La política, la que se juega en las altas esferas, supone la construcción de un relato, el que se solidifica con imágenes y hechos que se desarrollan en el día a día, de alguna manera en formato de “campaña permanente”. Redes, medios de comunicación y, en los últimos años, influencers, operan en una realidad sobre la cual el dirigente / funcionario siempre debe estar muy atento. Los simbolismos son moneda corriente y se justifican en el permanente intento de la construcción de sentido. En la semana que pasó, por un par de días, Rosario se convirtió en el centro de las miradas de la política nacional por su condición de ciudad (y región) atravesada por la problemática del narcotráfico. El punto de discordia es que sus protagonistas no fueron políticos, sino jueces. Un hallazgo de la democracia que hemos sabido construir. Repasemos.
El dirigente político tiene su razón de ser en todo aquello que dice, que verbaliza, pero también en la acción, en lo que defiende con su discurso y con su cuerpo. Usa una multiplicidad de simbolismos en el día a día. Desde su aspecto físico, su forma de vestir, su dicción y hasta la forma en que se relaciona con interlocutores de todo tipo lo definen. Expresa ideas, una cosmovisión del mundo, una forma de interpretar la realidad que lo rodea. Las formas suelen ser cuidadas, al punto de tener muy en claro qué se dice, para qué se dice y cómo se dice. El destino final es ganarse la confianza de la sociedad para, en una sociedad democrática, ser electo (o reelecto) a los fines de manejar cuotas de poder que le permitan imponer esa idea original. En resumen, para ese formato de político, las elecciones son el último escollo legitimante.
En la Justicia no funciona de ese modo. Es otra cosa (o debería serlo) según nos dicen los manuales más elementales de Educación Cívica. También cuenta con sus propios simbolismos, que, en plena era de la virtualidad, algunos resultan definitivamente anacrónicos.
Por ejemplo, en sociedades dinámicas, que se pretenden igualitarias, con multiplicidad de credos y valores, vale preguntarse hasta cuándo se puede seguir sosteniendo la imagen de una cruz en un ámbito que debería instrumentarse como secular, o la utilización de púlpitos desde donde el juez está por encima de todos como una síntesis de toda razón o, yendo más allá, en la utilización del término Su Señoría que refiere, indudablemente, a la idea del Señor, de tiempos que la modernidad supieron dejar atrás, hace nada más y nada menos que de doscientos años.
Esa simbología pareciera actuar como una especie de reserva moral que no se entiende muy bien de qué, ni de porqué algunos la protagonizan. Argentina vive un tiempo social en el que un grupo de señores (de los últimos 15 años, nunca tan “machirula” la composición cortesana) que se encuentran en la punta de la pirámide judicial, les gusta verse de una manera tal que actúan como protagonistas de esa reserva y desde sus púlpitos le comunican al conjunto de la comunidad, cuál es el camino que debería elegirse.
La ciudad de Rosario hace casi diez años que sufre el drama del narcotráfico en sus calles. Desde lo que podría definirse como el mojón inicial que fue el asesinato de Martín “Fantasma” Paz en una mañana sabatina, allí en la zona de 27 de febrero y Entre Ríos, hemos asistido a una situación de violencia permanente a la que, lamentablemente, nos hemos acostumbrado.
Desde los casos más estentóreos, la saga continuó con otros narcotraficantes famosos asesinados en las calles, de noche y también a plena luz del día, alguno que pretendía desarrollar negocios legales que servirían como actividades de lavado; con un jefe policial que era detenido por facilitar información reservada a narcos y que resultaba defendido por parte del oficialismo de entonces diciendo que era un preso político; con un Poder Judicial ordinario que era “abrazado” pero que hacia su interior contaba con un juez que viajaba a ver peleas de box a Las Vegas con el padre del primero de los asesinados; con el atentado a la casa de un gobernador, hecho inédito en la cuarentona democracia argentina, con la correspondiente denuncia y pedido de investigación pero que luego la misma víctima retiraba; con un ministro que aparecía en escuchas anunciando “acomodo” en concursos para la elección de jefes policiales y que luego esos funcionarios terminaban detenidos por proteger a bandas narco, antagónicas de las anteriores.
En el medio sucedía (y sucede) la “disputa por el territorio”. Pero eso sí, pasaba lejos de los barrios coquetos de Rosario y del polígono que definen los bulevares. Si en antaño el barrio de Tablada había sido reconocido a nivel nacional por el proyecto comunitario de la Vigil y por la magia futbolística de un tal Tomás Felipe Carlovich, la segunda década del siglo XXI lo proyectaba a todo el país por el inicio y desarrollo de un tiempo con un reguero de muertes y violencia que no terminó quedando circunscripta a sus zonas más marginales, sino que se extendió a toda la periferia rosarina.
En el mientras tanto y más allá de la cobertura mediática que empezó a contar crímenes en la misma cantidad de días que tiene el año, buena parte de la rosarinidad se autoconsolaba con el “no importa, se están matando entre ellos”. Pero, la idiotez conformista nunca es buena consejera, y como nos cantó hace algunas décadas atrás un ya viejo rockero, “el futuro llegó, hace un rato, todo un palo”.
Podrá preguntarse algún desprevenido o alguien que le empezó a prestar atención al tema desde cierta lejanía con la otrora segunda ciudad del país, cuál ha sido el rol de la Justicia Federal, cuántas investigaciones llevó adelante, cuántos juicios inició, cuántos fiscales y jueces se convirtieron en protagonistas de la cruzada contra el narcotráfico. Y costará encontrar respuestas positivas.
En el devenir de este proceso, el problema de la dirigencia rosarina es que siempre creyó que la inseguridad, con el mundo narco incluido, se resolvía con la llegada de más uniformados primero desde Santa Fe y luego desde Buenos Aires. Y los despachos judiciales con sede en calle Oroño, poco se involucraron en la persecución contra ese mundo del delito organizado y mucho empeño pusieron en el “chiquitaje” que suponen los soldaditos.
Hay que reconocerlo: fueron pocos los especialistas (bastante desoídos por cierto) que insistieron con que las causas de Los Monos y de Esteban Alvarado debían tramitarse en tribunales federales. Pero muchos miraron para el costado.
La pregunta entonces se cae de maduro. ¿A qué viene la Corte Suprema de Justicia de la Nación en pleno a Rosario, a un congreso que fue ideado por jueces vinculados al Lawfare? Voceros y analistas que no pueden ser acusados de oficialistas, no han entendido del todo las razones. Si refiere a la necesidad de respaldo institucional a los jueces de la región, no se termina de entender muy bien a qué, ya que no hubo autocrítica o llamado de atención de ningún tipo sobre lo que no se hace o se hace mal.
No deja de ser llamativa la convocatoria y las presencias. Pero tal vez haya que salirse de la explicación “judicial” y tengamos que involucrarnos en la política. El tono ceremonioso utilizado, los dichos de Lorenzetti sobre la necesidad de crear una super agencia que se dedique a las causas de narcotráfico, y las recomendaciones cortesanas al Poder Ejecutivo nos permite afirmar que el cuarteto que gobierna al Poder Judicial desde el cuarto piso de calle Talcahuano, se parece cada vez más a un agrupamiento político antes que a un grupo de hombres comunes que tienen la loable función de saber interpretar la Constitución Nacional.
Los cortesanos con su pléyade de asesores a cuestas, el centenar de jueces que abrevan en la Asociación de Jueces Federales de la Argentina (AJUFE), los modos, las formas de la reunión, la presencia de no pocos representantes de la política opositora (defina usted querida lectora, estimado lector, donde lo ubica al gobernador Omar Perotti) y la cobertura de importantes medios nacionales que también formaron parte del Lawfare, le dieron al encuentro rosarino el perfil de una gran puesta en escena antes que un encuentro que sirva, honestamente, para mostrar una Justicia Federal que vaya en un sentido inverso de lo (no) hecho hasta aquí.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha decidido jugar a la política. Con la enorme ventaja de que no debe enfrentar ningún proceso electoral cada dos años. A la vista de todos, bien iluminados y para el gran consumo. Aunque en Rosario sigamos padeciendo el mirar para el costado de no pocos protagonistas de esta historia de muerte y dolor.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez