaga.
Desde la consolidación de una idea de nación triunfante en Caseros de 1852 y en paralelo con la implementación del modelo agroexportador, la libertad (económica) fue el eje vertebrador de un orden que se pensó como potencia desde siempre. Pero esos beneficios no eran masivos. Inicialmente, sólo se les garantizaba a las elites y posteriormente, con la llegada del irigoyenismo, algún reconocimiento alcanzaba a las capas medias que surgieron sobre comienzos de siglo y que ese modelo había formateado.
Pero esa libertad declamada, además, lejos estaba de ser plena. Basta recordar la Ley de Residencia de 1904, o la necesidad de sancionar, en 1912, la ley que habilitaba el supuesto voto universal, obligatorio y secreto (recordemos que tuvieron que pasar más de 40 años para que se consagrara el voto femenino). Se ha afirmado hasta el cansancio que esa derecha que se decía liberal, en realidad, garantizaba las libertades del comercio, pero muy poco de las otras: aquellas que tenían que ver con el ejercicio de los derechos civiles y políticos de los hombres y mujeres que habitaban este suelo.
Pero el fenómeno no quedó circunscripto a las primeras décadas del siglo XX, sino que puede trazarse una huella que llega hasta nuestros días. La Revolución Libertadora, fusiladora de ciudadanos que pensaban distinto, se justificó con la idea de reinstalar los valores democráticos y republicanos que, supuestamente, se habían perdido durante la década anterior. La cosa no fue excepcional. Los gobiernos que le siguieron, a la vez que declamaban la plena vigencia de derechos, proscribían al movimiento político que había sido derrocado ilegalmente, allá por 1955. Sabido es que esa prohibición duró nada más y nada menos que dieciocho años.
La propia dictadura instaurada en 1976 (también asesina, pero en otra escala), se auto justificó en nombre de la libertad y en defensa de la propiedad privada. Aunque se nota que los convencimientos no eran tan determinantes, al punto de haber estatizado la deuda privada, allá por comienzos de los 80’.
Sirva el breve recorrido histórico para señalar que el fenómeno no es nuevo. La unidad de Pro y de parte del radicalismo (sí, aquel que fue fundado por hombres como Leandro N. Alem o Hipólito Irigoyen) dio vida a la alianza Cambiemos que llegó al poder en diciembre de 2015 reivindicando los valores republicanos como razón de ser de su futuro gobierno. Su líder, Mauricio Macri, había llegado a ese sitial rompiendo todos los récords en la cantidad de leyes vetadas que había sabido sancionar el poder legislativo porteño y estando procesado por una causa de escuchas a familiares. Pero poco valor tenía eso.
En realidad, la república como concepto político tiene forma y sustancia. La primera de ellas refiere a la continuidad y garantía de ciertos procesos regularmente establecidos en las leyes y en el tiempo que sirven para darle un ordenamiento a la vida social. Esos procedimientos están inspirados esencialmente por esa sustancia que le da sentido y que responde al fondo del asunto. No pueden ser pensados el uno sin el otro.
La derecha vernácula, que se dice moderna, ha tenido la enorme virtud de aglutinarse en virtud de unos pocos ejes centrales que se declaman a los cuatro vientos, a la vez que reivindica los últimos cuatro años de administración macrista que mucho atentó contra esa idea de república. A fuerza de ser sinceros, poco ha aportado a esa idea de sustancia en combinación de libertad e igualdad. Bastan ver los indicadores sociales que le heredó a sus sucesores para entender de qué va la cosa. Más desempleo, más pobreza y más exclusión son datos inexorables de esa gestión.
Pero, supongamos que fuéramos generosos (o socios), y nos quedáramos con la parte formal del asunto, la que refiere a los procedimientos republicanos que marcan la Constitución y las leyes argentinas. Apenas asumido, Mauricio Macri pretendió forzar el ingreso de dos jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación con procedimientos que no están establecidos por la ley; se paró de los dos lados del mostrador en el caso Correo Argentino; anuló leyes de plena vigencia y legitimidad (como la llamada Ley de Medios) con meros decretos presidenciales; en materia de deuda no sometió sus acuerdos con el Fondo Monetario Internacional a la aprobación del Congreso Nacional. Y podríamos seguir, aunque deberíamos dejar en claro que cada lector tendría que decidir cuáles de estos hechos mencionados refieren a formas y cuáles a sustancias.
Ese mismo grupo político que ha salido a plantear la defensa de una empresa severamente sospechada de haber producido graves estafas no sólo al Estado, sino también al conjunto de productores de la región, es conducido por un grupo de hombres y de mujeres que han violado la intimidad de decenas de personajes públicos sin entenderse muy bien por qué. Quienes han denunciado al populismo como al peor de los males de nuestra sociedad, no dudaron en perseguir jueces y periodistas que no pensaban igual y en espiar ilegalmente a propios y extraños, utilizando el apriete como recurso político. Y no se trata de un grupito de alocados encabezados por un presidente de la nación, una ministra de seguridad o los directores de un área de inteligencia. Se trata también de dirigentes, en tanto ciudadanos, que miran para otro lado respecto del problema.
Si una república sólo fuera una mera sucesión de libertades consagradas per se, muy lejos estaríamos de ella a partir de lo vivido en los anteriores cuatro años. Puede discutirse si nos gusta o no la idea de la expropiación, recurso que, recordemos que está garantizado en la mismísima Constitución Nacional. Lo que no puede obviarse es el hecho de tener que defender a un grupo de empresarios severamente sospechados de ser unos vulgares delincuentes de guante blanco que se han servido del Estado y que han tenido nexos demasiado imbricados con esa misma fuerza política que, a la vez que avaló el desfalco, hoy nos cuenta a todos que la defensa de ese accionar es la defensa de la república.
Vaya paradoja. Una vez más, como a lo largo de la historia, la derecha argentina declama por algo que no practica cuando está a cargo del poder político. Como el tero, que pone los huevos en un lugar y grita en otro. Y como en el mundo del revés donde un ladrón es vigilante y otro ladrón es juez.
(*) Analista político de Fundamentar