Hoy, sábado 20 de marzo, se cumple un año de la imposición de las restricciones del Coronavirus en la Argentina. Dejamos de lado el término cuarentena por razones obvias: ni han sido cuarenta días, ni hemos tenido que estar encerrados al punto de perder nuestras libertades más básicas.
Cuando imaginaba la línea de análisis para el artículo de cada semana, pregunté en uno de mis grupos de WhatsApp preferidos, compuesto por profesionales de las relaciones internacionales, de la economía y de la comunicación, cómo definirían en no más de dos o tres palabras el año transcurrido. La requisitoria refería a tratar de conocer en muy pocas palabras y, si se quiere, de alguna ilusa manera, cuál era el sentimiento imperante en un grupo que tiene a la coyuntura como eje central de sus vidas.
“Aprendizaje, replanteos e interpretación” disparó el primero. “El año de la distancia” y “el año que vivimos en peligro” no demoraron en llegar. “El año del pesimismo” tiró alguien y “orgullo y prejuicio” fue el último en aparecer. No profundicé repreguntando a los fines de tener detalles ya que, me parece, uno y cada uno de los mensajes son, además de honestos, precisos y concretos: con los sentimientos de estas horas, pero, seguramente, con los de los últimos 365 días que atraviesan 2020 y 2021.
Hemos aprehendido a relacionarnos, a cuidarnos más. De hecho, bajaron de manera notable el número de enfermedades respiratorias. Nos hemos replanteado nuestra cotidianeidad y hemos sabido interpretar los momentos más íntimos de nuestro cuerpo para ver si nos daba señales de la presencia del virus, como así también de todo aquello que nos rodeaba.
También hemos estado más distantes. Confieso no saber cómo sobrellevan las restricciones aquellas comunidades menos afectas a ciertos contactos (perdón por el prejuicio). Pero para sociedades como las nuestras, que hacemos un culto del encuentro y de los abrazos, la tecnología no ha logrado reemplazar la cercanía y la calidez de un abrazo.
Hemos sentido que estamos en peligro. Y lo seguimos sintiendo. No sólo por nuestra salud y la de nuestros afectos, sino también porque, por momentos, ha entrado en un cono de sombras la vida de cada uno de nosotros que, sin ser perfecta, la reconocíamos como propia. Y con eso estaba todo dicho.
Es obvio que, a partir de ello, también nos ha ganado el pesimismo. No sólo por todo aquello que entraba en una zona de riesgo sino además (y aquí hago una libre interpretación de la opinión de uno de mis consultados) por las miserias humanas que han quedado expuestas a la luz pública. Una de ellas resulta el prejuicio que ha cuestionado a la ciencia de una manera tan definitiva como tal vez no se recuerde en muchas décadas.
Por mi parte prefiero hablar del año de las certezas. De las negativas y de las positivas. De lo que estaba a la vista de un buen observador, pero también de las que pudimos descubrir en cada día a día. Confirmamos la existencia un mundo bipolar, no refiriéndome a ninguna categoría del análisis político internacional que habla de la multilateralidad y “demás yerbas”, sino a esos casos donde la miseria humana quedaba claramente expuesta, como así también la visibilidad de aquellos profesionales de la salud que hasta entregaron su vida para defender o cuidar la de los otros.
El virus deja una certeza no menor. Vivimos un mundo absolutamente injusto. Vaya novedad. Donde muy pocos países concentran para así la adquisición de vacunas que superan en varias veces la población que habita en sus territorios. Y esa injusticia tiene como protagonistas a los países más poderosos, a los que cuentan con mejores y más perfeccionados sistemas de salud.
El egoísmo y el individualismo se han enseñoreado. Se han hecho carne a tal punto, que asistimos impávidos a la inexistencia de ninguna cumbre de ningún tipo que nos permita pensar en una salida más o menos coordinada de la pandemia más importante de un siglo a esta parte. Ni los vestigios del Estado de Bienestar europeo han servido para dar una señal en un sentido distinto de lo que propone el neoliberalismo más rancio y abyecto. Con el correr del tiempo hemos conocido de la existencia de encuentros por la paz, por el desarme nuclear y por el calentamiento global, pero pareciera que nada tiene para decirse de las muertes del aquí y ahora de una supuesta “gripezinha”.
Pero también hay certezas de las otras. De las que abrigan el alma y alguna llama de esperanza. La ciencia ha sido, evidentemente, el factor que la alimentaba. Desde las respuestas iniciales al comportamiento del virus, hasta el hallazgo, prueba, producción, reparto y aplicación de un buen número de vacunas como nunca antes había conocido la humanidad. Si las vacunas de antaño tardaban lustros en su proceso de desarrollo, aquí asistimos al inestimable fenómeno que en poco menos de nueve meses conocíamos una posible solución al problema.
La medicina ha actuado como un refugio de nuestras mejores ilusiones. Si hablamos de orgullo, el comportamiento de médicos, enfermeras, sanitaristas, infectólogos y epidemiólogos (por nombrar a parte del sistema) ha demostrado que queda un resquicio desde donde mirar nuestras rutinas con otra perspectiva.
Hemos asistido también, a enormes muestras de solidaridad humana. De ayuda entre semejantes que emocionan y contagian, pero, (nuestros lectores saben que siempre hay un pero), ha abundado mucho de lo individual, de lo inorgánico. De eso de ayudar a un vecino, a un familiar o a un amigo, pero nos ha faltado honestidad y voluntad política para reclamar por todo y para todos.
Y nuestro sistema político no ha sido la excepción ni muy distinto de aquello que reclamamos para los demás. El comienzo fue ilusorio: la llegada de un nuevo gobierno coincidente con la irrupción del virus permitía suponer un tiempo de, tal vez, concordia. Algo de eso pareció trasuntarse en aquella coincidente tapa de los diarios que afirmaba que “al virus lo frenamos entre todos”
Pero los cuestionamientos no tardaron en llegar: la “cuarentena” afectaba a la economía y, supuestamente, a las libertades de cada individuo y por lo tanto debía ser dejada de lado. Como si los casos de lo que sucedía en Italia y España no bastaran (hoy están a las puertas de la tercera ola), se ejemplificaba con países como Suecia (que apostó a la responsabilidad individual y a una “inmunización del rebaño”), Brasil y Estados Unidos que tuvieron en sus presidentes a los voceros más famosos de que la economía no podía ser parada ante la situación de una enfermedad menor. El país escandinavo debió volver sobre sus pasos, reconociendo su errada estrategia. Nuestro vecino es, hoy, el escenario mundial de la pandemia, y la potencia más importante de occidente además de contar sus muertos por cientos de miles, atravesó un proceso electoral que derivó en la derrota de quien, unos meses antes, era candidato seguro a ganarlo.
En la Argentina se sucedieron las movilizaciones y reclamos. Libertarios, conspiranoicos y antivacunas tuvieron su agosto. Como en ningún país occidental de importancia, esos reclamos encontraron su institucionalización en el derrotado Juntos por el Cambio. Había una doble necesidad allí: olvidar rápidamente la desastrosa gestión de lo social y lo económico en el período 2015 – 2019 y no perder densidad política a manos de una derecha libertaria que no tiene un surgimiento exclusivamente argentino, pero que sí responde a características distintivas.
Tempranamente se habló de infectadura y con el correr de los meses, cuando la vacuna rusa Sputnik V, comenzó a ser la primera muestra de ese desarrollo científico del que hablamos más arriba, se habló de “veneno”. Con denuncia penal contra las autoridades incluida.
Las certezas que dejó este primer año de restricciones fueron, indudablemente, un sinsentido de planteos que variaban constantemente. Si las restricciones afectaban la vida y la libertad, el incremento del número de muertos eran responsabilidad del gobierno. El veneno de unas pocas semanas atrás se transformó en reclamo de una vacunación masiva.
¿Qué deseaban? ¿Qué hubieran hecho distinto? Hasta hace unos pocos días, cualquier cosa que afirmáramos respondía a una cuestión contrafáctica, algo que no había existido, que no se había dado en la realidad. Pero llegó la declaración de la presidenta del Pro y reconoció que una segura decisión hubiera sido la posibilidad de la compra de la vacuna para todos aquellos que la hubieran podido pagar y quienes no tuvieran los recursos podían acceder a un subsidio o a esperar específicamente su turno. Huelgan las palabras.
También existieron errores que marcaron a fuego al gobierno. El caso del llamado vacunatorio vip no lo dejó bien parado, debiendo entregar la cabeza de un ministro que contaba con un enorme prestigio entre propios y extraños. Los hechos hablan por sí solos, pero también deberá tenerse en cuenta que todo aquello que se preanunció referido a la existencia de unos 3000 casos de vacunados de excepción, era falso. Cuando se ve la lista de los beneficiados sin justificación alguna, el número no supera el 1% de todo lo que se había denunciado. No existió investigación periodística ni judicial (con hipotético Lafware incluido), que diera cuenta de ese número.
La práctica política en la Argentina dejó varias certezas. Una, la negativa, la falta de un diálogo consensuado entre las dos fuerzas políticas más importantes a nivel nacional (de eso que pasa en el microclima de Buenos Aires y que se extiende al conjunto del país cual mancha venenosa). La racionalidad estuvo lejos de ocupar el centro de la escena.
La otra, la positiva, el buen clima recreado entre la administración nacional y las provincias. No exento de diferencias, el poder que encarna Alberto Fernández, pudo establecer una comunicación honesta y sincera con un conjunto de gobernadores que, en muchas ocasiones, son propensos al cuidado de la “quintita” propia antes que a ceder a algo de aquello que llegue desde el centralismo porteño.
El virus llego para quedarse. Al punto que todavía no tenemos muy en claro de qué hablamos cuando nos referimos a la “nueva normalidad”. Si teníamos la esperanza de que 2021 sería el año en que dejaríamos todo atrás, hemos terminado de comprender, antes de que culmine su primer trimestre, que el asunto viene “para largo”. Los límites en la producción de las vacunas, los problemas de logística que tienen la mayoría de los países para asegurar la inoculación y el interés material desproporcionado de los grandes laboratorios muestran un escenario sino sombrío, cuanto menos de precaución y de cuidado.
Empieza a resultar legítimo preguntarse por cuan delirante resulta la idea de que los laboratorios entreguen sus patentes de manera excepcional a los fines de una fabricación intensa que ayude a acortar tiempos y distancia. Pero eso necesitaría una respuesta de “la política” que no se aprecia ni en las más arriesgadas utopías, porque justamente eso es lo que ha fallado: la construcción de un “nosotros” inclusivo que se extienda a lo largo y ancho del planeta.
Tal vez el contexto nos dice que, una vez más, debamos tener en cuenta aquella máxima gramsciana que nos hablaba del pesimismo de la inteligencia y del optimismo de la voluntad. Y con alegría, defendiéndola (también) como una certidumbre, más allá del dolor de estar absurdamente alegres. Es aquí y ahora. Nos lo debemos nosotros. Se lo debemos a los nuestros y a los de más allá porque, como bien nos enseñó un tal Aristóteles, un hombre sólo se realiza en comunidad. A no olvidarlo.
(*) Analista político de Fundamentar