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La emergencia de la crisis financiera griega ha puesto nuevamente en el centro del debate al rol del Estado como herramienta para hacerle frente a este tipo de procesos. El severo plan de ajuste estructural impuesto por el gobierno de Atenas parece ir a contramano de la experiencia vivida por la Argentina frente a un proceso de crisis similar vivido en el 2001. Entre estos extremos se alienarán las voluntades y las discusiones en los tiempos por venir.


 

No es simple hablar de economía cuando se hace desde el internacionalismo, por ejemplo. No sólo uno se ve amenazado por las imprecisiones que la misma falta de conceptos puede conllevar, sino que además se ve tentado obligadamente a imprimirle al debate una serie de dimensiones o conceptos de la disciplina propia que tienden a enriquecer el análisis pero a la vez, quizá, complejizarlo.

Ahora bien, a menudo se pierde de vista que el mismo carácter de la Economía como ciencia social nos permite realizar este juego interesante de percepciones acerca de la coyuntura, en este caso internacional. La Economía entonces es concebida aquí, en su sentido más amplio, como aquella que estudia las relaciones sociales vinculadas a los procesos de producción, intercambio, distribución y consumo de bienes y servicios. Esos mismos procesos son los que de forma reciente se vieron fuertemente convulsionados en todo el mundo, fundamentalmente en Europa Occidental y los Estados Unidos.

Como consecuencia de este factor de cambio, el mundo actual enfrenta hace ya algunos meses el dilema de la reconfiguración del sistema financiero internacional en relación a la crisis financiera que tuvo su epicentro más álgido durante el pasado año, en los países más desarrollados de Occidente, la cual aún hoy hace sentir sus efectos.

En adición a lo dicho, hay dos hechos internacionales de carácter muy reciente que han reflotado el debate sobre la función del Estado-Nación en los procesos de crisis económica y, en consecuencia, social. Por un lado, nos referimos a la angustiosa crisis de Grecia, que muchos hoy se animan a comparar con la afrontada por Argentina en el año 2001. Por otro lado, me refiero al resultado de las elecciones en Gran Bretaña días atrás, la cual le ha dado la victoria sin mayoría a David Cameron, del partido conservador. De confirmarse su candidatura, que por estas horas está en plena negociación con el partido que en segundo lugar más votos obtuvo (el partido Liberal-Demócrata), cabe preguntarse cómo afrontará esta crisis y qué medidas tomará, dada la histórica tendencia de los “Tories” a la aplicación de medidas como las del gobierno de Margaret Tatcher en los años ochenta y vinculadas al ajuste fiscal y una fuerte disminución del gasto público.

Pese a esta tradición en el manejo de la economía de los conservadores, por estos días la sociedad británica se ha visto contagiada por una gran dosis de esperanza directamente relacionada con este candidato que parece haberse llamado a la difícil tarea de “transformar” la sociedad británica de la mano de una mayor cercanía a las necesidades del pueblo, lo cual lo diferencia de otros actores políticos del conservadurismo de antaño.

Retomando la cuestión de la llamada “crisis financiera internacional”, podemos decir que el proceso iniciado hace ya más de un año, ha puesto sobre el tapete la discusión acerca del futuro del actual orden financiero internacional y algunos de los principales ejes rectores del mismo desde al menos la década de los ochenta. Se ha vuelto a discutir, en consecuencia, sobre el rol del Estado en épocas de crisis y sobre la pertinencia de medidas de ajuste estructural (lo que comúnmente se denominan “las recetas del FMI”) durante este tipo de períodos.

Asimismo, la situación actual ha puesto en evidencia la necesidad de que el Estado cuente con herramientas y políticas económicas que le permitan actuar frente a este tipo de crisis, en consideración de una minimización de los efectos negativos sobre el bienestar de la sociedad; es decir, la actual crisis demuestra una vez más, con casos como el de Grecia por ejemplo, la importancia de un Estado capaz de encontrar alternativas a planes que impliquen cambiar la economía del país a cambio de más préstamos y en detrimento de los intereses de su pueblo.

Pese a que experiencias como la nuestra demostraron que resulta ser mucho más efectivo que el Estado sostenga y, en la medida de lo posible, incremente el gasto público para reducir los efectos de las crisis, muchos países aún hoy siguen privilegiando este tipo de medidas incluso pese a que se ha demostrado su rol negativo en el largo plazo. Grecia es un ejemplo de ello: días atrás se anunciaron una serie de medidas destinadas a paliar la crisis. El núcleo principal de las mismas no fue otra cosa que un paquete de recortes y ajustes fiscales, sugerencia impuesta tanto por el FMI como por la Unión Europea - dos organizaciones de las cuales el país forma parte - a cambio de un mega salvataje económico.

El plan de ajuste aprobado por el Legislativo griego fue ideado para evitar la cesación de pagos, sin embargo produjo una fuerte caída en los mercados internacionales y una ola de protesta y violencia social en aquel país, sin precedentes en los últimos años. El mismo se propone ahorrar treinta mil millones de euros de aquí al año próximo inclusive, mediante la no muy feliz idea de incrementar impuestos, por un lado, y gravando en forma especial los bienes de lujo, por otro. Con respecto a la jubilación, se eleva la edad de las mujeres para el retiro, subiendo desde los actuales 60 años a los 65. Como si todo esto resultara poco, una norma legal que prohíbe el despido superior al 2% de la planta de trabajadores de las empresas será derogada, al tiempo que se reducirán los montos correspondientes a las indemnizaciones. Una receta “mágica” destinada a encender en llamas un país que agonizaba en las postrimerías de la estabilidad social, como nos mostraron los recientes hechos.

El plan de ajuste griego, que incluye el recorte de aguinaldos de funcionarios públicos y jubilados, congelamiento de salarios hasta el año 2013 en el sector público y una mayor flexibilización laboral para el sector privado - una serie de medidas que en épocas de crisis han fracasado en casi todos los casos aplicados - provocó violentas protestas en varias ciudades dejando un saldo de tres muertos, tras el incendio de un banco provocado por la ira de los manifestantes. Gran parte de este panorama quizá nos retrotraerá a la situación vivida por Argentina a comienzos de esta década; pero incluso para el caso argentino la voz popular habla de que era algo que “podría llegar a ocurrir”. Grecia por el contrario, ha desconcertado a todo el mundo. Pese a esta sorpresa, podemos afirmar que la economía griega venía dando señales hacía años, las cuales fueron sistemáticamente ignoradas tanto en el plano del gobierno nacional griego como en el marco de la Unión Europea. No en vano ahora muchos hablan de que “la crisis griega fue menospreciada”.

En el año 2002 el país tomó la trascendental decisión de sumarse a la Eurozona y abandonar su moneda nacional, la dracma griega. Desde entonces, su competitividad se vio diezmada dada la desventaja relativa de su economía en relación a los demás países bajo este signo monetario. Asimismo, la constante apreciación del Euro arruinó su principal actividad económica, el turismo, ya que el encarecimiento de la actividad de la mano de la nueva moneda hizo más baratos los destinos africanos, por ejemplo.

La crisis social desatada evidenció la necesidad de una coordinación más estrecha de las políticas económicas en la Eurozona, para garantizar que en el futuro haya una vigilancia más amplia y severa de la competitividad de los diferentes países, antes de ser incorporados a la misma o en pos de paliar los efectos negativos. En adición, manifestó la falta de transparencia de gobiernos como el helénico, dado que algunas de las principales causas de la crisis fueron: el gasto desmedido; el escaso rigor en el manejo de las cuentas públicas; la defraudación fiscal; pero sobre todo, el ocultamiento fiscal y la falsa información sobre las cuentas públicas en los últimos diez años, para lograr el ingreso griego a la Unión Monetaria Europea.

No conforme esto, ahora merodea el temido fantasma del efecto contagio en otros países de Europa. Se ha reflotado la denominación de PIGS - Portugal, Irlanda, Grecia y España, aunque la “I” podría resultar ser un comodín tanto para la situación de Irlanda como de Italia – que se creó hace al menos veinte años para denominar a un grupo de economías débiles y deficitarias europeas. Una vez más, dichas situaciones se repiten, con niveles históricos de desocupación – sobre todo en el caso español - economías deficitarias y estancadas y ascendentes brechas y demandas sociales – sobre todo en el caso italiano y ahora el griego.

Las recetas del FMI han sido duramente rechazadas en los últimos años en regiones como la nuestra. Aún así, han encontrado recepción en destinos más lejanos como Grecia, una vez más no como resultado de una política estatal seria y racional, sino como fruto de presiones destinadas a condicionar la salida de una crisis nacional, a cambio de un salvataje financiero.

Asimismo, la aplicación de la “receta griega” ha puesto bajo la lupa la solidaridad europea, debido sobre todo a la demora de Alemania para afrontar la decisión del envío de ayuda. Los condicionamientos impuestos para efectivizar la misma fueron hechos sin miramientos, dejando de lado no sólo los intereses y necesidades del pueblo griego sino también de las bases de su propio gobierno, el gobierno socialista de Karolos Papulias, quien hoy se ve en la difícil tarea de afrontar las consecuencias de malas decisiones de gobiernos pasados y un fuerte constreñimiento en el diseño de la agenda nacional marcado por la coyuntura.

Hoy toda Europa se enfrenta a un planteo que no pensó hacerse hace años atrás, el del rol del Estado y las medidas a tomar para afrontar crisis sistémicas e internas como las actuales. El futuro gobernante británico se encontrará en la misma situación y deberá ver en qué medida el camino del ajuste a cualquier precio puede ser sorteado en un contexto de crisis, cómo se sostiene el empleo, se reduce el gasto, cómo se afronta la caída de las variables económicas y financieras y, aún más importante, quién pagará el costo más alto con las decisiones del gobierno, si es que alguien lo debe hacer. En el caso de Grecia, el costo ha sido afrontado por el pueblo griego, en el caso de nuestro país fueron los argentinos durante años, en el caso de los británicos, todo está por verse. Dependerá de cuán vinculado pueda y quiera estar el Estado a todos los cambios venideros para afrontar la presente crisis y a la vez velar por el bienestar de su pueblo.

 

(*) Analista Internacional de la Fundación para la Integración Federal

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Miércoles, 19 Mayo 2010 18:44

La Normalización


Tras las elecciones legislativas del 2009, el intento de presentar el conglomerado opositor como una voz unívoca que le marcaría los límites al gobierno se fue desdibujando sostenidamente con el correr de los meses. Más allá de algunas derrotas iniciales como la conformación de las comisiones, el oficialismo fue encontrando el ritmo a la nueva dinámica legislativa, mientras que algunas de las fuerzas progresistas de centroizquierda parecen haber olvidado parte de las ideas que las llevaron al Congreso.


 

Los resultados de las elecciones legislativas de junio de 2009 dejaron varias lecturas políticas que trascendieron el mero análisis numérico de los votos. A grandes rasgos, hubo una que prevaleció sobre el resto y fue la que hicieron la mayoría de los grupos opositores en línea con los grandes medios. Se resume en el hecho de afirmar que el oficialismo nacional salió derrotado a partir de no haber obtenido la mayoría calificada de los votos, esto es, el 50% más 1 de los votos. Una aberración de tipo técnica ya que analiza como una única jurisdicción electoral lo que en realidad se define en 24 distritos provinciales.

Pero la práctica y dinámica políticas muchas veces van a contramano de lo que pueden decir las teorías y por lo tanto en el conjunto del sistema, como así también en la epidermis social quedó instalada la definición de que el oficialismo había sido derrotado cuando en realidad seguía siendo la primer minoría. A partir de esto, entonces, y como alguna camaleónica dirigente política lo definió, había surgido la existencia de dos grandes bloques políticos en la Argentina: el espacio oficialista y el ya famoso Grupo A.

En esas circunstancias, al definir al variado grupo opositor como una sola cosa, se le daba una entidad monocorde y unívoca que en sí misma no tenía. No fueron pocas las voces que objetaban esta mirada (esta columna no fue la excepción por cierto) no sólo por lo que suponen grupos absolutamente disímiles tanto en su aspecto ideológico como en su construcción política, sino por la ya clara tergiversación de lo que se suponían representaba el voto hacia algunos referentes.

Un ejemplo concreto y un detalle al paso. No fueron pocos los votantes de Proyecto Sur que se preguntaron qué hacía Solanas en algunas fotos con personajes impresentables de la política argentina sí, justamente, se lo había votado para que hiciera todo lo contrario. Y un detalle en relación con esto. Nunca se explicó desde este agrupamiento político cómo es que el conjunto de la fuerza participó del repudio de los afiches anónimos contra algunos operadores-periodistas en el Congreso de la Nación, mientras Carlos Del Frade, candidato a primer diputado en la Pcia. de Santa Fe, participaba como testigo del payasesco juicio popular que armaron algunas Madres de Plaza de Mayo allá por el mes de abril. Retomemos.

Pero como es sabido y reconocido por propios y ajenos, a poco de andar, esa famosa conformación identitaria del Grupo A empezó a crujir. Los sucesivos fracasos y las pequeñas derrotas que esta “forma” opositora comenzó a sufrir demostraron, más temprano que tarde, las dificultades que tienen aquellos que “sueñan” una realidad pretendiendo construir un parlamentarismo fáctico en un sistema claramente presidencialista en el plano legal, como así también en la consideración social.

Así, de a poco, y cual colibrí que trabaja las flores de una en una, el oficialismo ha logrado ir saliendo de algunas encerronas legislativas y mediáticas (más que nunca definible como el cuarto poder) y hacer virtud de la necesidad, ya no sólo en el campo legislativo sino también en la administración de la cosa pública, lo que hace afirmar, una vez más, que sigue manteniendo la iniciativa política.

La designación de Marcó del Pont al frente del Banco Central con la ajustada aprobación de la Cámara Alta; la media sanción del Senado de la Ley Verna que permite el pago de la deuda con reservas del Banco Central conteniendo un articulado muy parecido en su redacción a los alcances del ya famoso DNU Nº 298; la media sanción en Diputados al proyecto de ley de unión de personas de un mismo sexo que, más allá de la transversalidad que supone la votación, quedó inevitablemente ligado al oficialismo; la entrega de 250.000 netbooks a alumnos de escuelas públicas durante el año 2010; la designación de Néstor Kirchner como Secretario General de la UNASUR y la reciente refinanciación de deuda de las provincias que dejó quejándose en el aire a nuestra querida Santa Fe pegada en lo discursivo a esa “renovación política” que suponen las figuras de los hermanos Rodriguez Saá, comienzan a mostrar entre otras muchas situaciones un paulatino pero sostenido cambio de escenario.

Esta coyuntura es la que nos permite preguntarnos si estaremos ingresando en un proceso de “normalización” legislativa que se parezca más a lo que efectivamente muestran las proporcionalidades de cada Cámara que a lo que algunos actores institucionales y no institucionales desean. Y para sostener esto tenemos dos hechos puntuales, uno desde el lado de las sensaciones y otro desde el lado de la realidad de la política.

El primero, el de la percepción subjetiva, tiene que ver con las caras cada vez más frustradas (y cada vez más seguido) que muestran algunos opositores cada semana en las distintas sesiones legislativas, que hacia fines del año pasado y a comienzos de este, creían, lo decimos una vez más, que Argentina caminaba hacia un destino prefijado de alguna forma compleja de parlamentarismo, donde quienes eran minoría se transformaban de la noche a la mañana en los hacedores exclusivos de la cosa pública, imponían la agenda a través de los grandes medios (y viceversa) en un feedback digno de análisis de los más grandes analistas de la comunicación y transmitían, por lo tanto, el pronto final del proceso kirchnerista.

Otra digresión. Por allí anda en la grandes librerías un libro de recientísima publicación que analiza la vida política de los presidentes argentinos de la democracia y de su salida del poder, y tiene la para nada desdeñable pretensión de incluir a la administración de la Pta. Cristina Fernández cuando aún faltan 18 meses de gestión: pavada de visión la de su autor; pero habrá que esperar, no sea cosa que los libros terminen acomodando la pata de algún mueble vetusto y desvencijado. Retomemos.

La segunda cuestión, ya perteneciente a la realidad, es el anuncio del intento de conformación de un gran bloque de centroizquierda en la Cámara de Diputados y que estaría conformado por el GEN, el socialismo y Proyecto Sur entre otros, y que nuclearía a una veintena de legisladores resultando en la configuración de un tercer bloque que intentará tener un peso propio, alejándose de la Coalición Cívica y del Peronismo Federal.

Más allá de que se logre un efectivo armado, más allá de los planteos ideológicos que el grupo pueda sostener y más allá de la forma que decida pararse frente a las propuestas oficialistas, lo cierto y concreto es que su posible aparición en escena comienza a reflejar lo que más temprano que tarde iba a suceder: la innegable ligazón de algunos dirigentes reconocidos con algunos personajes impresentables de la democracia argentina genera más problemas que beneficios y resulta necesario articular algún cambio que, por lo menos en lo discursivo, haga que esta supuesta centroizquierda se parezca en algo a lo que declamaba antes del 28 de junio del año pasado.

Habrá que estar atentos también, y poner la mirada sobre el hecho concreto del repunte de la imagen oficialista a partir de algunas medidas concretas de clara orientación progresista. No sería de extrañar que a este conjunto de dirigentes les haya comenzado a preocupar esta variación de la percepción que se tiene sobre el oficialismo desde una parte de la sociedad y que todas las encuestas han comenzado a marcar, teniendo en cuenta que el espacio al cual puede aspirar el kirchnerismo para confirmarse como una opción real hacia 2011, sea el que representan las ideas de centroizquierda.

Tal vez para estos grupos la necesidad tenga cara de hereje y sea óptimo en este momento bajarse de una escalada que a la larga no les redundará muchos beneficios, ya que no necesariamente la superación de la etapa que seguiría al kirchnerismo venga acompañada por más y mejor centroizquierda. Sobre todo si se juega en la cancha, con las reglas, la pelota y el árbitro de la derecha más rancia y conservadora. Por cierto, la imagen del ahora republicano Solanas en el programa de Mariano Grondona, indigesta.

 

(*) Lic. en Ciencia Política - Analista Político de la Fundación para la Integración Federal

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Miércoles, 26 Mayo 2010 00:00

El Bicentenario y el Tiempo


¿Qué significa festejar este bicentenario de la Revolución de Mayo? Y al mismo tiempo, ¿qué clase de país estamos forjando hoy que dispare en un futuro lejano el festejo del aniversario de uno u otro acontecimiento de nuestra historia? Festejar el bicentenario es celebrar nuestra historia, pero también es reconocernos en este presente, pensándonos de cara al futuro.


 

El Bicentenario supone un nuevo aniversario de la idea de Patria. Uno más. No mucho más que eso. Su atracción no radica en algún cambio que pueda traer aparejado para la vida del país, hoy o mañana, sino que lo que moviliza, como siempre suele suceder en nuestra cultura occidental, es el absolutismo y la perfección del número redondo. Decir 200 años, para nosotros, simples mortales que con suerte llegamos a las 7 décadas, es decir trascendencia, postrimería y superación. Es sabernos parte de algo que nos supera, por temporalidad y tamaño. Es saber que era preexistente a nuestro nacimiento y que seguramente nos sobrevivirá cuando nuestra alma circunde por allí.

Decir 200 años supone una búsqueda constante, perenne y luminosa en el tiempo. Que no se agota en las desesperanzas, en los temores, en los logros y en las angustias de cada uno de nuestros días. Que se construye también cotidianamente, desde cada lugar, desde cada trinchera que armamos, abrazados a los vientos de cola, a las temporadas de bonanza y a los sueños que imaginamos.

Decir 200 años es comprender que nada será lo que era. Que el 25 de mayo de 1811, cuando la idea de país comenzaba a nacer, nada tenía que ver con el 25 de mayo de 1860 cuando habíamos consagrado una Constitución Nacional que nos contenía a todos después de medio siglo de encuentros y desencuentros que nos llevaron a la guerra civil entre hermanos.

Decir 200 años es preguntarnos qué próximos aniversarios queremos celebrar. ¿El de 1910, cuando el modelo agro exportador a la vez que ubicaba a la Argentina entre la decena de países con mejor ingreso per cápita del mundo, que construía monumentos y edificios fastuosos, excluía de la vida política del país a las grandes mayorías que aparecerían como triunfantes en el proyecto político que encarnó Hipólito Irigoyen?

¿O elegiremos recordar los aniversarios de las décadas del 40', del 50', y del 60' donde la mayoría de los ciudadanos habían logrado la inclusión y el reconocimiento pleno de sus derechos, cuando la educación era el agente de cambio y cuando los golpes militares eran legitimados por acción o por omisión por la sociedad civil que miraba hacia otro lado cada vez que se alteraba el orden democrático?

¿O preferiremos mirar los aniversarios de la década del 70, cuando a sangre y fuego una generación de compatriotas fue masacrada, y desaparecida para plantar la semilla gigante de la mutilación política del resto de la población y cuando las fanfarrias militares acallaban la queja casi sorda de quienes cada vez tenían menos, incluso la vida?

¿O haremos foco en los aniversarios de esta democracia que hemos sabido construir, que poco a poco y mucho a mucho fue desnaturalizando la festividad entre tanto feriado largo e ilusiones de T.V., que nos atornillan a nuestros sillones de cada living haciéndonos creer que vivimos una vida que no nos pertenece, que es de los otros y para los otros, pero que a la vez, cuenta como sello identitario, relaciones humanas más francas, más directas y más horizontales?

Decir 200 años es preguntarnos eso y mucho más. Es pensar por cómo nos gustaría que fuese el próximo centenario cuando ninguno de lo que leemos estas líneas seamos visibles corporalmente.

Pero también es presente, es mirarnos a la cara y reconocernos en ese abuelo gringo o gallego o franchute o moishe que llegó para hacerse la América y que terminó abrazado a esta tierra que con mucho sacrificio y no menos frustraciones le dio un lugar en el mundo a través del trabajo y la familia.

Es presente, sabiendo que nos queda todo por hacer. Que Mariano Moreno fue un adelantado a su tiempo y que la revolución que pretendía aún no la hicimos. Que la fuerza de Castelli vive allí en cada dolor que nos conmueve, en cada pibe que pide en la calle y en cada viejo que aún no le llegó la justicia que se merece.

Es presente, entendiendo que desde cada lugar cabe dar la pelea por el viejo sueño revolucionario, el de la independencia, el de la autodeterminación. Con inteligencia, con amor y entendiendo, clara y visceralmente que este tiempo es nuestro y el sueño sigue vivo más allá de los dolores. Por muchos Bicentenarios más, Feliz Aniversario, Patria mía.

 

(*) Lic. en Ciencia Política - Analista Político de la Fundación para la Integración Federal

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Viernes, 28 Mayo 2010 00:00

Cuando las Multitudes se Expresan


Los festejos por el bicentenario de la Revolución de Mayo sorprendieron por su enorme grado de masividad e impronta de festividad. Se pueden tejer infinitas conjeturas respecto de lo que motivó a millones de argentinos a participar activamente de esta celebración. Pero lo que nunca se debe hacer es permanecer indiferente ante esta nueva e histórica movilización popular.


 

No es fácil hacer una reflexión sobre un tema que aún se percibe tan intenso y cercano en el tiempo. A la hora de analizar los festejos por el Bicentenario cuesta salir de los lugares comunes, de las valoraciones de rigor, de las críticas obvias, de las especulaciones mezquinas.

Seguramente estas reflexiones no hubieran sido las mismas si se hubiesen hecho una semana antes. Hace siete días atrás sólo se escuchaban y leían interpretaciones de tipo históricas y una proyección de deseos a futuro. ¿Cómo llegamos al Bicentenario? ¿Cuáles fueron nuestros éxitos y fracasos? ¿Cómo quisiéramos llegar al tercer centenario? Pero las reflexiones históricas y la proyección de deseos que hubiéramos hecho la semana pasada, en estos días están condimentadas, contextualizadas, por la enorme movilización popular que acompañó los festejos del Bicentenario.

Lo pudimos ver en toda la enorme agenda de actividades desarrolladas por estos días en la Ciudadla Argentina. Todos coinciden que no fue un fenómeno que se expresó solamente en las grandes ciudades. En cada pueblo hubo momentos de encuentro con participación masiva de acuerdo a las características del lugar. Hubo recitales, obras de teatro, kermés, feria de comidas, misas, etc. de Buenos Aires. Pero el mismo deseo de nuestro pueblo de estar presente en estos festejos lo pudimos constatar en Rosario (120 mil personas en el acto central en el Monumento), en Córdoba (100 mil personas en el show de fuegos artificiales), en San Luis (22 mil personas participaron de la presentación de la réplica del Cabildo que se inaugurará el 12 de junio), en Mendoza, en Salta, en cada rincón de

Ahora: ¿qué es lo que hace que en distintas ciudades, en eventos diferentes, convocados por distintos partidos de gobierno, un festejo adopte tal nivel de masividad? Y aquí empiezan las especulaciones y las libres interpretaciones. Como la voluntad popular en las urnas, las movilizaciones populares masivas nunca pueden leerse unívocamente, ni interpretarse desde un solo lugar. No hay ni habrá una única manera de explicar el 17 de octubre de 1945. No hay ni habrá una única manera de interpretar la movilización popular en los actos de cierre de campaña del PJ y la UCR en octubre de 1983. Es imposible explicar desde un único lugar la presencia masiva de argentinos en las calles en la Semana Santa de 1987. Tampoco puede buscarse una interpretación única de las manifestaciones de diciembre de 2001.

Las movilizaciones populares masivas son, esencialmente, fenómenos complejos, imposibles de interpretar desde la mera racionalidad de las causas y los efectos. Por eso, suelen ser estudiadas por psicólogos sociales, por politólogos, por sociólogos. Cuesta entender lo que algunos llaman “multitudes”, otros denominan “muchedumbres” y algunos, despectivamente, “aluviones”.

Hoy muchos se desvelan por saber cuál fue el mensaje de los millones de argentinos que participaron de los festejos. Algunos pretenden simplificar lo complejo y hacen interpretaciones caprichosas, como aquellas que se hicieron después de las elecciones del 28 de junio de 2009. Probablemente, ni el paso del tiempo permita desentrañar el mensaje que quiso expresar el pueblo argentino en este 25 de mayo.

Pero hay algo que hoy podemos afirmar sin lugar a dudas: ese pueblo argentino quiso decir “presente”. Quiso participar (“ser” parte, “formar” parte, “tomar” parte). Dijo “acá estoy”. “Esta fiesta es nuestra”. “No nos queremos quedar afuera”. “Ésta no me la quiero perder”. Esta voluntad popular de “estar presente” se expresó en las calles y en las plazas de todo el país. Y el nivel de masividad terminó transformando a los espectadores en principalísimos actores. Pocas veces se dio un nivel de protagonismo popular tan fuerte en actos pensados “para ellos”. Sin temor a equivocarnos, podríamos decir que el pueblo argentino se “apropió” de la fiesta del Bicentenario, la hizo suya.

Cuando el pueblo aparece en las calles, cuando su presencia es tan masiva y tan uniforme en todo el territorio, cuando hegemoniza y se apropia de los espacios públicos, tenemos que estar muy atentos y expectantes.

Desde estas líneas se pretende analizar la realidad desde un fuerte sentido de pertenencia a una tradición política nacional y popular que nació en las calles y en las plazas. El radicalismo es hijo de la “Revolución del Parque” y no habría peronismo sin el “17 de Octubre”. Por eso no nos asusta el pueblo en las plazas y en las calles. Nos emociona, nos alegra. Pero sobre todas las cosas, nos compromete y nos responsabiliza.

Nunca el pueblo sale a las calles porque sí. Siempre hay motivaciones de fondo. Sólo hay que tener sintonía fina para registrar estas búsquedas y estos anhelos. Quizás en esas calles, en esas multitudes, podamos encontrar las señales - siempre confusas y contradictorias - que nos lleven hacia un destino más grande como Nación y más feliz como Pueblo.

 

(*) Lic. en Ciencia Política - Director Ejecutivo de la Fundación para la Integración Federal, Rosario

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Las indecisiones de Julio Cobos ponen en cuestión su capacidad para afrontar el liderazgo de cualquier tipo de proceso político. Su preocupación frente a las posibles consecuencias negativas de sus decisiones ante la opinión pública son una clara muestra de su falta de estatura cuando se viven momentos de cambio profundo.


 

No se puede quedar bien con todos. Las decisiones en la política trazan divisiones: algunos estarán a favor, otros en contra. Los niveles de acuerdo o desacuerdo podrán ser más o menos importantes, pero siempre existirá la disidencia. ¿Cómo hacerla desaparecer en tiempos de democracias tan complejas? Imposible. Sólo por la fuerza, eliminando las diferencias, puede alcanzarse el cien por ciento de acuerdo sobre un determinado tema. En ese caso, el supuesto consenso pleno habría reemplazado a la democracia por autoritarismo.

Los temas sensibles siempre dividen a las sociedades. Recurramos a un ejemplo reciente. A pesar de los millones de compatriotas que festejaron el Bicentenario en las calles de todo el país seguramente debe haber argentinos que hayan quedado insatisfechos o en desacuerdo con los festejos. Una amplia mayoría en la opinión pública sobre un tema no implica un consenso unánime.

La política no es el reino de los plenos consensos sino el lugar de disputa entre intereses y necesidades diversas. Es esa puja de poder entre diferentes lo que hace casi imposible que el cien por cien de los ciudadanos estén conformes con una decisión o posición política adoptada, por más beneficiosa que pueda resultar. Estas verdades de Perogrullo deben ser comprendidas por cualquier persona que quiera desenvolverse en la política.

Cuando Julio Cobos expresó su voto “no positivo” respecto a las retenciones móviles no dudó. Uso su atribución como presidente de un cuerpo colegiado para desempatar. Y, si bien pareció dubitativo e internamente afectado, a la hora de decidir lo hizo por el “No”. Fue un solo voto el que zanjó las diferencias que existían respecto a un tema que dividía a la sociedad.

Hoy vemos que Cobos pide “cautela” frente a un tema que “lamentablemente divide a la sociedad”, en referencia a las modificaciones del código civil permitiendo el matrimonio de personas del mismo sexo. No es la primera vez que el vicepresidente de la Nación evita pronunciarse desde el vamos sobre un tema. El análisis de sus comportamientos políticos nos lleva a concluir en que Cobos se inclina por los “ni” si los temas en cuestión no reflejan en las encuestas preferencias sociales predominantes. O sea: cuando las encuestas no son determinantes a favor o en contra de un tema, Cobos evita jugarse y empieza a recorrer un derrotero de lugares comunes donde las ideas de “consenso”, “diálogo” y “cautela” están siempre presentes.

La cautela y la prudencia suelen ser las palabras políticamente correctas para conservar el status quo. Pedían cautela los que se oponían al voto femenino. También la solicitaban los que no querían avanzar con el divorcio vincular. Más cerca en el tiempo, pedían prudencia y cautela los que se resistían a la nueva Ley de Servicios Audiovisuales y a la estatización del sistema previsional. La palabra “cautela” esconde un mensaje: “guarda con cambiar que puede traer consecuencias”. Lamentablemente, la historia de los derechos sociales y políticos en la Argentina estuvo siempre acompañada de sectores que, en nombre de la cautela y la prudencia, se resistieron a los cambios.

Es obvio que toda modificación de un determinado status quo legal trae consecuencias, muchas veces imprevisibles. Pero los avances en materia de derechos no pueden frenarse porque no se tenga un control perfecto de las consecuencias posibles. ¿Podía Sáenz Peña tener una clara conciencia de lo que significaría para el poder dominante en la Argentina la consagración del voto universal, secreto y obligatorio? ¿Sabía Yrigoyen lo que implicaría la reforma universitaria de 1918? ¿Acaso Perón tenía idea acabada de lo que significaría en el futuro la creación de una legislación laboral de las características de la que montó? ¿No le pasó lo mismo a Alfonsín con el Juicio a las Juntas Militares?

Los líderes políticos en serio, desde una clara idea de transformación de la realidad, analizan lo que falta y proyectan el camino a recorrer, aunque el itinerario pensado tenga consecuencias no previstas. Es ese instinto de transformación, ese olfato por encarar un camino arriesgado, lo que convierte a un político cualquiera en un líder reconocido. Se trata de jugarse, ni más ni menos, aunque las consecuencias sean imposibles de prever en detalles. Liderar implica tomar una posición, marcar un camino, aunque las aguas fluctuantes de los apoyos en la opinión pública estén divididas y confusas. Es más: ante las divisiones sociales respecto a un tema, el claro pronunciamiento de los líderes políticos puede ayudar a que las posiciones queden más claramente expresadas y argumentadas, permitiendo que adquieran volúmenes de apoyo más explícitos.

El “ni” de Cobos demuestra una vez más que está lejos de ser un líder político. Podrá ser un candidato, pero nunca un dirigente. ¿Por qué lo asustan las posibles consecuencias del matrimonio homosexual? ¿A qué le tiene miedo? ¿Qué puede pasar que ya no esté pasando que merezca tanta prudencia y cautela? ¿Por qué le preocupa que la sociedad esté dividida respecto a este tema? ¿Por qué dice que “lamentablemente” no todos piensan lo mismo?

Bienvenido sea el riesgo si de derechos se trata. Bienvenidas las divisiones si se debate sobre profundas discriminaciones existentes. Bienvenidos sean los líderes que ayuden a orientar el rumbo de la Argentina en vez de intentar surfear sobre las olas de la opinión pública. Bienvenidos sean los dirigentes que –a diferencia de Cobos– se juegan por una idea, se animan a caminar por terreno desconocido y se comprometen con causas nobles, aunque no tengan el nivel de aceptación social más óptimo en las encuestas que analizan cada fin de semana.

 

(*) Lic. en Ciencia Política - Director Ejecutivo de la Fundación para la Integración Federal, Rosario

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La primera vuelta de las elecciones presidenciales colombianas confirmó el camino emprendido por Alvaro Uribe hace ocho años. SI bien los números finales no le dieron al candidato oficialista, Juan Manuel Santos, el margen para imponerse en primera vuelta, queda posicionado para un cómodo triunfo en el ballotage.


 

Hasta hace no mucho tiempo algunos analistas se planteaban el interrogante de qué era lo que estaba en juego en Colombia, tomando como referencia las elecciones presidenciales celebradas a finales de mayo. En un país con dinámicas internas atravesadas por variables singulares en la región y perdurables en el tiempo (a saber, la presencia de la guerrilla de las FARC y la consecuente militarización de la sociedad colombiana) la única certeza que parecía ofrecer estos comicios era la continuidad de las políticas implementadas en los ocho años de gestión del presidente Álvaro Uribe, centradas principalmente en el combate a la guerrilla. Por el contrario, las incógnitas eran más numerosas.

Una de ellas era si el candidato oficialista, el ex ministro de defensa Juan Manuel Santos, podría capitalizar la enorme popularidad de Uribe. Otra era discernir como encasillar al candidato del Partido Verde, Antanas Mockus, y sus formas progresistas de acción política, así como también su capacidad efectiva de instalarlas en un nivel más general. Si bien el resultado abrumadoramente mayoritario a favor de Santos en primera vuelta es tributario de aquellas variables únicas en la región y de su correlato en el seno de la sociedad civil colombiana, la aparición de otros elementos novedosos en el transcurso de la campaña ofrecidos por Mockus y aceptados por buena parte del electorado habilita el interrogante de cuál es el rumbo al que se dirige Colombia.

Puede decirse que hubo dos hechos que marcaron un antes y un después en el proceso que desembocó en las elecciones de mayo. El primer factor fue la imposibilidad de Uribe de presentarse para un tercer mandato consecutivo, en virtud de un dictamen del Tribunal Constitucional a tales fines. Si bien esta cuestión no estuvo exenta de polémicas, centradas en torno a supuestos acuerdos bajo cuerda en el Parlamento colombiano para apoyar esta iniciativa y a irregularidades de forma, lo cierto es que la popularidad adquirida por Uribe a partir de los éxitos en la lucha contra las FARC permitía pensar no sólo en la posibilidad del tercer mandato sino en una previsible victoria. La prohibición judicial implicó, en los hechos, un cambio rotundo del mapa político con vistas a las elecciones presidenciales. Por otro lado, un segundo factor fueron los resultados de las elecciones legislativas de marzo, importantes en tanto constituirían un indicador del margen político del sucesor de Uribe. El desempeño del oficialista Partido de la Unidad, que obtuvo una cómoda mayoría (52 escaños sobre un total de 102), sumado al éxito de los conservadores, aliados naturales de la actual administración, prefiguraba un escenario despejado para la continuidad del proyecto uribista con miras a la próxima gestión, con el resultado adicional de mantener a Álvaro Uribe como actor central de la política colombiana.

En este sentido, el nombramiento de Juan Manuel Santos parecía consistente con este escenario. Habiendo ocupado el cargo de Ministro de Defensa desde 2006 a 2009, fue Santos el encargado de poner en práctica los principales lineamientos de la agenda política de la Administración, plasmados en la política de seguridad democrática. Bajo este paraguas, y a partir de la presión constante por parte del Ejército sobre la insurgencia armada, el gobierno obtuvo no sólo un repliegue de las actividades de las FARC sino que se le adjudican dos de los hechos más importantes en este marco: el rescate de la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt tras 7 años de cautiverio por parte de la guerrilla, y el descabezamiento de la cúpula guerrillera con la muerte de su segundo al mando, Raúl Reyes, en un cuestionado ataque en territorio ecuatoriano que acabó con la ruptura de las relaciones entre Bogotá y Quito. Estos éxitos lo convirtieron en el heredero y sucesor natural de Uribe, posición que se vio confirmada tras la prohibición a un tercer mandato por parte del actual presidente.

Tras las legislativas, todos los analistas descontaban su elección como nuevo mandatario hasta la aparición sorpresiva del candidato del Partido Verde, Antanas Mockus. Ex alcalde de Bogotá y proveniente del campo académico, Mockus exhibía como antecedente el saneamiento presupuestario de la economía bogotana y un fuerte sesgo pedagógico y ecológico-cultural que tuvo gran aceptación. Al sesgo educativo implementado en su campaña, y al sistema de consensos al interior del Partido Verde que desembocó en su candidatura, se le sumó un uso intensivo de Internet con sus redes sociales para la difusión de su propuesta de campaña, estrategia utilizada por Barack Obama en las presidenciales norteamericanas, y que le valió a Mockus el título de “candidato 2.0”. Este sesgo educativo se tradujo en un mensaje de campaña en el cual el respeto a la Constitución y a la ética fueron centrales, a partir de un enfoque en las falencias de la estrategia de seguridad democrática en materia de derechos humanos, con los llamados “falsos positivos”; esto es, ejecuciones extrajudiciales de civiles, presentados como guerrilleros muertos en combate, política adjudicada a decisiones tomadas desde lo más alto del Estado e instrumentadas por Santos en su gestión ministerial; o en las consecuencias institucionales de la denominada “parapolítica”, término que define los vínculos entre funcionarios de alto nivel, algunos con presunta llegada al Palacio de Nariño, y sectores del crimen organizado o el paramilitarismo.

De esta manera, la campaña electoral colombiana tuvo como característica principal el hecho de que las cuestiones de seguridad interna y lucha contra la guerrilla no ocuparon la centralidad del debate político, por lo que asuntos tales como el déficit fiscal, el alto índice de desempleo e informalidad laboral, o las relaciones con Venezuela y Ecuador en sus aspectos comerciales ocuparon este espacio. Así, temas tradicionales en el conjunto de la región sudamericana se constituyeron en los “nuevos temas” de la política colombiana. No obstante ello, y a pesar de la amplitud ideológica del arco político colombiano, se hizo patente entre los diferentes candidatos (exceptuada la izquierda, representada por el Polo Democrático) una lucha por la herencia del legado político uribista, pugna de la cual tampoco estuvo excluido Mockus, anclado en el centro político. De esta forma, el debate de fondo dejó traslucir un corrimiento del eje de discusión en el que los parámetros básicos del modelo económico-social, pero sobre todo de seguridad, no estuvieron nunca cuestionados, centrándose la atención principalmente en la búsqueda de principios de legalidad constitucional a la hora de su aplicación. El ejemplo de los “falsos positivos” se constituyó así en el ejemplo claro de los límites de la aplicación a rajatabla del enfoque uribista en cuanto al combate de las fuerzas irregulares. Esta arista del debate, por lo demás inédita, puede ser considerada como una contribución decisiva de Mockus al conjunto de la discusión.

Así, los discursos de Santos y Mockus se estructuraron en dos posiciones polares: del lado de Santos, el pragmatismo y la continuidad de las políticas de Uribe, con énfasis en cuestiones económicas, mientras que Mockus centró su discurso en un mensaje de eticidad y transparencia en la acción política concreta, aprovechando su origen políticamente separado de los partidos tradicionales u orientados al uribismo. Todo esto parecía fundamentar la paridad en las encuestas en días previos a las elecciones, que preveían un empate técnico para ambos candidatos con victoria posterior de Mockus en segunda vuelta, lo que daba lugar a pensar en el surgimiento decisivo de un nuevo discurso. Esto explicó la virulencia de los últimos días de campaña, con una presencia mediática constante de Uribe, casi como si él mismo fuera candidato y no su ex ministro de Defensa.

Tal vez no fuera tanta sorpresa la victoria de Santos en primera vuelta, sino la enorme diferencia en comparación con Mockus, resultado imprevisto para propios y extraños, pero sobre todo para las encuestadoras, que fueron incapaces de predecirlo. Más allá de las discusiones en torno a las leyes sobre sondeos y la probable pérdida de influencia de las encuestadoras como formadores de opinión, lo cierto es que dicha diferencia (46% a 21%) constituye una clara muestra de las preferencias de la sociedad sobre el rumbo a seguir. Pueden esgrimirse varios motivos: la mejora en el conjunto de la economía en un marco de crisis financiera global, la incidencia del voto rural a favor de Santos, o la aprobación de la estrategia militarista contra las FARC. De esta manera, Santos pudo erigirse como continuador legítimo del uribismo, tributando el triunfo a la figura del presidente y prefigurando un gran acuerdo nacional entre todos los partidos, ubicándose ya como presidente electo. La derrota de Mockus también reconoce razones concretas: la confirmación de la tendencia histórica del elevado nivel de abstención (50% del padrón), lo que indicó además la ausencia del voto joven, principal target de campaña del candidato verde, así como también una falta de concretización en su propuesta ético-legalista, la cual fue percibida a la hora del voto como un ideal político más que como una meta plausible. También fue importante en el deterioro de su imagen su declaración de ateísmo, crucial en un país profundamente católico, junto con la vinculación de su figura en el imaginario popular a la del presidente venezolano Hugo Chávez

En este último sentido la figura de Chávez fue un factor decisivo en la campaña. Más allá de las declaraciones en contra de Santos, las que paradójicamente favorecieron al candidato oficialista, tanto Chávez como las FARC son considerados los principales causales de la incapacidad de la izquierda colombiana de consolidarse en las urnas, en tanto existe la percepción de que ser de izquierda implica ser partidario de uno de ellos, o de ambos. Así se entiende tanto el retroceso del Polo Democrático al cuarto lugar, cuando en las elecciones pasadas se había como segunda fuerza, y el ascenso del partido Cambio Radical, de Germán Vargas Lleras, que con el 10% se consagró tercero. Si el primer ejemplo se explica por la aparición de Mockus y su discurso ético, el segundo confirma una vez más el sesgo hacia la derecha de la sociedad colombiana, descontándose el apoyo de Vargas Lleras a las políticas ahora encarnadas en Santos.

Así, la segunda vuelta pareciera haberse definido de antemano. Con el arco político inclinado hacia la derecha, con una izquierda rezagada y con una diferencia apreciable en porcentaje de votos, probablemente Mockus se afiance en los 3 millones de votantes que lo apoyaron, buscando aquello de lo que careció en la primera vuelta: la organicidad de esa masa de votos jóvenes que expresaron su preferencia vía Facebook o Twitter, buscando a la vez una mística discursiva que fue superada electoralmente por el pragmatismo político de Santos. La victoria de este discurso da cuenta de que el ganador de esta primera vuelta fue, en realidad, Álvaro Uribe. No obstante ello, nadie ha perdido de vista la importancia de aquellos viejos “nuevos temas”: desarrollo económico, generación de empleo, o incluso la ética y el apego a la Constitución. Por ello, sea quien sea el ganador, tanto Santos como Mockus bien pueden ser las expresiones de la llegada del post-uribismo a la política colombiana.

 

(*) Analista Interncional de la Fundación para la Integración Federal

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