La Primavera Árabe ha pasado su factura a casi un año y medio de iniciada. Las caídas experimentadas en la actividad económica en los páises símbolo de las revueltas ponen de manifiesto la importancia del desafío que deberán enfrentar los nuevos gobiernos
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El duelo que se desarrolla actualmente en Egipto entre los islamistas y los gobernantes militares del país es un claro recordatorio de lo difíciles que serán, probablemente, las transiciones hacia la democracia en el mundo árabe. Es evidente que de no alcanzarse un acuerdo para compartir el poder, la inestabilidad política se prolongará. Pero la inacción económica resultante será igual de dañina para la consolidación de un régimen democrático.
Los nuevos líderes árabes, tanto islamistas como funcionarios del antiguo régimen reconvertidos, son extremadamente conscientes de la necesidad de mejorar las perspectivas económicas de sus países. Saben muy bien que solo podrán mantener su popularidad mientras ofrezcan crecimiento, empleo y mejores niveles de vida; todo lo cual ya sería difícil en cualquier circunstancia, y es aún más intimidante en el contexto de la Primavera Árabe, que desestabilizó los sistemas económicos a lo largo de Oriente Próximo y el norte de África.
Incluso en países como Túnez y Egipto, donde la transición a la democracia está más avanzada, el desempeño económico se ha visto afectado en general por la incertidumbre política. La economía tunecina se contrajo en 2011 un 1,8%, siendo la primera vez que sucede desde 1986. El año pasado el desempleo alcanzó el 18%, una suba respecto del 13% registrado en 2010. Mientras tanto, la economía de Egipto se contrajo un 0,8%, y un millón de egipcios perdieron sus puestos de trabajo. También se frenó el flujo de inversiones extranjeras hacia Egipto, que cayó desde 6.400 millones de dólares en 2010 a apenas 500 millones en 2011.
La combinación de estas tendencias negativas afecta el equilibrio fiscal y el equilibrio externo de estos países. El déficit presupuestario de Egipto llegó al 10% del PIB, mientras que sus reservas de divisas extranjeras se redujeron a 15.000 millones de dólares, apenas suficiente para cubrir el costo de las importaciones del país durante los próximos tres meses. También en Túnez la revolución dejó tras de sí un marcado aumento del déficit presupuestario, que se elevó desde el 2,6% del PIB en 2010 al 6% en 2011.
Este rápido deterioro de la situación económica, combinado con las elevadas expectativas suscitadas por el inicio de la transición política, está creando cierta sensación de urgencia. Los nuevos actores políticos se sienten obligados a elaborar programas económicos más detallados y a encarar los crecientes padecimientos materiales de las poblaciones de sus países. Por ejemplo, si bien los islamistas solían hacer hincapié más que nada en cuestiones políticas, como la participación, la inclusión y las reformas democráticas, las últimas campañas electorales fueron escenario de un vuelco a una retórica centrada en las aspiraciones económicas.
En general, los nuevos jugadores políticos (especialmente los partidos islamistas) adoptaron un tono bastante conciliador respecto de la relación con los actores internacionales. Los programas económicos de estos partidos son mayoritariamente promercado y recalcan la importancia del sector privado para estimular el crecimiento, así como la necesidad de atraer capitales extranjeros. Ven al Estado como un instrumento para asegurar la justicia social y apenas hacen mención de los principios de la sharia.
Tanto en Túnez como en Egipto, por ponerlos de ejemplo, los políticos islamistas han dado garantías de que el sector turístico, de vital importancia para sus economías, no se verá obstaculizado por restricciones derivadas de la ley islámica. Los programas económicos de los islamistas también prevén la colaboración con instituciones internacionales que ayuden a estos países a superar los desafíos que enfrentan.
De hecho, si bien ha habido una fuerte resistencia a la intervención y a la ayuda del extranjero en lo que concierne a las reformas democráticas, los nuevos líderes árabes se muestran más abiertos a aceptar una cooperación con Occidente en lo referido a objetivos económicos. De modo que la debilidad económica ofrece una oportunidad sin precedentes para que los actores internacionales estrechen vínculos con el nuevo liderazgo árabe, en los que deberían incorporarse metas a corto, mediano y largo plazo.
La prioridad debe estar puesta en las metas a corto plazo, porque a muchos partidos islamistas se los está forzando a producir resultados positivos en el transcurso de un único ciclo electoral. El desafío inmediato que enfrentarán los nuevos gobiernos es la creación de empleo, para lo cual la única receta disponible es la inversión a gran escala en proyectos de obras públicas. Este tipo de gasto público puede dar lugar a emprendimientos con alta participación de mano de obra, que ayudarán a cortar de raíz el creciente desempleo.
La comunidad internacional puede ayudar de diversas maneras a los gobiernos árabes a iniciar y sostener estas iniciativas. En primer lugar, aumentando la cantidad de ayuda financiera prometida. Además, poniendo a disposición de los responsables políticos árabes una experiencia técnica de gran calidad en relación con la gestión del endeudamiento, sin la cual cualquier economía que implemente programas de gasto público a gran escala se arriesga a desplazar la inversión privada por depender excesivamente del ahorro interno.
Finalmente, la comunidad internacional puede ayudar a los gobiernos árabes a establecer un marco legal y normativo seguro y predecible para la creación de alianzas entre el sector público y el privado destinadas a concretar proyectos de infraestructura a gran escala. Luego, los actores internacionales, junto con los gobiernos árabes, podrán ayudar a promover estas oportunidades, permitiendo así que las economías árabes obtengan financiación internacional a largo plazo, centrada en la creación de infraestructuras.
Solo una combinación de estas opciones permitirá a las economías árabes crear empleo en el corto plazo sin incurrir en el riesgo de crear desequilibrios fiscales desestabilizadores o falta de financiación para el sector privado. En cuanto a Occidente, colaborar firmemente con el mundo árabe para mejorar el futuro económico de las sociedades de esta parte del mundo puede aportarle infinidad de beneficios. Aun en medio de una prolongada crisis monetaria, es indudable que los gobiernos europeos pueden comprometerse con una agenda que priorice la transferencia de conocimiento práctico antes que la inyección de efectivo.
(*) Director del Centro de Estudios en Política Exterior y Economía con sede en Estambul y académico invitado en el instituto Carnegie Europa.
FUENTE: Project Syndicate