En el día a día de la práctica política existe un elemento que es central, al que deberíamos decir constitutivo: la ideología. Podemos descubrir tácticas y estrategias comunicacionales, institucionales o de gestión, pero si no tenemos en cuenta la cosmovisión del mundo que nos plantean dirigentes o partidos políticos, poco podríamos entender de todo aquello que nos rodea.
Es sabido que, desde los ahora lejanos tiempos en que Francis Fukuyama editó el “Fin de la historia”, el liberalismo y el neoliberalismo que tienen una misma raíz, pero no representan lo mismo, sus voceros y representantes han pretendido convencernos de que ya no tenían sentido las diferencias. Si bien la argucia argumental tuvo vigencia durante un tiempo, como decía Abraham Lincoln, no se puede mentir a todos, todo el tiempo. No es ninguna novedad que la pretendida desaparición de las ideologías, era una forma más de concebir el mundo.
Los países desarrollados fueron parte de este esquema. Podríamos decir que las “nuevas” formas tecnológicas que comentaba el homo videns sartoriano, combinado con la caída del bloque soviético, esparcieron por el mundo la tonta idea de que, como cantaba el poeta paranaense criado en La Plata, creen en la pendejada que es todo igual, todo lo mismo.
Si la socialdemocracia europea recibió la inapelable crítica de que se había convertido en buena parte de todo aquello que había denunciado, nuestra región no fue la excepción. Y mucho menos la Argentina. Pudimos notarlo sobre finales de los 90’: el triunfo de la Alianza UCR Frepaso representó en realidad un maquillaje que no proponía ninguna transformación real del modelo de acumulación que había sabido imponer Carlos Menem y que, a diferencia de la dictadura cívico eclesiástica militar del ’76, había utilizado votos y no botas, libertad y no desapariciones.
La oleada de centroizquierda que vivió Latinoamérica desde comienzos de este siglo, demostró que había mucho para decir y actuar desde otro lugar. Interpeló a múltiples actores. Dialogó, presionó y (muchas veces) cedió al enorme poder de las corporaciones. Construyó un discurso inclusivo con medidas concretas que sirvieron para una mejora real de las condiciones de vidas de decenas de millones de personas. Transformó cotidianeidades y le dio una nueva impronta al discurso público y a la construcción política al punto de poder afirmar que nunca en nuestra corta historia de 200 años, el sueño de la Patria Grande había resultado más visible, cercano y real. ¿Quién dijo que no había ideas distintas y que, además, no pudieran ser exitosas? Un observatorio de políticas públicas para los militantes del Consenso de Washington, por favor.
Pero el modelo también tuvo sus propios límites. Por errores propios, falta de tiempo en hacer un “todos” más real, una derecha (como resumen del liberalismo y sucedáneos) que supo seducir bajo el argumento de cierto republicanismo panfletario y que contaba con la inestimable ayuda de corporaciones empresariales y mediáticas; ese clima de concordancia política regional se fue diluyendo.
El neoliberalismo llegó para “volver a poner las cosas en su lugar”. Pero, por ejemplo, en el caso argentino, con algunas perlitas en formato de novedades. Si la relación público – privado debía volver a un par de décadas atrás, la irrupción del macrismo en el poder supuso que, como bien se afirmó desde el comienzo de la gestión, la Argentina ahora era atendida por sus propios dueños. Si antes, Macri padre había resultado lo suficientemente astuto para concebir y desarrollar un imperio mediante negocios turbios bajo la lógica de la famosa Patria Contratista, Macri hijo demostraba una inteligencia no menor para terminar atendiendo de los dos lados del mostrador: Correo Argentino, parques eólicos, entre otros, así lo ejemplifican. Pero, además, el proyecto PRO supuso la novedad de que en toda política pública podía aparecer el negocio de lo privado. Si el ex ministro de modernización Carlos Dromi había afirmado nada que "Nada de lo que deba ser estatal quedará en manos del estado”, los partidarios amarillos podrían reformular la frase diciendo que nada de lo que deba ser público dejará de estar ajeno a un negocio privado.
Una prueba la tuvimos esta semana que pasó con las declaraciones de la presidenta del partido Patricia Bullrich, cuando fue consultada por cómo imaginaba que hubiera gestionado Juntos por el Cambio la pandemia del Coronavirus. Afirmó, muy suelta de cuerpo y a contramano de lo que sucede en el mundo, desarrollado o no, que ese hipotético gobierno habría habilitado la opción de compra de la vacuna y que aquellos que no pudieran pagarla (recordemos que su gobierno dejó la administración del país con un 40% de pobreza) podrían haber accedido a un subsidio estatal (ooootro más) o a la espera de los plazos que dispusiera el Estado. Más malthusiano no se consigue.
Más allá de suposiciones y de gobiernos hipotéticos, resulta interesante la comparación de lo que proponen unos y otros en la gestión de la pandemia. Así, mientras sobresale la gestión de Axel Kicillof, quien en la provincia de Buenos Aires registra un nivel de vacunación diaria de unas 50.000 personas, todas en efectores públicos, en la ciudad más rica del país, no se superan las 2.000 inoculaciones por día en espacios privados como la Sociedad Rural, obras sociales o clubes de futbol. Y acá la pregunta es si la decisión política de abrir estos espacios, no esconde un sistema de salud tan deteriorado que necesita de ámbitos no tradicionales para la vacunación. Esa pregunta tal vez podrían contestarla los residentes de la Reina del Plata. Desde lejos no se ve.
Pero esa misma campaña en la provincia, que no había recibido cuestionamientos de las corporaciones mediáticas y sus interlocutores políticos, esta semana estuvo en centro de la escena a nivel nacional. La mentira de la que fue parte la ensayista Beatriz Sarlo, quedó desarticulada ante lo evidente que demostró la investigación judicial abierta a partir de sus declaraciones en el canal TN, cuando había afirmado que le habían propuesto inocularla “por debajo de la mesa”. En realidad, todo obedecía a una campaña de vacunación que, en el peor momento del descrédito de la Sputnik V, intentaba mostrar el compromiso de unas cien personalidades que apoyarían el proceso. El detalle fue que no nos enteramos de los hechos por la autora de “La audacia y el cálculo”, quien comentó que se autocritica fuertemente, sino a partir de las pruebas que tuvo que presentar en sede judicial.
De allí en más, otra mentira quedó al descubierto. Pero en vez de reducir el margen de crítica, los compañeros de ruta de Sarlo fueron por más. Como si no bastara lo evidente, juzgaron a Kicillof (tal vez un muy posible potable y próximo candidato presidencial) por haber involucrado a su esposa, quien no funge como funcionaria, ya que fue ella quien contactó al editor de la columnista del diario de los Mitre (¿o de Macri?) para que se sumara al proyecto y que rechazó, elegantemente, el convite. Hubiera sido deseable esa misma práctica a la hora de aclarar sus dichos de hace más de 40 días.
Pero esta es una mentira chiquita, que quedará olvidada rápidamente y que podríamos llamar de salón y como parte de una anterior y que ha tenido a la Sputnik V como protagonista, ya que fue fuertemente vilipendiada a medida que mostraba su eficacia. Si el gobierno ruso anunció su existencia promediando el primer semestre del 2020, pocos le prestaron atención. Si se anunció el comienzo de la vacunación para un 10 de agosto en la tierra de zares y bolcheviques, por estos arrabales del mundo se la consideró veneno ya que no cumplía con los procedimientos científicos preestablecidos. Lo que no se reconoció desde estos sectores críticos del “veneno soviético”, es que todas las vacunas necesitaron procedimientos excepcionales para su aprobación y que la pandemia ha generado respuestas extraordinarias en lapsos de tiempo realmente impensados.
Ya no alcanza con la matriz ideológica y sus relativos éxitos o fracasos para explicar el día a día de la política argentina en 2021. Algunos se han enseñoreado con la mentira. Al punto de que, descubierta la misma, se siguen ufanando de sus alcances olvidando el objetivo inicial de lo denunciado. Ya no alcanza con decir que tiene patas cortas, ya que para un sector social (¿seguirá siendo el 40% de octubre de 2019?), lo que menos interesa es conocer las verdades relativas sino descubrir cómo se construyen argumentos que, más allá de su puerilidad, sirvan para socavar al oficialismo, confirmando a la vez que se distribuyen miedos, prejuicios y angustias.
Las mentiras de estos días tienen una estrecha relación y semejanza con el Covid: uno sabe que está, te cansa y te agota, pero no se puede bajar la guardia. En la maravillosa canción que hace de epígrafe de este artículo, el dúo García-Mestre se preguntan, sobre el final de la misma, porqué “la niña ríe en vez de llorar” ante quien la ha engañado. En la Argentina de estos días ya no quedan dudas: los fabricantes de mentiras pretenden que rían y lloren los que siempre lo hicieron bajo sus gobiernos. Está en nosotros ayudar a modificar esa historia.
(*) Analista político de Fundamentar