El golpe en Paraguay a fines de junio provocó la reacción inmediata del Mercosur y la Unasur. En contraste, la endeble respuesta de la OEA puso en evidencia no sólo sus deficiencias como institución sino también su ocaso como árbitro regional.
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Inmediatamente después de conocerse la destitución de Fernando Lugo del cargo de Presidente de la República del Paraguay, la atención mediática y política –tanto en el país como en el extranjero– se centró en el posicionamiento que tendrían sus (ex) colegas sudamericanos, así como las instituciones regionales de las que forman parte, particularmente el Mercosur y la Unasur. Por el contrario, lo que tenía para decir la Organización de Estados Americanos (OEA), que al igual que Estados Unidos no fijó una posición clara sobre la interrupción del orden democrático, careció de cualquier peso político.
El secretario general de ese organismo, José Miguel Insulza, se limitó a realizar declaraciones abstractas sobre la “tranquilidad” de las calles de Asunción, aunque advirtiendo su condición “delicada”. Un tipo de descripción de quien se sabe fuera de juego. Términos similares usó en el informe que elaboró para el Concejo Permanente del organismo, donde habló de “salidas constructivas” y de “fortalecer a la democracia”, a la vez que rechazaba cualquier medida condenatoria, ya sea declarativa o práctica, de lo sucedido en Asunción.
En cambio, desde la Unasur y el Mercosur las acciones fueron veloces y determinantes, y derivaron en la suspensión de Paraguay de ambos organismos, hasta que nuevas elecciones bañen de legitimidad democrática a quien ocupe el sillón del mariscal López.
Desde el punto de vista “interno” el golpe en Paraguay deja sin dudas un saldo negativo y una proyección preocupante sobre el futuro de ese país. Paradójicamente, esa conclusión no puede trasladarse mecánicamente al plano regional. En efecto, el ingreso de Venezuela al Mercosur como socio pleno es una primera “consecuencia no deseada” del golpe, pero claramente positiva para la consolidación del bloque. La crisis paraguaya esboza también cambios de más largo plazo, como el ocaso de la OEA como árbitro regional, en contraposición a una diplomacia presidencial sudamericana que se ubica en el centro de la escena.
DE LA TUTELA A LA AUTONOMÍA
Hoy parece una locura, pero hasta la cumbre del 18 de diciembre de 2004, cuando los presidentes de los doce países sudamericanos firmaron la Declaración de Cuzco y conformaron la Comunidad de Naciones Sudamericanas (que luego adoptaría el nombre de Unasur), el único organismo político que definía posiciones “regionales” tenía su sede en… Washington.
La OEA, hasta hace poco tiempo, era el ámbito de reunión de los gobiernos de América del Norte, América Central y el Caribe, y América del Sur. Y si bien era evidente que los territorios estatales al Sur del río Bravo tenían una serie de intereses cuanto menos diferenciados de los del Norte, no fue sino hasta la creación de la Unasur que se conformó un espacio de deliberación autónomo de la tutela estadounidense.
La OEA nació a mediados del siglo XX cuando en el mundo se iba moldeando el esquema “amigo-enemigo” propio de la Guerra Fría. Además de esa coyuntura, que incentivaba a Estados Unidos a adoptar el papel de guardián hemisférico, la creación del nuevo organismo regional terminaba de cerrar una serie de intentos previos que, desde comienzos de siglo –es decir, cuando se hizo notorio el crecimiento del poder estadounidense–, buscaban la construcción de una geopolítica basada en la idea del “panamericanismo”, un concepto que, más allá de una supuesta pluralidad totalizadora, apenas lograba esconder una forma de integración pensada desde un centro que se desplegaba sobre su periferia.
No se trata de cuestiones meramente “ideológicas”: basta nombrar algunos hechos puntuales de la trayectoria de la OEA para advertir que su agenda de problemas no fue construida en base a las necesidades de las repúblicas del Sur sino desde la óptica de defensa hemisférica de Estados Unidos.
En efecto, el único país del continente expulsado del organismo en toda su historia es Cuba. Esto sucedió en 1962, cuando el gobierno surgido de la Revolución de 1959 declaró su condición socialista y se acercó al bloque soviético. Desde ese momento, se sucedieron decenas de golpes de Estado y gobiernos dictatoriales en la mayoría de los países latinoamericanos, y ninguno de ellos recibió el mismo trato por parte de la OEA, a pesar de que el artículo Nº 2 de su Carta Fundacional sostiene como principio “promover y consolidar la democracia representativa”.
Como dato significativo del lugar que ocupó la defensa de la democracia para la OEA, cabe recordar que el único período en que Argentina ocupó la Secretaría General fue, llamativamente, entre 1975 y 1984. Sin embargo, hay que señalar también que la visita en 1979 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (que forma parte de la OEA) fue un hito importante para el reconocimiento internacional de las violaciones a los derechos humanos en Argentina.
Esto, sin embargo, no afectó el centro gravitacional de poder del organismo. Al contrario, la condena a las violaciones a los derechos humanos a fines de los 70 fue parte de un giro político interno de Estados Unidos, personalizado en el ascenso a la presidencia del demócrata Jimmy Carter, que tuvo, así, su reflejo en la política de la OEA.
Este orden de cosas, esta forma de “americanización” era, más allá de las valoraciones ideológicas, perfectamente entendible en un mundo donde la principal potencia mundial disputaba a escala global el control de los territorios nacionales. América Latina aparecía en ese contexto ubicada en un lugar nítido para los intereses estadounidenses: adentro. La imagen de patio trasero, más allá de su connotación despectiva, señalaba una ubicación precisa. Pero la situación ha cambiado.
Las fechas del cambio se corresponden con dos caídas: la del Muro de Berlín en 1989 y la de las Torres Gemelas en 2001. Con la disolución del bloque socialista, el papel de la OEA como garante del “sistema interamericano”, es decir, como diplomacia de contención estadounidense, perdió sentido, en tanto ya no existía en el mundo un lugar adonde un hipotético gobierno rebelde pudiera huir. La necesidad del carcelero se extinguía con la desaparición de la posibilidad práctica de una conversión “marxista-leninista”, argumento central de aquella decisión de expulsar a Cuba. El orden mundial se astilló, aunque la primera impresión fue que se consolidaba el jugador que había quedado en pie.
Dos años después, ante la crisis de nervios que provocó el ataque a las Torres Gemelas, Estados Unidos puso sus ojos muy lejos de su principal zona de influencia. La obsesión por la conquista del Oriente árabe terminó por volver brumoso su papel de conductor en América Latina (fundamentalmente, en América del Sur). Washington emprendió entonces su “batalla civilizatoria” dando tal vez por descontado su influencia continental, al mismo tiempo que el orden neoliberal que con tanto éxito había promocionado en los países de la región aparecía en ese 2001 dando muestras evidentes de haber entrado en crisis.
Los países sudamericanos ensayaron entonces salidas políticas y económicas que en otros momentos hubieran despertado un veto explícito desde el Norte. Se encontraron así con un margen de maniobra nuevo, inédito en décadas anteriores. Por eso desde hace varios años los países latinoamericanos, y especialmente los sudamericanos, vienen creciendo y aplicando políticas económicas y sociales que, desde una visión optimista, se pueden calificar de pos neoliberales y, desde una perspectiva más minimalista, podrían ser definidas como heterodoxas. Con cierta lógica, ese nuevo margen comenzó a traducirse en el plano diplomático y geopolítico.
LEJOS DE LA MODORRA PROTOCOLAR
Cuando Néstor Kirchner asumió como secretario general de Unasur en 2010, lo hizo desde una convicción práctica: antes que conformar una estructura burocrática sólida, el desafío radicaba en armar una mesa política, una diplomacia presidencial que empujara el carro siempre pesado que supone una integración regional.
Si hay algo que diferencia notoriamente a ese organismo (y de forma un poco más relativa, también al Mercosur) de otras instancias diplomáticas, es su carácter “politizado”. Los presidentes se reúnen, debaten y deciden con una incidencia bastante menor de sus respectivas burocracias de cancillería. En algún punto, parece un reflejo de lo bueno y lo malo de las construcciones políticas populares en cada uno de los países: nacidas o sostenidas la mayoría de ellas por liderazgos fuertes, tienen una impronta decisionista que habilitan cambios acelerados, agendas más osadas que lo que permitirían los “tiempos institucionales”.
Evidentemente, son los colores de esta época, que cuestionan (o al menos completan) la crítica acerca de la concentración del poder en los liderazgos. Esa crítica apunta a lo evidente: el poder está personalizado. Pero eso tiene un revés de la trama que suele no reconocerse, y es que esa personalización significa también una “humanización”, en tanto son los presidentes en persona quienes, en el terreno, toman las decisiones. Así, las cumbres presidenciales se convirtieron en ámbitos repolitizados, eventualmente tensos pero por eso mismo de una gran productividad. Y si el peso específico de cada país sigue jugando un papel fundamental (basta recordar que uno sólo de los miembros de Unasur –Brasil– iguala en territorio, PIB y población a la suma del resto), también, como en todo ámbito de discusión y decisión genuinas, tienen relevancia los carismas, las voluntades individuales, el liderazgo entre líderes.
En ese sentido, la doble cumbre del Mercosur y la Unasur que sesionó en Mendoza en los últimos días de junio volvió a mostrar esa imagen de diplomacia presidencial hiperactiva, muy lejos de la exasperante modorra protocolar. Dilma Rousseff, Cristina Fernández de Kirchner y Pepe Mujica se encerraron a debatir qué harían con el cuarto socio. El desafío era dar una respuesta al quiebre democrático en Paraguay con el hecho consumado sobre sus espaldas.
La reacción llegó en dos planos combinados. Con la presión de Brasil y Argentina sobre un Uruguay muy tironeado internamente (lo que saldría a la luz días después, cuando el canciller uruguayo Luis Almagro habló de “presiones” para que Mujica sumara su voto), los socios anunciaron la suspensión temporal de Paraguay del organismo y, al mismo tiempo, la inminente entrada de Venezuela.
Las dos decisiones incluían además un mensaje claramente dirigido al Congreso paraguayo, que había sido el obstáculo permanente para el ingreso de Venezuela y, a la vez, el centro de la conspiración política que terminó con el mandato de Lugo.
Finalizada la reunión del Mercosur, comenzó la de la Unasur. Cristina Fernández de Kirchner, anfitriona del evento, anunció que el almuerzo protocolar iba a quedar para una mejor oportunidad, porque la responsabilidad política exigía una definición del bloque sudamericano.
Al igual que en la primera reunión, los debates se sucedieron, aunque ahora en un marco en el que la pluralidad ideológica pedía más muñeca y negociación. Chile, Colombia y Perú no sólo no pertenecen al Mercosur (por lo cual no tenían un interés directo en la sanción a Paraguay) sino que vienen impulsando un germen de alternativa libremercadista desde la Alianza del Pacífico, junto con México. En cambio, para Brasil y Argentina la sanción de Unasur resultaba políticamente muy relevante como vía para legitimar la suspensión decidida en el Mercosur.
La misma dupla tuvo que convencer al arco bolivariano (Venezuela, Bolivia y, principalmente, Ecuador) de la inconveniencia de avanzar en sanciones económicas que dieran más argumentos a la derecha paraguaya para profundizar aun más el extendido sentimiento anti-integración que predomina en la sociedad guaraní. Ese sentimiento tan extendido en los dos socios menores del Mercosur debería generar una preocupación más relevante en Argentina y Brasil. Preocupación que tiene la forma de preguntas incómodas para estos últimos: ¿sirve la ecuación comercial actual para paraguayos y uruguayos? ¿No se está reproduciendo al interior del bloque la lógica de centro y periferia que se denuncia muros afuera?
Una última conclusión posible de esa doble cumbre es que, probablemente, los próximos escenarios de integración regional asumirán más el carácter de “espacio” que de estructuras rígidas. Es decir, las fronteras organizacionales entre Mercosur y Unasur probablemente se sigan cruzando, así como también se solapen sus facultades y atribuciones. De modo que, la idea original de un Mercosur “económico” y una Unasur “política” aparece más teórica que práctica, en tanto los desafíos que la realidad les impone a cada una de las instancias no se fijan a partir de la letra chica de los tratados.
Un ejemplo es que la crisis paraguaya politizó al Mercosur llevándolo a discutir algo más que barreras arancelarias y cuotas de importación. En sentido opuesto, la crisis internacional, que cada día parece impactar un poco más de lleno en la región, probablemente abra en la Unasur instancias de debate sobre cómo protegerse económicamente de esa tormenta.
PANORAMA REGIONAL
Cabe aclarar que a pesar del saldo positivo que dejó la actuación del Mercosur y la Unasur frente al golpe en Paraguay, ningún armado regional, por sólido que sea, puede reemplazar la construcción de poder político en cada país. Aun con una decisión contundente de los organismos regionales por sostener el orden democrático, la suerte de Lugo ya se había sellado en Asunción. La lección paraguaya funciona como una advertencia para el resto de los procesos políticos transformadores: serán la acumulación de poder político y social interno, además de las virtudes de los gobernantes para ensanchar sus grados de representación, lo que va a asegurar que los intentos desestabilizadores puedan ser neutralizados. Y si bien es poco probable que el formato de “golpe institucional” pueda repetirse en otros países sudamericanos (ningún gobierno iguala la escasez de poder legislativo –y en general, estatal– del proceso paraguayo), no caben dudas de que los poderes corporativos de la región tomaron nota de un nuevo margen de maniobra. Un margen aún estrecho, pero existente y que puede traducirse así: desde que Hugo Chávez ganó las elecciones hace ya más de 13 años, por primera vez un gobierno pos neoliberal pierde el Poder Ejecutivo en Sudamérica. Sin embargo, ninguno de esos elencos gobernantes fue aún derrotado en las urnas. La democracia, una conquista que se creía de tiempos ya pasados, sigue siendo un terreno de (y en) disputa.
(*) Periodista. Autor, junto a Emanuel Damoni y Emiliano Flores, de Integración o dependencia. Diez tesis sobre el presente de América Latina, Ediciones Continente, Buenos Aires, 2012.
RELEVANCIA Y EDICIÓN: Rafael Pansa
FUENTE: El Diplo
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