Si algo puede mostrarle la Argentina al mundo, en estas dos décadas del corriente siglo XXI, es su innegable aporte a las luchas de minorías que han logrado, en el devenir de cada día, la consagración de derechos que hasta no hace mucho podían parecer de ciencia ficción, que en otras regiones parecen imposibles de lograr y que nos ponen ante el desafío cotidiano de entender que los cambios son aquí, ahora y llegaron para quedarse. Y eso obedece a varias razones: porque hay un sector muy importante de la sociedad que ha comenzado a aceptarlo (se le dice desconstrucción) y porque el Estado, ese Leviatán tantas veces vilipendiado, es el responsable de promover y garantizar esos derechos. Esta semana, que culminó mostró un nuevo capítulo de esa historia que se viene escribiendo y las respuestas se articularon en diversos sentidos. Repasemos.
Una democracia supone el sueño hermoso e irrenunciable de la construcción de una sociedad para todos. Donde cada uno se sienta parte de una comunidad que lo contenga, lo represente y lo defina. Ese es el desafío central de la política. Y esa es, de alguna manera, la razón de ser de los partidos políticos que se suponen representantes de una parte de la sociedad, tratando de modelar una propuesta, una forma de decir y una acción política que contenga y que represente a la mayor cantidad posible de ciudadanos. Se construyen mayorías que, sin escribirlo ni firmarlo en ningún documento, modelan consensos, definen prioridades y dan sentido a muchas de las disputas que se emprenden todos los días.
Se llega al punto de que algunos derechos pasan a considerarse básicos, que dejan de discutirse porque refieren a las condiciones básicamente humanas. Por ejemplo, a nadie se le niega el derecho a contar con un DNI, aunque las luchas que suponen que la persona sea aceptada tal cual es y, en los últimos años, tal como se auto perciba, suponen larguísimos procesos sociales.
El hijo de desaparecidos que accede al reconocimiento de la utilización del apellido de los padres biológicos en su documento, el menor que logra que se privilegie su opinión y deseo en la utilización de una identidad filiar en particular o la posibilidad concreta del cambio de género, todos a través de fallos judiciales, representan la síntesis de esas enormes y definitivas luchas que en algún momento llevaron adelante minorías que tenían la absoluta certeza de que ese “todos” que supone el ideal democrático, no se estaba cumpliendo. Que esa medida que reflejaba el sentir de los menos, se haya convertido en algo que, de a poco, se empieza a naturalizar, no fue producto de las casualidades sino de las causalidades.
Argentina se ha transformado, indudablemente, en un país de referencia para la consagración de (algunos) derechos de las minorías. Esta semana que pasó tuvimos un nuevo episodio con la posibilidad de que en el DNI quede reflejada la condición no binaria del género. Más allá de las polémicas de ocasión y de lo que cada uno de nosotros considere que falta, el decreto firmado por el presidente de la nación Alberto Fernández, se suma a un interesante derrotero que se ha sabido construir desde el kirchnerismo para acá: Ley de Educación que le dio otro status al fenómeno de los niños con discapacidad generando el enorme desafío social de la inclusión, la ley de Educación Sexual Integral, la jubilación de amas de casa que no habían realizado aportes, el voto en jóvenes de 16 años, la Ley de Matrimonio Igualitario, el cupo trans en las plantillas de trabajadores estatales y la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, entre otros, son ejemplos de, sino una tradición, por lo menos de una forma de haber entendido la política.
Vale preguntarse si esto es parte de la exclusiva acción de una fuerza política sustentada en el marco ideológico que interpela a sus partidarios o es una respuesta que habilita el conjunto del sistema político. En realidad, costaría dar una definición por un sí o un no tajantes. La riqueza vital de la sociedad argentina supone una complejidad de matices que hace dificultoso, desde un artículo de opinión semanal, encontrar los nexos entre una agenda para mayorías y minorías y los partidos políticos, pero sí queda claro que los gobiernos que emergieron el 25 de mayo de 2003 y el 10 de diciembre de 2019, siempre han sido muy receptivos a esas demandas de algunas minorías. Por acción y por convicción.
También puede decirse que, con la honrosa excepción de la Ley de Paridad de Género, en el período macrista de gobierno, muy pocos derechos de estas características fueron consagrados. Se reivindicaba de manera muy explícita, por ejemplo, algunas limitaciones que se impusieron a aquellos extranjeros que cometían algún tipo de delito. Si habláramos de una ideología, de una forma de entender el mundo que vaya más allá de la representación de este o aquel partido, digamos que la derecha argentina, en este tiempo, ha sido fiel a su historia y ha renegado de cualquier derecho que suponga la posibilidad de un Estado interviniendo de manera decisiva.
Si en lo cotidiano, desde tiempos inmemoriales, la derecha construye una estigmatización permanente sobre el que es distinto, por su nacionalidad, por su opción sexual o por el color de piel, esta última semana tuvimos un nuevo capítulo con los penes de madera que el gobierno nacional intentó adquirir a los fines de su utilización en clases de ESI. La burla, el desconocimiento y la carga de prejuicio reflejaron claramente dos situaciones dignas de tener en cuenta: el Estado nacional no es el único nivel estatal que ha promovido compras de este tipo y, como bien afirmó la ministra Carla Vizzotti, lo necesaria que sigue siendo la aplicación de la ley en todo su contenido para que, por lo menos, las generaciones más jóvenes puedan abordar la problemática con otra racionalidad.
En realidad, aunque con una misma matriz, la derecha argentina sostiene un discurso que reivindica el esfuerzo individual, el ya famoso y comentado en esta columna self made man (hombre hecho a sí mismo); al abnegado abuelo gringo (europeo eso sí, no latinoamericano) que llegó a esa Argentina granero del mundo (gran mentira que supieron imponer las elites de comienzos del siglo XX) y trabajó la tierra de sol a sol para ayudar a construir un país; que se muestra quejoso del Estado, de su tamaño y lentitud; y que se encarna en la figura de un afirmador serial desde su pequeñez televisada de que “nadie hace nada” cuando debe opinar de un tema comunitario e irreductible convencido del “yo puedo por mí mismo” más allá de los contextos que lo condicionen.
Pero hacia su interior, esa derecha, muestra dos perfiles: uno que podríamos reflejar como liberal y el otro como conservador. Mientras que el primero, de alguna manera, avala ese conjunto de medidas que han favorecido a las minorías y no se anima a reivindicar claramente una política determinada por temor a quedar disminuido en su individualidad liberadora, pero, a veces y sólo a veces, se anima a dar algunas discusiones públicas; el segundo antepone su prejuicio a la ciencia, propala el dogma, y no necesita que nadie le diga cómo debe vivir su vida, entendiendo por ello, incluso, aquellos contenidos que el Estado promueve, fundamentalmente, desde las escuelas.
Las diferencias son evidentes. Pero cuidado, el maquillaje a veces puede confundir. De alguna manera se termina legitimando el status quo ya que el “mundo es como es” y si bien se declama que hay que cambiarlo (sobre todo cuando el relato versa sobre la pobreza y cualquier tipo de desigualdad social que pueda producirse) no tolera el conflicto que supone ese cambio. A esa derecha y a sus voceros, les encanta ver ciertos finales de las películas, pero no toleran el proceso que lleva a las sociedades llegar hasta allí. Sí, en la declamación, el mundo debe ser un lugar más justo, pero nunca se termina de aceptar que lograr ciertos márgenes de igualdad supone un “desorden” que trae consigo, como primer y básico elemento, mover nuestras añejas verdades construidas a base de prejuicios e individualismo.
En 1983, en plena Guerra Fría y mientras Argentina se asomaba a lo que luego conoceríamos como la primavera democrática, Jerry Herman se animó a escribir la inoxidable “Soy lo que soy”. Como todo clásico, resulta incombustible al paso del tiempo, puede reinterpretarse una y otra vez sin perder su belleza, y revalorizarse en múltiples sentidos, adaptándose a los tiempos. Como las luchas sociales, como el viejo anhelo de la vida en una comunidad más justa. Y aunque el detalle venga anotado en una pequeña tarjeta identificatoria de unos pocos centímetros, es un logro enorme para aquellos que tienen el legítimo derecho de ser y sentirse diferentes. Salud.
(*) Analista político de Fundamentar