Emmanuel Macron, el exbanquero que ganó las elecciones francesas con la bandera del cambio generacional, comenzó el domingo el quinquenato con un mensaje de continuidad respecto a sus antecesores. El centrista Macron, que a los 39 años es el presidente más joven de la V República, cree que Francia necesita recobrar la confianza para hacer oír su voz y desarrollar su papel secular: “corregir", dijo, "los excesos del curso del mundo, y velar por la defensa de la libertad”. El presidente nombrará el lunes a su primer ministro, ante de volar a Berlín, en su primer viaje oficial.
Macron quiso que su llegada al poder fuese sobria y contenida. Multiplicó los gestos. Un traje de 450 euros para él; otro prestado para su esposa, Brigitte. Tres vehículos made in France para los desplazamientos del día: uno militar, un Renault y un Citroën. Unos trescientos invitados en el salón de fiestas del Palacio del Elíseo. Un discurso breve, lejos de la retórica rupturista de la campaña y los primeros días tras la victoria electoral el 7 de mayo. Y una voluntad expresa de revestirse del ropaje presidencial, más cerca de la solemnidad monárquica que encarnó el general De Gaulle o Mitterrand que del estilo disruptivo de start-upcaliforniana que le llevó al poder
“Mi primera exigencia será devolver a los franceses esta confianza que lleva demasiado tiempo debilitándose”, dijo el nuevo presidente. Fue una carga contra el declivismo que atenaza el país: la impresión de que su decadencia es irremediable y que el mundo conspira para hundirlo. En la campaña, Marine Le Pen, líder del Frente Nacional, supo hablar mejor que nadie a esta Francia “que se siente amenazada en su cultural, en su modelo social, en sus creencias profunda”. Macron quiere recuperarla.
Sólo volviendo a confiar en sí misma, sostiene, sólo liberando las fuerzas creativas y la capacidad de innovación, sólo rompiendo los candados corporativistas y reformando una economía estancada para crecer de nuevo y crear empleo, podrá Francia recobrar su influencia global. Porque este país, dijo, “sólo es fuerte cuando es próspera, sólo es un modelo para el mundo si es ejemplar”.
Y ahí llega lo que el presidente llamó su “segunda exigencia”. Si Francia reencuentra “el gusto por el futuro y el orgullo de lo que es, el mundo entero prestará atención a la palabra de Francia”. Sin mencionar a Le Pen y a las fuerzas del populismo de izquierdas y derechas, Macron roba a estos la bandera del patriotismo para proyectarla hacia el mundo. Sólo europeizada y globalizada —sólo liberalizada— Francia puede resucitar la grandeur, según la doctrina Macron.
Ni rastro de las promesas de echar patas arriba el sistema. Ni de la novedad que supone este presidente: un hombre que ha llegado a la cúspide del poder francés sin experiencia electoral, sin partido, y con un perfil ideológico —ni izquierdas ni derechas: todo lo contrario— heterodoxo. Ni rastro del espíritu de Juana de Arco, de quien precisamente se celebraba la festividad. Hace un año Macron glosó a la heroína nacional casi como un precedente lejano, alguien que “sabe que no ha nacido para vivir, sino para tentar lo imposible”, porque, “como una flecha, su trayectoria fue neta: Juana perforó el sistema”.
Macron hizo lo contrario: se inscribió de lleno en el sistema, en la cadena que, eslabón a eslabón, mantiene en pie el Estado y, con él, Francia. Uno a uno, de De Gaulle a Hollande, homenajeó a sus siete antecesores en la V República: paradójicamente los arquitectos de la Francia deprimida que él quiere cambiar. Al reclamar una Francia no encerrada con sus obsesiones sino con vocación universal, se afirma como heredero de unos principios que también sus defensores mantuvieron. E intenta ocupar un espacio que la otra nación con una vocación universal, Estados Unidos, repudia a diario con el presidente Donald Trump.
FUENTE: El País
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Camila Abbondanzieri