Los tiempos de las primarias republicanas se van cerrando y la puja entre Barack Obama y Mitt Romney parece ser número puesto. Y en este marco surgen las preguntas de siempre: ¿Hasta qué punto las promesas de campaña deben ser una guía a la hora de optar por un candidato? ¿Cómo compatibilizar las promesas de campaña con el ejercicio del cargo en el día a día?
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Aunque las elecciones primarias para las presidenciales de los Estados Unidos no han concluido, ya es casi seguro que Mitt Romney será el candidato del partido Republicano para enfrentarse al Presidente Barack Obama en noviembre.
Como Gobernador de Massachussets, Romney ejerció el cargo como un conservador competente y moderado, actitud política adecuada para el electorado de su Estado, pero en las primarias predomina el ala de extrema derecha del Partido Republicano, por lo que Romney se ha esforzado mucho para librarse de la etiqueta de "moderado" proclamando posiciones mucho más conservadoras. Ahora, como posible candidato del partido, debe volver al centro político, donde se encuentra la mayoría de los votos.
Así, pues, ¿cuál es el verdadero Mitt Romney? ¿Y cómo pueden juzgar los votantes a los dos candidatos?
Obama tiene un historial demostrado, si bien ha decepcionado a muchos que lo votaron en 2008. Naturalmente, sus partidarios sostienen que tuvo que adaptarse a dos guerras en marcha y a la peor recesión desde el decenio de 1930. Además, después de las elecciones de mitad de período de 2010, una Cámara de Representantes hostil, controlada por los republicanos, bloqueó sus iniciativas.
Por su parte, Romney citará las primeras promesas de Obama, aún incumplidas, mientras que éste llamará a Romney "veleta", porque cambia de posición según los momentos (y el auditorio). En realidad, la dificultad de predecir la actuación en el cargo del posible ganador no es nueva.
En su campaña electoral de 2000, George W. Bush hizo la famosa promesa de un "conservadurismo compasivo" y una política exterior humilde, pero gobernó de forma muy diferente, como cuando decidió invadir el Irak. Asimismo, Woodrow Wilson y Lyndon Johnson hicieron promesas de paz en sus campañas electorales, pero los dos llevaron a los Estados Unidas a una guerra poco después de ser elegidos.
¿Constituyen esos cambios posteriores a las elecciones una burla de la democracia? ¿Cómo pueden hacer los votantes juicios con conocimiento de causa cuando las campañas están tan cuidadosamente preparadas de antemano y tan hábilmente promocionadas?
Los teóricos de la conducción política indican que debemos prestar menos atención a las promesas de campaña de los dirigentes políticos que a su inteligencia emocional: su autocontrol y su capacidad para emocionar a los demás. Al contrario de la opinión según la cual las emociones obstaculizan la lucidez mental, la capacidad para entender y regular las emociones puede dar como resultado un pensamiento más eficaz.
Como dijo, al parecer, el miembro del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes después de reunirse con Franklin D. Roosevelt: "Inteligencia de segunda, pero temperamento de primera". La mayoría de los historiadores convendrían en que el éxito de Roosevelt como dirigente se debió más a su carisma que a sus aptitudes analíticas. La energía y el optimismo que desencadenó en los cien primeros días de su gobierno no reflejaron propuestas políticas concretas de su campaña.
Los psicólogos llevan más de un siglo dando vueltas al concepto de inteligencia y la forma de evaluarla. Las pruebas generales sobre el coeficiente intelectual calibran las dimensiones de la inteligencia, como, por ejemplo, la destreza verbal y espacial, pero sus resultados predicen en general sólo entre el diez y el veinte por ciento del éxito en la vida. Y, si bien los expertos discrepan sobre hasta qué punto es atribuible el otro 80 por ciento a la inteligencia emocional, convienen por lo general en que es una aptitud importante, que se puede aprender, que aumenta con la edad y la experiencia y que se da en grados diversos en las personas.
Los dirigentes políticos se esfuerzan al máximo para gestionar su imagen pública, lo que en parte requiere la misma disciplina emocional y las aptitudes con que cuentan los actores de éxito. La experiencia de Ronald Reagan en Hollywood le sirvió de mucho a ese respecto y Roosevelt fue un maestro en el manejo de su imagen. Pese al dolor y la dificultad para mover sus piernas inválidas a consecuencia de la poliomielitis, mantuvo una apariencia jovial y procuró no ser fotografiado en una silla de ruedas.
Lo adviertan o no, los líderes políticos siempre transmiten señales. La inteligencia emocional entraña la conciencia y el control de dichas señales y la autodisciplina que impide que las necesidades psicológicas personales distorsionen la política. Si la inteligencia emocional no es auténtica, probablemente los demás acabarán descubriéndolo a largo plazo.
Richard Nixon, por ejemplo, tenía potentes aptitudes cognoscitivas, pero poca inteligencia emocional. Fue un estratega eficaz en política exterior, pero menos capaz de controlar las inseguridades personales que con el tiempo propiciaron su caída: defecto que sólo con el tiempo se reveló. De hecho, hasta bien entrada su presidencia el público no conoció su infame "lista de enemigos".
Bush demostró inteligencia emocional hacia la mitad de su vida al superar sus problemas con el alcohol y demostrar el valor de perseverar en la aplicación de políticas impopulares, pero llega un momento en que la perseverancia se convierte en testarudez emocional. Como Wilson, Bush tenía un obstinado compromiso con su concepción que obstaculizaba su aprendizaje y su capacidad de adaptación. Tal vez la flexibilidad de la que Obama y Romney han dado muestras no sea, al fin y al cabo, tan mala cualidad para un presidente.
Los rigores de una campaña prolongada brindan a los votantes algunas pistas sobre la capacidad de resistencia y la autodisciplina. Cada uno de los candidatos republicanos estuvo a la cabeza de esa carrera por turnos y los rigores de la temporada de primarias revelaron los errores de algunos de ellos que –como el Gobernador de Texas, Rick Perry– fueron en un principio atractivos. Ahora, en la elección general, la actitud que adopte Romney, en particular para con la plataforma de su partido, nos dirá algo sobre la fuerza de su independencia y los nombramientos de su futuro gobierno.
Pero la variable más importante que deben examinar los votantes es la biografía del candidato. No me refiero a los libros y los anuncios de televisión promocionales preparados para sus campañas. Si bien los asesores de imagen y la capacidad de actuación pueden enmascarar el carácter de un candidato, una vida tomada en su conjunto a lo largo del tiempo es la mejor base para juzgar la autenticidad del temperamento del próximo presidente y de cómo gobernará.
Por encima de todo, los votantes sutiles deberán tener, a su vez, la suficiente inteligencia emocional con la que estar preparados para las sorpresas. Cuando su candidato los decepcione –como inevitablemente ocurrirá, independientemente del resultado de la elección– tendrán presente que la democracia es el peor sistema, exceptuados todos los demás.
(*) Ex asesor del secretario de Defensa de EEUU, Director del Consejo Nacional de Inteligencia de EEUU. Es profesor en la Universidad de Harvard y uno de los académicos más reconocidos en el campo de las relaciones internacionales
FUENTE: Project Syndicate