Difícil semana para el análisis político tradicional. A comienzos de ella, suponíamos que el eje podía estar en la importancia que cobra el Congreso a finales de este 2020, en los dimes y diretes del gobierno y la oposición o en la idea de justicia que subyace en el cobro de un impuesto que graba a las riquezas personales más suculentas del país. Todo ello se esfumó como arena seca en la mano, cuando el día martes recibimos la noticia que las grandes mayorías nunca hubiésemos deseado escuchar.
El mundo pareció detenerse y ya no hubo tiempo para nada más. Como cuando éramos niños (y no tanto) y disfrutábamos de jugar a hacer “sapitos” con una piedra en el agua, el fenómeno Maradona podría pensarse por la manera que, mediante saltitos, nos iba interpelando a cada uno de nosotros mientras seguía su derrotero vital, a la vez que producía ondas que modificaba el estado natural de las cosas. En su muerte no fue la excepción, y como resulta obvio, tuvo impacto en el devenir cotidiano de la política.
Resultaba inocuo abordar cuestiones como la discusión por la Interrupción Voluntaria del Embarazo, la expectativa por la cada vez más cercana posibilidad de una vacunación masiva contra el Covid 19 o la siempre “alejada” cuestión de la reforma en la elección del Procurador General de la Nación. ¿Qué sentido tendría abordar esos “temas de agenda” cuando el conjunto masivo de la sociedad, golpeada por el dolor, mira para otro lado?
Rápido de reflejos, el presidente de la Nación ofreció la Casa Rosada como espacio para la despedida del pueblo a su ídolo. Mal que les pese a varios de los inquilinos del poder político que gobernaron la Argentina hasta el 10 de diciembre de 2019, en la idiosincrasia argenta, muy pocos lugares pueden representar tan acabadamente la idea de un espacio común. La vecindad con la Plaza de Mayo, centro político y social por excelencia en las últimas ocho décadas, completa el resto del cuadro.
Pero hay que decirlo. El gobierno de Alberto Fernández cometió un error. Al aceptar las condiciones de la familia de Maradona, no supo prever lo que estaba muy a la vista: diez horas resultaba muy poco tiempo para despedir al ídolo popular. La Casa de Gobierno no puede quedar sujeta a la voluntad individual de una familia. Representa un espacio estatal y como tal, todo lo que allí suceda no puede quedar expuesto a que, en una instancia de excepcional dolor popular, las condiciones sean puestas por terceros.
A partir de esa decisión inicial se explican los disturbios post mediodía que, más temprano que tarde, salieron a criticar voceros de la oposición, y que derivaron en la represión en la Plaza de Mayo y en la “invasión” de la Casa Rosada. Pero con una clara diferencia: mientras la policía comunal a cargo del Jefe de Gobierno reprimía fiel a su costumbre, al interior del Patio de las Palmeras, se contuvo a los manifestantes con otros métodos, hasta que la situación decantó de manera tranquila. La imagen no fue feliz ni mucho menos, pero una cosa es contener a un grupo de personas que invaden el homenaje al ídolo y otra muy distinta reprimir sin demasiado sentido a unos pocos metros del lugar. Allí radica una diferencia de grado.
Pero además hubo un segundo aspecto que marcó, de manera tangible, la figura de Maradona, que no es nueva y deviene desde que el propio protagonista se animó a cuestionar ciertos poderes, lo cual profundizó a partir de su retiro. El apoyo explícito a las figuras de Hugo Chávez, Evo Morales y Fidel Castro, su identificación con el Che Guevara, su identificación y afinidad ideológica con el peronismo, siempre fungieron como un elemento disruptivo en sectores sociales que rechazaban ese alto perfil del ídolo. Como si para hablar de algunas cuestiones, sólo estarían habilitados los “especialistas”. El “me gusta Maradona futbolista, no el que habla de cosas que lo exceden y para las cuales no se preparó”. Subyace en ese enfoque parte de una forma de ver el mundo que impone que el zapatero debe ocuparse de sus zapatos.
La pregunta que se impone es: ¿Cuáles serían los zapatos de los personajes como Maradona? A veces no alcanza la explicación del mundo y de nuestras vidas con una pelotita y nada más. Si un tal Aristóteles nos enseñó hace, nada más y nada menos, que 2500 años atrás, que el hombre es, ante todo, un animal político, sería legítimo preguntarse porqué a Diego no le alcanzaría esa definición. Antes que deportista era ciudadano y como tal, tenía el mismo derecho que usted y yo, querida lectora, querido lector, a expresar sus ideas, buenas o malas, equivocadas o no.
Si el común de los mortales nos movilizamos cuando creemos que nos cercenan un derecho, opinamos de todo aquello público que nos importa en redes, en mesas de café, en grupo de amigos, no se ve el inconveniente en que un muchacho nacido en una villa de Fiorito también lo haga. Se me dirá su palabra escalaba en otro nivel, a veces desmedido, y yo diré que es cierto. Tanto, como es nuestra responsabilidad de ciudadanos saber comprender y aceptar aquellos mensajes públicos que se emiten desde aquellos protagonistas que, aparentemente, estarían fuera del escenario de la política “grande”.
Incluso después de muerto, Diego siguió teniendo injerencia en algunos hechos sociales. En esa expansión radial, desde su punto y centro hacia el resto, configuró e intervino en ciertas cotidianeidades de la política y de la sociedad.
Como en el juego del sapito y la piedra en el agua, alteraba el orden de las cosas produciendo pequeñas y grandes olas que a cierto poder siempre irritó y que, irremediablemente, pasaba a formar parte de un lago mucho mayor que lo (nos) contenía.
Pero mientras tiene fuerza, la piedra que va a los saltos y produce cambios, en algún momento queda sin resto y se hunde. Si su estructura es sólida, pasarán centenares de años, tal vez miles, hasta que el agua termine de horadarla. Algo parecido puede decirse de Diego Armando Maradona: si el agua del lago es el tiempo, habrá que ver cuánto de su fuerza irrefrenable será necesaria para que nos olvidemos del ídolo, de sus logros, sus alegrías y su dolor.
(*) Analista político de Fundamentar