La semana anterior no podría haber empezado peor para el gobierno. En una nota publicada por el siempre impoluto Diario La Nación, uno de sus “investigadores” estrella daba a conocer que el Estado nacional había realizado una compra de alimentos con sobreprecios. El responsable: el Ministerio de Desarrollo. Rápido de reflejos, en el transcurso de la misma mañana y sin demasiado espacio para que la cosa escale demasiado, el ministro Daniel Arroyo salió a intentar aclarar el porqué de esa compra sospechada. Las razones, atendibles o no, marcaron dos situaciones bien concretas. La primera refiere a las dificultades que tiene el Estado argentino para imponer condiciones a jugadores que nunca dejan de pensar en sacar grandes tajadas, ni siquiera en el medio de una pandemia. La segunda refleja que la rápida respuesta de la administración Fernández, saliendo a responder, anulando la licitación y habilitando (finalmente) la salida de más de una docena de funcionarios vinculados a la contratación; posibilitó (más temprano que tarde) desactivar mediáticamente la cuestión en un par de días.
Pero el reproche ético no estuvo solamente de lado de la administración pública. En esta semana que pasó también nos enteramos que existen unas 950 cuentas sin declarar en el exterior de parte de argentinos que, obviamente, residen en el país. Cómo es obvio y de rigor, la cobertura mediática fue mucho menor que las compras con sobreprecios de Desarrollo Social. ¿Casualidades de la vida? Vaya uno a saber.
Así fue que pudimos escuchar en coro a las voces amarillas que reclaman por la república y adyacencias. Tienen un problema muy marcado: necesitan ocupar espacio en la agenda pública a como dé lugar. Mientras se enojan porque “Cristina está desaparecida y no habla”, reivindican haberse bajado la dieta de algunos legisladores y el hallazgo científico de los investigadores del Malbrán que hasta hace no mucho apostaban a desfinanciar. Todo muy coherente y clarito.
Pero también durante la última semana hubo una especie de mutación. Se llegó a comienzos de la misma, con la sensación de que el gobierno levantaría o flexibilizaría la cuarentena. Los diálogos en off de funcionarios con algunos hombres de prensa (y algunos vulgares operadores) así lo trasuntaba. Las presiones ejercidas desde hace un par de semanas sobre ministros y secretarios del Poder Ejecutivo Nacional, pero así también sobre gobernadores e intendentes, parecían haber hecho mella. Se llegó, incluso, a debatir en la pública (ágora diríamos los politólogos) cuáles serían las actividades que acordarían empresarios y sindicalistas de flexibilizar y que presentarían en una reunión con el Jefe de Gabinete, Santiago Cafiero.
Nada de eso sucedió. De hecho, de esa reunión los protagonistas salieron bastante desilusionados, y rápidamente, durante la mañana siguiente el presidente aclaró en un raid de entrevistas a medios radiales y televisivos, que la cuarentena no se modificaba. No conforme con eso, en pocas horas involucró en la decisión al conjunto de gobernadores, con datos y explicaciones sanitarias de la coyuntura. Real o no, impuesto o no, nadie sacó los pies del plato y rápidamente los mandatarios provinciales salieron a respaldar la medida. Los datos eran más que contundentes.
La presión no ha cedido ni mucho menos. Libertarios (si es que ese espécimen realmente tiene existencia palpable), economistas (buena parte de ellos creen que pueden hablar de cualquier cosa, incluso de lo que debe hacerse en una pandemia), referentes de Juntos por el Cambio (Miguel Ángel Pichetto alegremente afirmó que “si la cuarentena se extendía más allá del 13 de abril los efectos pueden ser letales”), empresarios (a los cuales lo sobrepasa el interés económico antes que nada) y operadores mediáticos de los grandes jugadores comunicacionales, han insistido en el despropósito de “no volver a trabajar”.
¿Cómo ha respondido el gobierno ante esto? Haciendo política. El encuentro del primer mandatario con intendentes bonaerenses de Juntos por el Cambio, la convocatoria a empresarios, sindicalistas, gobernadores e incluso a los propios sanitaristas sobre los que tanto se apoya Alberto Fernández refleja eso. Nadie podrá decir que no ha sido escuchado. Nadie podrá decir que el presidente y sus funcionarios se encierran en sí mismos. Así debe entenderse la conferencia de prensa en la noche del viernes: luciendo sus dotes de profesor universitario explicó la complejidad del asunto, volvió a mostrarse seguro, tranquilo y afable más allá de que eso reste alguna prolijidad en la comunicación. Explicó y aportó una novedad no menor: aquellas excepcionalidades que se reclaman desde localidades más pequeñas, serán resueltas a partir de lo que aporten (y de la forma que lo hagan) los gobernadores.
Los números son claros y aunque las comparaciones sean (supuestamente) siempre odiosas, los ejemplos de países desarrollados como Italia, España, Francia y Estados Unidos y los más cercanos de Brasil y Chile, actúan como acicate para que los argentinos en su gran mayoría (aunque siempre hay excepciones), apoyen el proceso de cuarentena que se inició allá lejos y hace tiempo: el 20 de marzo. Pero con los números no siempre alcanza. Sobre todo, si la comunicación falla y si las cosas se imponen en soledad. El gobierno comenzó la semana trastabillando, construyó agenda, hizo política y llegó al fin de semana con un amplio consenso para ampliar la cuarentena. Repechó la cuesta. No es poco. De seguro, esta historia continuará…
(*) Analista político de Fundamentar