Hace tres décadas explotaba el reactor nuclear de gran potencia RBMK-100 número 4 de la central nuclear de Chernóbil en territorio ucraniano, situada cerca de la frontera con Belarus. La central nuclear se comenzó a construir en 1972 y era considerada como uno de los grandes proyectos de la URSS y una de las plantas más potentes.
Casi como un desenlace anunciado, el reactor 4 fue construido precipitadamente y su diseño tenía fallas. Unos años antes del desastre, uno de los reactores de la central, el número 1, tuvo una fusión parcial en su base pero fue reparado. Sin embargo, el reactor número 4 no sobrevivió a la prueba que intentaba testear si las turbinas generaban suficiente energía para las bombas de refrigeración en caso de fallar el suministro eléctrico, y el aumento súbito de su potencia culminó en la destrucción total del reactor. La explosión de la cubierta de éste liberó enorme radiación con consecuencias perennes y cuya magnitud es comparable a 400 bombas de Hiroshima.
Días después de la explosión, se comenzó a construir un armazón sobre el reactor para evitar un mayor derrame de la contaminación radioactiva y para que la central siga funcionando. Desde 2013 se construye un sarcófago aún más grande y, aparentemente, más resistente. Los demás reactores de la central siguieron funcionando luego de la catástrofe. El último en permanecer operativo fue el número 3.
En el período subsiguiente a aquel 26 de abril y por un período prolongado, alrededor de un millón de personas participaron en operaciones con el fin de minimizar las implicancias del desastre. Junto con los especialistas en materia nuclear, participaron soldados del ejército soviético, cuyo rol fue conocido como “liquidadores”.
Las ciudades fantasmas
Las imágenes de cómo las ciudades fantasmas de Pripyat y Chernóbil lucen hoy son un claro reflejo de los vestigios de la catástrofe. La nube de isótopos de uranio y plutonio obligaron a los habitantes a exiliarse en otras ciudades. Aquellos que se negaban a dejar sus casas fueron forzados a abandonarlas; algunos pudieron volver por sus pertenencias de valor, otros permanecieron con sólo la imagen de sus hogares. Algunos residentes, aunque muy pocos, se negaron a ser evacuados de la zona de exlusión.
Pripyat fue en su momento una ciudad moderna y joven, la edad promedio de sus habitantes era de 29 años, justamente se fundó para albergar a las familias de los trabajadores que participaron en la construcción de la central. Al momento de la catástrofe vivían allí 50.000 personas y se hallaba a sólo 2 km de la central.
A pesar del paisaje desolador, la zona de exclusión se convirtió en una atracción de turistas morbosos. Hasta hace unos años atrás la zona era visitada por científicos, periodistas y autoridades. Hoy miles de turistas pagan por recorrer la zona del desastre donde la naturaleza ocupa el espacio que hace 30 años era del hombre.
El incendio del reactor causó 31 muertes, entre trabajadores de la central y bomberos que participaron en apagar el incendio. Sin embargo, las víctimas derivadas indirectamente de la radiación implican una cifra mucho más elevada, la cual sigue creciendo 30 años después. La contaminación radioactiva alcanzó un radio de 150.000 km cuadrados, afectando a aproximadamente 3 millones de personas. La flora y fauna también sufrieron las consecuencias de ese veneno invisibles que fue desparramándose cada vez más con el viento y la lluvia. Según especialistas, la zona de los 30 km alrededor de la central no será segura para vivir por 300 años, hasta que logren desintegrarse las partículas de alta radioactividad que persisten en el ambiente.
El hermetismo de esa época en torno a lo que implicaba el desastre y las consecuencias de la radiación exacerbaron la situación. Consecuentemente, la desinformación que propugnaron las autoridades soviéticas derivó no sólo en muertes, sino en un número creciente de personas con enfermedades terminales como cáncer y malformaciones en niños al nacer. Los sobrevivientes de Chernóbil no sólo tuvieron que sufrir ese desconocimiento de la terrible situación a la que estaban expuestos y la exclusión a los que la sociedad los sentenció. También fueron destinados al abandono por parte de las autoridades, en quienes no encuentran el apoyo necesario para enfrentar las enfermedades derivadas de la radioactividad.
Los “liquidadores” son las otras víctimas de esta catástrofe. Fueron obligados a actuar bajo una extrema confidencialidad y con un extremo desconocimiento de lo que aquella radiación implicaba. Algunos de los soldados partían hacia Chernóbil desde Kiev o Moscú sin tener remota idea de cuál era su mandato allí, a combatir con un enemigo que resultó siendo invisible. Estas personas terminaron, literalmente, poniendo su cuerpo para evitar otra explosión, sin protección adecuada para hacer frente a semejante radiación. Al igual que los habitantes de los alrededores de la central, los liquidadores no encontraron el amparo necesario ante las autoridades a pesar de las condecoraciones simbólicas que recibieron en su momento. Desde la disolución de la URSS, la salud dejó de ser gratuita y tuvieron que afrontar los tratamientos ellos mismo. En su momento, el gobierno ucraniano examinó la idea de ofrecer indemnizaciones a ellos y familiares de las víctimas pero el presidente Poroshenko vetó la ley que lo contemplaba. Hoy quedan con vida alrededor de 130.000 “liquidadores”.
Un sarcófago para albergar la muerte
Svetlana Alexievich, Premio Nobel a la Literatura en 2015, hace una excelente cita de lo que significa el sarcófago que se construye sobre el reactor 4 de la Central en su obra “Voces de Chernóbil”. Alexievich reproduce “El sarcófago es un difunto que respira. Respira muerte. ¿Cuánto tiempo aguantará? Nadie sabe dar una respuesta a este interrogante; hasta hoy, es imposible aproximarse a muchos de los nudos y construcciones para establecer su grado de seguridad. En cambio, todo el mundo comprende lo siguiente: la destrucción del “Refugio” daría lugar a unas consecuencias aún más terribles que las que se produjeron en 1986”. Allí aún permanecen alrededor de 750.000 metros cúbicos de desechos contaminantes radioactivos. Hoy, 30 años después de la explosión, el reactor no se encuentra lo suficientemente protegido para evitar otra hecatombe.
El sarcófago de hormigón armado, construido sobre el reactor 4 para contener la radiación, se suponía que duraría 30 años. La superestructura, denominada Nuevo Sarcófago Seguro o “Arca”, que está siendo construida hoy sobre el sarcófago es de 190 metros de longitud y 104 de altura. La misma se prevé estar terminada para 2017, aunque por el momento queda mucho por hacer. De hecho, frente a la delicada situación financiera que persiste en Ucrania agravada por los sucesos desde fines de 2013, el país se encuentra frente a una escasez de fondos para destinar a la finalización de la obra. Es por ellos que la Unión Europeo anunció una ayuda de 20 millones de euros destinados a finalizar el sarcófago y desmantelar otras unidades de la planta nuclear.
Cuando se recuerdan los aniversarios de Chernóbil se ponen sobre la mesa varias cuestiones que llevan a un debate interminable. El primer lugar el daño ambiental y humano que el desastre provocó y las probabilidades de que ello se repita allí o en cualquier rincón del mundo. En segundo lugar, y más aún cuando se discuten cuestiones sobre modificación en el paradigma de consumo energético, qué lugar ocupa la energía nuclear hoy, siendo ésta una alternativa más limpia que los hidrocarburos pero con los riesgos y costos que conlleva el desarrollo de la misma. Y por último, se pone en cuestión el peligro de que el uranio enriquecido no sea destinado para fines pacíficos y que termine en manos de actores que no duden en utilizarlo para el desarrollo de armas nucleares.
(*) Licenciada en Relaciones Internacionales e investigadora del Centro de Estudios de Política Internacional de la Fundación para la Integración Federal