En un repaso rápido y poco reflexivo podría pensarse que los números y la política caminan por sendas definitivamente enfrentadas. Opuestas. A tal punto que en un caso la referenciaríamos como un elemento constitutivo de las ciencias exactas, mientras que en el otro la incluiríamos en el mundillo de lo social (si se quiere a veces pasible de ser pensada desde la ciencia), más vinculada a situaciones subjetivas que devienen de lo ideológico, lo emocional y alejada de cualquier pretensión de exactitud.
En realidad, si afinamos la mirada en el sentido correcto, notaremos que los números y la política están íntimamente ligados, donde si bien el primero existe por sí mismo independientemente de cualquier otra abstracción que nos desvele, la segunda supone una dependencia intrínseca del primero, ya que toda acción política que se precie busca legitimarse a partir de la posibilidad de contar con los números a favor. Elecciones, encuestas, votaciones legislativas son ejemplos claros de su vinculación. Esta semana que termina, tuvo, otra vez, a los números y a la política perfectamente complementados. Repasemos.
A mitad de semana el país alcanzó el número de 100.000 fallecidos a causa del Covid. Dicho de esa manera, corremos el riesgo de deshumanizar los datos de una crisis sanitaria que para el país no tiene precedentes. Detrás de ese conteo, hay familiares, amigos, compañeros y compañeras de vida que se extrañan en la cotidianeidad de cada día que se inicia. Quiero ser respetuoso, a riesgo de perder rigor en el análisis político y a los fines de evitar el cinismo, tan propio de ciertos discursos que nos habitan en el Ágora de este siglo XXI.
Existe una tendencia en la naturaleza humana de darle más importancia a lo que llamamos números redondos. Desde celebrar con especial énfasis los cumpleaños o aniversarios que terminan en 0, hasta llegar a festejar las actividades productivas que alcanzan cifras importantes que tienen varios números “neutros” incorporados. ¿Cambia algo, por ejemplo, la desaparición física de 99.990 personas antes que el de 100250? Más allá de los afectos de los fallecidos, en términos sociales no. Sí ha servido, en esta semana que se fue, para el regodeo, podría decirse que impune, de un relato construido desde abril de 2020 que, de alguna manera, buscaba la espectacularidad antes que el cuidado de cada uno de nosotros. Pero no hablamos de cuidado de agentes externos a nosotros que, como el enfermero en el hospital, se encarga de asistirnos a partir de una salud resentida. Hablamos de la mínima empatía que, se supone, debe tenerse en tiempos de crisis sociales definitivamente desgarradoras.
Detrás de los números que comentamos hay una historia que, si se quiere, comenzó idílicamente allá por la segunda quincena de marzo de 2020, cuando la totalidad de los diarios nos contaban que al virus lo derrotábamos entre todos. Rápidamente, y sacudiéndose la modorra por tanto humanismo declamado y que, en definitiva, para algunos podía representar un mal sueño, los argentinos nos fuimos acostumbrando a una disputa (en todos los frentes) que ha tenido distintos nombres o terminología. Si uno debiera realizar el abstract (resumen) de cualquier trabajo científico que se precie y que refiera a este tiempo debería, involucrar a palabras como: barbijos, alcohol, cuarentenas, restricciones, infectaduras, libertad, veneno, geopolítica, curvas de contagio, semáforo epidemiológico, ASPO, DISPO, toques de queda y así podríamos seguir por horas.
Pero lo que estuvo presente como elemento innato en cada cuestionamiento a las políticas sanitarias, refirió, queriendo o no, a la negación del problema. Dirigentes políticos, comunicadores, irresponsables que pululan los medios de comunicación, artistas, deportistas, empresarios, comerciantes, que cuestionaban las restricciones tenían (y tienen) en su base discursiva la apelación a la responsabilidad individual, como si el virus tuviera el detalle de detectar cuan productivo e interesante era un encuentro social para que decidiera reproducirse o no.
Lo que distinguió al caso argentino respecto de los cuestionamientos que suelen recibir los oficialismos a partir de la crisis es que, mientras en el mundo occidental, las oposiciones exigían que los gobiernos fueran más cuidadosos, por estos arrabales del mundo, se exigía la libertad de que cada uno hiciera lo que se le viniera en gana.
Por ejemplo, en Estados Unidos, Gran Bretaña y Brasil sus máximas figuras políticas se negaban a aceptar y entender la magnitud de la crisis. Sacando el caso patológico de Jair Bolsonaro, tanto Donald Trump como Boris Jhonson, terminaron entendiendo que la única alternativa posible a su sobrevida política dependía de superar la crisis del Coronavirus a través de la vacunación. Mientras que al primero no le alcanzó para corregir su desidia inicial y terminó derrotado (algo que sólo un iluso o un visionario podían imaginar allá por finales de 2019), el segundo hoy se debate entre propiciar o no una vuelta a una normalidad que la cepa Delta se encarga de recordarle que no será como la hemos conocido. Lo que unió a las derechas internacionales fue la negación del virus. Lo que se encargó de que mostraran facetas diferentes fue la gravedad de la misma y la presencia o no, en cargos ejecutivos.
Con el diario del lunes todos somos técnicos, y así como varios descubrieron esta semana la sapiencia de un tal Lionel Scaloni quien le dio una alegría futbolera al pueblo argentino después de 28 años, otros parecen haberse enterado, a partir de los 100.000 fallecidos, que estábamos en presencia de una crisis sanitaria sin precedentes.
Tomadores de dióxido de cloro televisivos, violentos de cotillón que se reivindican libertarios, antivacunas que desde sus plataformas vitales son sostenidos publicitariamente por los grandes laboratorios, dirigentes políticos que se quejan de la no llegada de un tipo de vacuna que ellos mismos bloquearon con la votación por unanimidad de ciertas leyes, e intelectuales muy sesudos que esta vez han omitido contarnos lo que pasa, en serio, en el primer mundo; todos nos dieron lecciones de cómo sobreactuar sobre el dolor social.
A fuerza de repetirnos no podemos olvidar las convocatorias a marchas, cacerolazos y demás estratagemas que pretendían socavar la legitimidad de un gobierno que había ganado las elecciones y que había llegado para corregir los errores y horrores de una administración que se pensaba superadora de todo lo malo que representaba el kirchnerismo.
Como estrategia política se han omitido los contextos. Si la vacuna era la solución al problema del virus, no se ha explicado desde esas oposiciones que las vacunas recién han comenzado a masificarse en su producción (tengamos en cuenta que en el concierto internacional de las naciones la mayoría de los países aún no han accedido a las vacunas) en los dos o tres últimos meses; que la bonhomía de la potencia económica militar más importante de las que la humanidad recuerde, regalando vacunas a distintos países, es el resultado de haber acumulado vorazmente un stock que supera en varias veces a su población y que, actualmente, el riesgo más grande radica no sólo en los sectores poblacionales que insisten con la no inoculación sino en que, en un mundo de una constante y permanente movilidad, la inacción de hoy en regiones y continentes absolutamente desprovistas de las condiciones materiales de vida mínimamente dignas, es la pandemia de mañana en los países desarrollados. Si algo demostró el virus Corona es que no habitamos un mundo justo.
Argentina es un país de desarrollo medio y como tal, sus posibilidades de contener o paliar los efectos del virus, con tasas de desempleo y pobreza crecientes para el período 2015 – 2019, con un nivel de endeudamiento nunca antes visto por su rapidez, y con una economía golpeada y recesiva, eran mínimas. Hay una distancia sideral entre lo que se afirma mirando la foto de los 100.000 fallecidos y lo que se omite cuando uno deja de mirar el conjunto de los fenómenos sociales y políticos que contiene este tiempo.
Es seguro que el oficialismo ha cometido errores. Nadie, en su sano juicio, en ningún país del mundo y teniendo responsabilidades de gestión puede suponer que no tomó decisiones que, tal vez, no correspondían. Una deficiente comunicación y aperturas que tal vez deberían haberse demorado un tiempo más pueden ser señaladas como parte del problema.
Pero ha tenido dos grandes aciertos. Por un lado, entendió como nadie la magnitud de la crisis en el momento adecuado (más allá de alguna declaración poco feliz de algún funcionario), lo que permitió preparar el sistema para evitar las situaciones que se vivieron en países de todo tipo: vimos imágenes de cementerios desbordados y nos hemos enterado de comités de bioética ejercitando la práctica frecuente de decidir a qué ser humano se le conectaba o no un respirador que lo aferrara a la vida.
Por otro lado, apostó por vacunas que se salían del circuito tradicional que imponía la geopolítica internacional y permitió mostrar una referencia que, en otros países demoró mucho en llegar. Ejemplificar con países hermanos como Chile, que habiendo inoculado al 50% de su población seguía teniendo alta contagiosidad (algunos dicen que por haber elegido una vacuna de baja efectividad) o Uruguay que tiene una población 15 veces menor que la Argentina, en un contexto de escasez mundial de vacunas, puede pensarse desde la mala fe o desde el error conceptual de comparar elementos que no tienen mucho en común.
Teresa Parodi, con su enorme talento y su maravillosa calidez nos consuela con la idea de caminar codo con codo, en este tiempo que es distinto y es igual, de cualquier modo. Es igual porque a veces tenemos la sensación de que los días se repiten sin que las novedades nos traigan un alivio y porque, queda claro, que este mundo sigue siendo un lugar injusto. Y es distinto porque aquellos que ya no están, o aquellos que aún no pueden recuperarse plenamente, nos recuerdan, aunque muchas veces lo hayamos olvidado, nuestra fragilidad e insignificancia, más allá de la contundencia (o no) de los números.
(*) Analista político de Fundamentar