“Las comparaciones son odiosas” afirmaba mi abuela, pero qué sería del análisis político sin la posibilidad de comparar procesos y contextos. Es más, podríamos ampliar la pregunta sobre la ciencia política y su capacidad comparativa desde sus inicios hasta aquí. ¿O acaso, por ejemplo, no hacía ejercicio comparativo el bueno de Aristóteles cuando nos explicaba qué modelo de gobierno era mejor para una comunidad? ¿Y no hacía lo propio el siempre denostado Nicolás Maquiavelo cuando definía las cualidades que debía tener el príncipe para hacerse del poder y conservarlo? La comparación, bien ejecutada, puede servirnos para conocer el pasado, pero también nuestro presente de cada día y, por qué no, trazar algunas líneas de futuro.
Desde comienzos de año, el oficialismo nacional ha puesto en marcha el tratamiento de juicio político sobre los cuatro integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, siguiendo los procedimientos que establece la Constitución Nacional. Inmediatamente surge la tentación por comparar este proceso con el último juicio de estas características, llevado adelante a partir de 2003 bajo la presidencia de Néstor Kirchner. En un punto deben reconocerse que las expectativas resultan realmente disímiles, pero de antemano debemos reconocer que los contextos también lo son. De ello se tratan las siguientes líneas: de revisar (en parte) ambos procesos, para, en definitiva, tener real dimensión del tiempo político que vive el país.
La primera diferencia (menor) que surge en estos casi veinte años radica en la forma en que la sociedad fue notificada al respecto: mientras Néstor Kirchner comunicó la novedad mediante una cadena nacional, método siempre valorado por el kirchnerismo como trascendente método comunicacional, el actual presidente Alberto Fernández lo hizo vía redes, en la mañana del 1º de enero, como un signo de los tiempos virtuales que corren. Aún nos intentábamos sacar de encima la resaca de una fiesta de noche vieja, cuando nos desayunábamos con la buena nueva presidencial. De allí en más se puso en marcha un procedimiento que le permitió ganar en centralidad al propio Fernández.
Pero si debiéramos ir por aquellas diferencias estructurales más notorias podríamos trabajar sobre tres ejes.
El primero de ellos refiere a la calificación de Corte adicta. El máximo tribunal que se comenzó a desmontar a partir del 2003 recibió esa calificación una década antes, cuando el menemismo era la fuerza política más importante. Se la podía definir de adicta al poder político, pero también resultaba funcional al entramado económico que había sabido construir Carlos Menem, en una era de transformaciones que, a la larga, perjudicó a la mayoría de los argentinos.
Esa Corte, funcional a los intereses comentados, era severamente cuestionada de manera transversal por la población, por diversos actores de la sociedad civil, por una parte de cierto empresariado y por el común de los 'mass media'; llegando al final del gobierno de Fernando de la Rúa con un descrédito notorio. El nivel académico de algunos de sus integrantes era severamente cuestionado, lo cual se retroalimentaba con un estilo provocador a la vez que bizarro de quien era su presidente, el riojano Julio Nazareno.
Los fallos eran definitivamente funcionales a los intereses del menemato y de sus aliados corporativos, lo que derivó que, con el tiempo, la sensación de hartazgo social se hiciera masiva, al punto que, lo que no había logrado aunar Eduardo Duhalde con el mismo tipo de juicio en 2002, la capacidad decisoria del santacruceño del 22% de los votos, se apalancara en un fuerte apoyo ciudadano.
El proceso no fue uniforme. Quien primero renunció fue el ya nombrado Nazareno. Eduardo Moliné O’Connor y Antonio Boggiano fueron destituidos en el año 2003 y 2005, respectivamente. Mientras que Adolfo Vázquez y Guillermo López fueron los últimos en presentar la dimisión.
Pero lo realmente valedero del caso no fue la eyección progresiva de la corte adicta, sino el procedimiento selectivo que se plasmó en el ya famoso Decreto 222/03 y que, sus bases conceptuales, perduran hasta hoy en la institucionalidad argentina. El sistema de objeciones que la sociedad civil puede plantear sobre cada candidato, resultaron en una novedad que aportó un soplo de aire fresco en una decisión que históricamente quedaba circunscripta a los pasillos de la Casa Rosada y del Congreso de la Nación.
Vale preguntarse por la valoración de la actual Corte. Lejos de ser acusada de adicta, la misma no deja de ser funcional al poder económico de este tiempo. Sus recientes fallos más famosos y la definición ideológica de su vicepresidente que niega la posibilidad de que ante cada necesidad exista un derecho, así lo confirman.
Si en 2003, oposición y poder mediático acompañaron el deseo de borrar de un plumazo el bochorno que suponían esos jueces, el año 2023 muestra la ominosa promiscuidad de una defensa corporativa que se sintetiza en la designación en comisión de quienes hoy la conducen, en su vinculación con lo más granado de la concentración económica y en la relación vergonzosa de un jefe de asesores del presidente del máximo tribunal, asesorando a un ministro de Justicia en el marco de un juicio donde este último es parte.
El segundo eje refiere a los contextos. Además del ya mencionado hartazgo social y la renovación política que representaba la figura de Néstor Kirchner, el año 2003 se anclaba en un período de una marcada atomización partidaria, la cual se plasmó en un sistema electoral que avaló una forma extraña de neo lemas y que servía como solución de las enormes distancias internas de los partidos más importantes.
Néstor Kirchner supo interpelar a un sistema político que necesitaba renovarse y pese a la supuesta debilidad del 22% de los votos obtenidos, recreó una serie de procedimientos que le dieron mucha más potencia que aquello que las urnas habían señalado.
Dos décadas después, aunque algunos nombres se repitan, el escenario no es el mismo. El oficialismo enfrenta una coyuntura donde muchas diferencias internas se saldan a la luz del día, restándole potencia de gestión y de construcción política.
La oposición, por su lado, tiene diálogo directo con una parte del Poder Judicial que supo cooptar en el período 2015 – 2019. Las relaciones cercanas y estrechas surgen a la vista, sin una reacción social masiva que las cuestione. Al cansancio e indignación de comienzo de siglo, hoy, le corresponde una indiferencia que debe preocuparnos, en un contexto donde la supuesta irreverencia política, le pertenece a una extrema derecha que dice querer modernizar al país, llevándolo a un estado social pre moderno. Valga la contradicción.
El tercer y último eje refiere a lo que el futuro puede deparar.
Venimos comentando en esta columna semanal, la dificultad concreta del oficialismo para lograr su cometido de renovar las sillas de los supremos. “No dan los números” para que la Cámara de Diputados, que hasta ahora actúa como receptora de las denuncias, se convierta en acusadora, y por lo tanto pueda dar traslado a la de Senadores para que el juicio se sustancie.
En este sentido la historia también muestra alguna referencia a tener en cuenta. En 2002 el presidente interino Eduardo Duhalde, presentó la formalidad del pedido de inicio de juicio político sobre la totalidad de los integrantes de la Corte y fracasó. Pero la potencia de ese planteo, sirvió como antecedente para que un año después, variando la estrategia de efectuar pedidos de juicio individuales, luego de dos años, el resultado fuera otro.
Vale preguntarse: ¿los cuatro acusados, en esta etapa inicial, actuarán en un mismo bloque defensivo? Habrá que ver cómo actúa Ricardo Lorenzetti, quien tiene pendiente un viejo pedido de juicio político de la Coalición Cívica, y que ha sabido hacer conocer su ira por cómo fue eyectado por Carlos Rozenkrantz y por cómo fue elegido el santafesino Rosatti, tanto en la presidencia como en el Consejo de la Magistratura.
Y también vale saber por el accionar de Juan Carlos Maqueda, viejo lobo de mar del peronismo, que exactamente veinte años atrás tuvo la valiente actitud de recomendarle la renuncia a Nazareno, para oxigenar al máximo tribunal.
Estas dudas se sustancian en una interna cortesana que existe y es real, aunque persista el sordo ruido, que tan abnegadamente tratan de imponer el poder mediático más concentrado y una oposición a la cual también le pueden aparecer algunas grietas futuras, si el espacio conducido por Elisa Carrió insiste en la acusación contra el rafaelino Lorenzetti.
El proceso será largo. El tema ocupará buena parte del centro de la escena en 2023, generando desgaste político que habrá que ver cómo sobrellevan los cuatro supremos cuando comiencen a conocerse los fundamentos de las múltiples denuncias que han servido de justificación para la veintena de demandas solicitadas.
Mientras las encuestas siguen señalando al Poder Judicial con los peores indicadores en cuanto a la “calidad” de su servicio, en paralelo, la sociedad argentina no parece decididamente preocupada ante este tipo de avances y retrocesos institucionales.
Tal vez sea hora de ser mucho más asertivos en la demostración de cómo influyen ciertas defensas corporativas en el día a día de cada uno de nosotros. El ejemplo de jueces fallando en el sentido de no considerar a la telefonía celular y a internet como un servicio público sujeto al control tarifario estatal, representa un caso emblemático para nuestra cotidianeidad.
Ninguna batalla se pierde antes de darla. Y la masa crítica que hoy falta, puede ser el sustento de otro tiempo. Con el agregado de una composición diferente del Congreso, la cual será definida en este año electoral, la comparación con el 2003, veinte años después, tal vez no quede tan alejada de nuestra realidad.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez