Sensatez, idiotez y violencia son conceptos que no siempre son utilizados para el análisis político de coyuntura. Pero es indudable que la pandemia por la Covid-19 de alguna manera los ha reactualizado, obligándonos a convivir con ellos. Y con un dato irrefutable: su presencia no es exclusiva de lo que acontece en la Argentina. Allí está la marcha berlinesa del sábado 29, donde miles personas se movilizaron en contra de la cuarentena, acompañadas de grupos de extrema derecha nostálgicos del Tercer Reich. O, la convocatoria madrileña de mediados de agosto, donde se acusaba a las autoridades de haber creado una falsa enfermedad y, por lo tanto, resulta legítimo circular sin barbijos. Idiotas hay en todos lados, diría mi abuela.
Pero a fuerza de ser honestos intelectualmente (¿vale el término?) digamos que tanto sensatez como idiotez tienen una raíz subjetiva como concepto. Tienen que ver con las miradas individuales y colectivas que vamos construyendo en nuestro devenir cotidiano y es así que no existe (de manera permanente y definitiva) una comunidad de criterios que marque la uniformidad sobre qué cosa resulta sensata y qué idiota.
Casi cuatro siglos atrás ¿era sensato Galileo Galilei cuando sostenía que el planeta Tierra no era el centro del universo y que giraba alrededor de una estrella como el sol, yendo a contramano del “saber” instaurado hasta el siglo XVII? ¿Era una idiotez encarcelar a un hombre de la ciencia que afirmaba “otra cosa” pero que, en el fondo, y esto es lo sustancial, cuestionaba el poder de aquel tiempo? Es obvio que, para nosotros, en tanto seres humanos herederos de esa modernidad que los personajes como Galileo ayudaron a construir, hoy nos resulte un horror y (otra vez) una idiotez, encarcelar a alguien porque afirme otros saberes (por allí andan alegremente los terraplanistas y antivacunas del siglo XXI) que no se condicen con la verdad que impone la ciencia.
De alguna manera, el éxito de los científicos modernos radica en que nuestra sociedad se construyó en base a poder establecer a la ciencia como articuladora de esa sensatez de la que hablamos. Nadie, en su sano juicio, mete los dedos en el enchufe porque sabemos, consciente o inconscientemente, que nuestro cuerpo es conductor de energía. Pero evidentemente, la idea de sensatez no es inalterable ni un dato que resulte tan fácil de construir como cualquier variable, sin importarnos el tiempo y el lugar.
A su vez, con la violencia no sucede lo mismo. No puede ser relativizada. A los fines de este artículo, digamos que es un dato objetivo. Se ejerce, se practica y se pone en movimiento sin importar de qué tipo de violencia hablemos. En hogares, en la calle, por el género, de forma institucionalizada, desde las llamadas organizaciones políticas, etc. Todo se resume a una acción que está a la vista (aunque a veces pretenda ocultarse), sin necesidad de que sea re interpretada. Puede discutirse cuánto de simbólico tiene una acción violenta, o cuánto de germen de un proceso que, llevado al extremo, puede destruir y aniquilar al otro.
En política eso no resulta muy diferente. Si, como nos enseñó Max Weber, una de las formas que toda acción social (y es obvio que la política lo es), puede ser pensada con arreglo a fines, el cual supone una racionalidad intrínseca, el devenir de los actores de “la política” supone un sentido racional con un objetivo que se presume como claro. Ahora bien, el juego radica, muchas veces, en descubrir esa racionalidad del adversario/enemigo.
Sabido es que el Covid vino a desestructurar muchas de ciertas verdades que se consideraban sagradas. De alterar, si se quiere, un orden de las cosas que parecían inmodificables. Y expuso, sin que lo hayamos previsto tan claramente desde el comienzo, las miserias de algunos grupos sociales que sólo entienden la vida en sociedad a partir del poder que da el dinero y la pertenencia a ciertos estratos. De allí la respuesta, por momentos visceral, por momentos caótica, de estos sectores que no aceptan determinados límites que refieren a la idea de lo común.
Desde hace algún tiempo, (y esta semana tuvimos una vuelta de tuerca al asunto), vivimos en la Argentina una serie de demostraciones públicas que ponen en cuestionamiento la idea de sensatez. Algunos, pareciendo verdaderos idiotas que descreen de aquella construcción social de la que mucho aportó la ciencia, han comenzado a utilizar recursos que pueden ser definidos, a no dudarlo, como violentos.
Primero fue el ataque al equipo de periodistas de C5N en una marcha en el Obelisco de parte de un grupo de “indignados” ciudadanos que no acuerdan con la línea editorial de ese medio. Luego, más acá en el tiempo, un ataque a huevazo limpio de la que sería la comunity manager del espacio político que conduce José Luis Espert, contra el mismo medio. El detalle: la joven militante no tuvo mejor idea que, previamente, preguntar vía twitter qué podía sucederle legalmente si llevaba adelante la acción que finalmente ejecutó.
Por otra parte, en la semana que acaba de culminar tuvimos tres hechos que merecen señalarse: el ataque al periodista Ezequiel Guazzora quien cubría la “vigilia” por la discusión en el Senado de los cambios en la Justicia Federal; la amenaza a la vicepresidenta por parte de Eduardo Prestofelippo (otra vez el mismo espacio político), a la sazón candidato a diputado por la provincia de Córdoba en las elecciones del año pasado. La frutilla del postre vino de la mano del ex presidente Eduardo Duhalde quien puso en duda la realización de las elecciones de medio término de 2021 y habló de una oficialidad joven en las Fuerzas Armadas argentinas, inquietas por el momento político que vive el país. Más allá de las posteriores rectificaciones del propio ex senador, aduciendo un brote psicótico (sic), lo cierto es que quedaron en el aire una serie de preguntas que valdría la prenda comenzar a plantearnos.
¿Estas muestras de violencia explícita son partes de prácticas marginales o son el germen de algo que crece inexorablemente? Es sabido que sus protagonistas ocupan roles marginales en la política argentina: el espacio que conduce José Luis Espert alcanzó apenas el 1,5% de los votos en las elecciones de 2019 y el ex presidente Duhalde no tiene ninguna representación de relevancia en este tiempo, pudiendo ser pensado más como un lobista que opera para las empresas afectadas por la determinación gubernamental de considerar como servicio público esencial a la televisión paga, a internet y a la telefonía móvil (en el mejor de los casos) o como un personaje menor al cual ya se le pasó la hora de ser un actor trascendente de la política argentina.
¿Resulta más sensato responder institucional, judicial y políticamente a estos hechos o, parándonos por encima del asunto, es posible ignorarlos sin darles la más mínima visibilidad ya que resultan idioteces menores en el tiempo en el que nuestro encierro pandémico nos expone a estar demasiado atentos a lo que sucede en el mundo virtual?
Son preguntas para las cuales este articulista no tiene repuestas que devengan en certezas definitivas. Es cierto que la insensatez y la idiotez se enseñorean en tiempos de Covid. Y en algunos casos, la violencia acompaña como un factor determinante. En un contexto donde la responsabilidad de vivir en una comunidad que se pretende organizada, nos exige quedarnos en casa como forma de cuidarnos individual y colectivamente, no deja de ser un problema para las características de los movimientos populares argentinos, dar la respuesta política que corresponde en las calles. Si un 9 de diciembre de 2015, 900.000 personas despedían a un gobierno que había perdido las elecciones por unos pocos puntos en un balotaje, no imagino menos en tiempos donde esa misma fuerza política pudo reconstruirse como espacio volviendo a sembrar la esperanza.
Tal vez la única certeza de estas líneas refieran a que cabe seguir esperando. Con las convicciones de siempre, con la seguridad de que volverán los tiempos de los abrazos colectivos, sean públicos o sean privados. Y también cabe estar atentos. No entrar en ciertas provocaciones, señalando y llamando a las cosas por su nombre. La sensatez, la idiotez y la violencia están más a la vista que nunca, aunque el virus haya llegado para poner en cuestionamiento aquellas cosas que dábamos por seguras de antemano.
(*) Analista político de Fundamentar