Los acontecimientos de las últimas semanas en Europa ponen de manifiesto que las medidas económicas de tipo neoliberal siguen gozando de buena salud. No obstante esta corriente de pensamiento ha cambiado su eje discursivo y está intentando reorientar su retórica en aras de perpetuar su predominio ideológico
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Desde el estallido de la crisis financiera en el 2008 se ha ido produciendo, casi imperceptiblemente, un fenómeno poco frecuente durante los últimos treinta años: las otrora grandes eminencias que desde la intelectualidad económica defendían los postulados más caros al neoliberalismo lentamente se fueron llamando a silencio.
La libertad a ultranza de los mercados, la disciplina fiscal a costa de los intereses del conjunto de la sociedad, la flexibilidad laboral, la baja de pensiones jubilatorias –y, en paralelo, el aumento en las edades jubilatorias mínimas– la desinversión en educación y su creciente mercantilización y la privatización de empresas públicas han sido los caballos de batalla más importantes de su discurso, el cual vivió su pico máximo durante la década del noventa.
Pero si usted es alguien que sigue con algún interés los acontecimientos que se desarrollan por estos días en Europa, bien me podría decir "ese discurso no es muy distinto de lo que hoy se está haciendo en el Viejo Continente". Y ¿sabe qué? Tendría razón. A pesar de esta suerte de aparente silencio de las luminarias que solían aleccionarnos sobre cómo funcionaba el mundo y cómo se comportaba un país "serio", su ideología –el neoliberalismo– lejos está de haber desaparecido.
El problema es que el neoliberalismo es –como solemos decir por aquí– un bicho ladino, resbaloso y escurridizo. Aparece en un lugar y cuando se queda sin margen para seguir manteniendo su predominio ideológico, muta de forma y cambia de lugar. Pero sus principios fundamentales siguen allí, llevándose puesto el porvenir de sociedades enteras. Esto nos da el pie para explicar por qué hablamos de un neoliberalismo con nuevo rostro.
Desde mediados de los años ochenta y en especial durante los noventa, la hegemonía del pensamiento neoliberal se basó en una premisa fundamental: la culpa de la inestabilidad y de la crisis financiera que aquejó a parte de la economía mundial en los años setenta la tenía el Estado. Pero no cualquier Estado. Se trataba de la forma de Estado que intervenía y regulaba la marcha de la economía, que se preocupaba por el bienestar social de sus ciudadanos, de la salud y la educación, que procuraba brindar los servicios públicos básicos desde empresas de propiedad pública. En definitiva, de lo que comúnmente se denominó el Estado de Bienestar.
Como ocurrió durante mucho tiempo, América Latina fue uno de los primeros lugares que funcionaron como laboratorio de pruebas de estos corpus de ideas que comenzaron a tomar forma en la Escuela de Economía de Chicago y que, con el tiempo, dieron en llamarse neoliberalismo. Y casi como un chiste macabro de su relación con los mecanismos de la democracia real, se necesitó de las dos dictaduras más sangrientas de su época para implementarlas: el Chile de Pinochet y la Argentina del Proceso y Martínez de Hoz.
Ronald Reagan en los Estados Unidos las puso en juego una mañana como cualquier otra cuando en un discurso pronunciado en el parquet de la Bolsa de Wall Street afirmó "Vamos a Dejar al Toro Suelto!!", una metáfora que aludía a la famosa estatua de un toro emplazada frente al edificio de la Bolsa de Valores y que implicaba acabar con las regulaciones estatales sobre el sector financiero. Su ejemplo fue seguido casi inmediatamente por Margaret Tatcher, la primer ministro británica.
El eje central de ese discurso seguía siendo el mismo: el Estado sobredimensionado es malo e ineficiente y es necesario acabar con él. Este postulado vivió su etapa dorada con el Consenso de Washington durante los años noventa. A todo lo largo de esa década se vieron los episodios más crudos respecto de cuáles eran las consecuencias de sus recetas: la democracia funcionaba nominalmente, la represión de la protesta social garantizaba el modelo y la corrupción institucionalizada vulneraba los mecanismos virtuosos del sistema republicano. El periplo que desembocó en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 en la Argentina fueron el caso más extremo. El laboratorio arrojaba nuevos –e inesperados– resultados para los defensores del neoliberalismo.
El 2001 de la Argentina fue la culminación de un proceso de deterioro del sistema financiero neoliberal que recorrió toda su periferia desde 1995 con la crisis del Tequila, pasó por el sudeste de Asia en 1997 y por Rusia y Brasil en 1998. Todas esas alertas preocuparon a los representantes del discurso neoliberal. Pero la relativa calma de los años siguientes, enfocados en la guerra de George W. Bush contra el terrorismo, les hizo pensar que lo peor ya había pasado. La quiebra de Lehman Brothers en el 2008 los despertó de tan cómoda ficción.
Este breve e incompleto recorrido sirve para ilustrar el foco que neoliberalismo puso en el Estado como fuente de todos los males económicos y de cuyo control había que librarse. La expresión "Estado Mínimo" servía para ilustrar este objetivo: la institución estatal sólo debía ocuparse de garantizar las condiciones mínimas indispensables para que las personas (físicas y jurídicas) jugaran el juego de la "libre competencia", ser el brazo represivo de quienes intentaban cambiar esa situación y si, en el devenir de este juego, había algunos que quedaban excluidos bueno, habrá sido porque no supieron cómo desenvolverse.
Actualmente, esta clase de discurso sólo se escucha en los sectores de la derecha más rancia de los Estados Unidos, encarnada en el movimiento Tea Party. Incluso para sectores del conservadurismo tradicional de ese país, esta retórica está fuera de época. Fuera de allí, nadie se atreve a pronunciarla en voz alta. Eso es porque de acuerdo al nuevo neoliberalismo la fuente de todos los males ya no es el Estado, son la política y los políticos.
Ya no se trata del tamaño del Estado –el ejemplo de que el Estado puede cumplir un papel virtuoso tiene en la Argentina desde el 2003 un ejemplo demasiado actual y presente como para seguir sosteniendo esa tesis– sino de si quienes deben cumplir funciones de gobierno son más o menos idóneos. Basta para ilustrar esto algunos pasajes de editoriales del diario El País de España respecto de la pasada Cumbre de Bruselas:
"Las cumbres europeas se han sucedido a un ritmo frenético pero ninguna de ellas ha sido capaz de encauzar una riada que ha estado a punto de llevarse por delante a la unión monetaria".
"El castigo que sufre la deuda soberana se debe a razones políticas, no económicas. El euro sigue siendo una moneda fuerte; tenemos más ahorro, una balanza por cuenta corriente más equilibrada y unas cuentas públicas más saneadas que los Estados Unidos, el Reino Unido o Japón. Si aun así los inversores están abandonando en masa el mercado de obligaciones europeo es porque sospechan que la unión monetaria no es una unión irreversible. Dudan sobre la gobernanza europea y sobre nuestro compromiso con el euro".
Y, finalmente, la referencia a la autoridad suprema: el Mercado. "Es pronto para hacer una valoración definitiva de la cumbre de Bruselas porque todavía quedan muchos cabos sueltos y, lo que es más importante, porque serán los mercados los que emitan el veredicto final. Veredicto que dependerá de la decisión con la que las instituciones europeas intervengan para estabilizar los mercados y de su lucidez para poder avanzar en un auténtico proceso de integración económica".
Dicho en otras palabras, los responsables por el actual estado de la economía europea se llaman, Georgios Papandreu, José Luis Rodríguez Zapatero o Silvio Berlusconi, no el Estado griego, el español o el italiano. Al mismo tiempo, la "ineficiente" dirigencia política europea lentamente se va rindiendo incondicionalmente a los intereses de quienes verdaderamente detentan el poder: los bancos financieros privados y sus representantes tecnócratas. El primer atisbo de esto ocurrió tras la salida del gobierno de Papandreu en Grecia y de Berlusconi en Italia. Sus remplazantes, Lukas Papademos y Mario Monti, respectivamente –que no fueron electos por el voto popular, sino puestos a dedo tras las presiones del Banco Central Europeo y el FMI– repitieron el mantra neoliberal hecho famoso por Domingo Cavallo: "no soy un político, soy un administrador".
Ahora, tras la Cumbre de Bruselas, la dirigencia política europea –con excepción del británico David Cameron– parece haber firmado su rendición. En el acuerdo final no se incluyó ni una sola línea sobre las sociedades que están llamados a gobernar: ni una palabra sobre el desempleo, ni una idea para reactivar el crecimiento ni menos aún un plan dirigido a combatir la extrema pobreza que gana sectores cada vez más amplios de la sociedad europea. El pacto aprobado por los 26 es un texto de tecnócratas para tecnócratas, cuyo contenido parece especialmente diseñado para contentar a los bancos y principalmente al nuevo rey de Europa, el Banco Central Europeo.
En el futuro, el déficit de cada país miembro no podrá sobrepasar el 3 por ciento del PBI. Ese criterio estará garantizado en el texto constitucional de cada nación. Si algún Estado sobrepasara ese margen, el acuerdo estipula que habrá sanciones casi automáticas, que la Comisión Europea no sólo podrá emitir su opinión sino, también, pedir que se introduzcan cambios en los presupuestos de cada país antes de que el Tribunal de la UE determine si un Estado cumplió o no con las normas fiscales. Los 26 aceptaron así someterse al arbitraje externo de un club de tecnócratas que nada tienen que ver con las mayorías electas que elaboran los presupuestos nacionales.
Lo que queda absolutamente claro es que este acuerdo ha ido en total detrimento del sistema democrático y de las sociedades que por medio de él se expresan. Igual que en América Latina en los años setenta. El euro salió de Bruselas con un nuevo tratado pero la Unión Europea quedó herida doblemente. El acuerdo sin Gran Bretaña deja a uno de sus miembros afuera, al tiempo que se reducen los espacios de debate democrático en el seno de la UE.
Casi todo queda en manos de la Comisión y del Consejo Europeo. El Parlamento Europeo en Estrasburgo pasa a tener un papel mucho menor y, con ello, se pierde el principio de control público sobre las decisiones. Estas se tomarán entre tecnócratas y bancos sin que la opinión pública tenga el más lejano derecho a intervenir o interceder con los mecanismos legítimos de la democracia. La cumbre de Bruselas quizás salvó el euro pero enterró mucho de los principios con los que soñaron los fundadores de la Europa unificada. Una vez más, la elite tecnócrata y financiera avanzó sobre el territorio de la gestión política. 330 millones de europeos se quedaron sin voz.
Bienvenidos al neoliberalismo del siglo XXI. Bicho ladino, escurridizo y resbaloso. Hay que seguirlo con mucha atención. Demasiado lo hemos padecido en nuestro pasado reciente. Sólo la revalorización de la política como el espacio para el debate, el reclamo democrático y el intercambio de ideas podrá contrarrestar este nuevo impulso neoliberal que toma fuerza en los países centrales. Sólo el accionar conjunto y coordinado de las naciones que creemos que otro camino es posible podrá contenerlo y, de ser posible, erradicarlo de una vez y para siempre.
(*) Licenciado en Relaciones Internacionales. Analista Internacional de la Fundación para la Integración Federal
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