Debo ser honesto. Desconozco qué sucede en otras, pero debemos tener en cuenta que en no muchas sociedades la memoria se ejercita de manera tan marcada en el lapso de dos semanas como sucede en la Argentina.
Cada 24 de marzo y cada 2 de abril suponen fechas que, además de ser muy “caras” para los sentimientos de los argentinos, tienen la inmensa virtud de ser revisadas constantemente, una y otra vez, como una búsqueda de certidumbre para que ello no vuelva a suceder. Algunos a eso lo llaman atraso, quedarse en el pasado o simplemente “curro”. Nosotros reivindicamos esa visita a esos tiempos (supuestamente) idos. No porque nos guste envolvernos en el dolor sino justamente lo contrario. Nos moviliza la posibilidad concreta de que, al mirar hacia atrás, podamos evitar tragedias de ese calibre y tengamos un mejor presente.
Son fechas con obvios puntos de encuentro. Una misma unidad temporal, con unos cuantos protagonistas coincidentes y con responsables que se regodearon con el dolor y la muerte ajena. En una etapa con la aniquilación del “enemigo” interno. En la otra intentando justificar un conflicto bélico absurdo que le dio marco a la muerte de 649 combatientes en el escenario de la guerra y a otros tantos más que no soportaron el día después.
También hay que decir una verdad que duele: ambos procesos contaron con el apoyo inicial del pueblo argentino. Algunos prefieren pensar al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional como el mero producto de un grupo de militares asesinos. Hace tiempo que esa mirada ha quedado demostrada como incompleta. Al agregar el aditamento de dictadura militar, civil y eclesiástica, damos cuenta de un entramado que no se agotó en la violencia conocida.
Si miramos con atención, las torturas, muertes y desapariciones fueron un instrumento más de un proceso que dejó un endeudamiento externo sin precedentes hasta ese momento, la capacidad industrial severamente comprometida y a toda una generación política gravemente disminuida. El resultado es tal, que previamente era imposible de imaginar y de poner en práctica sin la dosis de violencia aplicada. Pero para poder llevarlo adelante se necesitaba de la “construcción” de un enemigo interno. Y la violencia instalada en el seno del sistema político argentino sirvió como elemento justificador de lo que vendría después. Acostumbrada a la inestabilidad de más de 40 años, el 24 de marzo de 1976 fue mirado con alivio por no pocos sectores de la sociedad.
Y aquí llegamos a una dificultad no menor en el análisis político: en qué medida, el silencio o la ausencia de protesta, puede ser mirado como un consenso implícito para que las “autoridades” hicieran lo que debían y querían hacer. Si bien alguien puede confundirse y pensar que el terror instalado habría hecho imposible cualquier tipo de resistencia, no podemos dejar de observar que el día a día siguió siendo “normal” para la mayoría de los argentinos. Había una vida social que no se detuvo, un aura de cotidianeidad que no se alteró y que explica que muchos ciudadanos se dieran por enterados del horror a partir de la llegada de la democracia y los consiguientes juicios a las Juntas de Gobierno.
El “yo, argentino” no fue una simple frase de ocasión sino la más acabada expresión del desinterés por lo que era público. Y en eso encontró su razón de ser la dictadura que, a poco de desandar su gobierno, necesitó de la construcción de nuevos enemigos para su sobrevida de desapariciones, torturas y muertes. “Los argentinos somos derechos y humanos” surgió como respuesta a una de los primeros cuestionamientos que se recibían en el plano internacional (fundamentalmente de Europa occidental) sobre lo que sucedía en el país. De alguna manera, buena parte de lo extranjero comenzaba a mirarse con desconfianza y servía como un elemento justificador de lo que pasaba en el país.
Con el devenir de los años, las sucesivas crisis económicas que afectaban la vida de los argentinos, el creciente malestar social y el continuo cuestionamiento extranjero a la falta de libertades (cada vez más) ostensibles en el país, imponían que el grupo de militares en el poder debían legitimarse en el poder a como diera lugar. Y eso fue la invasión a Malvinas: la necesidad de ganar un apoyo que disfrazara el desastre social que, además de ser cada vez más evidente, se reflejaba en hechos muy puntuales como en aquella histórica marcha por Pan, Paz y Trabajo que encabezó un movimiento obrero dispuesto a ser la cara visible de ese descontento.
Si, arbitrariamente, tomáramos las dos fotos del 30 de marzo y del 2 de abril en la Plaza de Mayo, nos costaría entender qué sucedía en el seno de esa sociedad. La respuesta no resulta tan compleja: la dictadura había decidido legitimarse con una medida que estaba en lo profundo del anhelo argentino. Malvinas siempre había sido una causa que combinaba el más acabado ejemplo de imperialismo y de tierra arrebatada injustamente.
A la mala lectura gubernamental, suponiendo que Gran Bretaña no se iba a someter a una guerra que se desarrollaría a miles de kilómetros de distancia, le siguió el error de cálculo de suponer que, si había un conflicto bélico de proporciones, EE.UU. no participaría en favor de ninguno de los dos bandos. Se esperaba que, de alguna manera, a partir de los “servicios prestados” en la aniquilación de parte de la militancia setentista, sirviera como condicionante para un involucramiento del gran país del norte. Pero ya lo sabemos, los imperios no suelen mostrarse agradecidos frente a súbditos, plebeyos y alcahueterías de ocasión. Evidentemente la ignorancia histórica y política de la cúpula militar de aquel entonces, hizo el resto.
Pero ambos procesos, la dictadura iniciada el 24 de marzo y los hechos que se desencadenaron a partir de aquel 2 de abril, si bien tienen como punto común el apoyo social tienen recorridos posteriores diversos.
La dictadura, que pasó a tener fecha de vencimiento a partir de la humillante derrota bélica, comenzó a tener un desgaste político del que nunca se recuperó. Desastre económico, cuestionamientos que se fueron sucediendo a partir de que comenzaban a hacerse públicas un sin número de denuncias de la violencia acaecida y la derrota bélica actuaron como referencias insoslayables para el descrédito y el desprecio.
La democracia argentina se animó a dar una respuesta inédita en el mundo al juzgar a sus verdugos, transformándose en un ejemplo y referencia de aquello que podía realizarse institucionalmente si había consenso social y decisión política.
La otra parte del asunto la pusieron las víctimas de la dictadura y sus familiares (también víctimas) que supieron transformar el dolor de las pérdidas en militancia y construcción de un sentido común que, a la vez que inhabilita cualquier sueño dictatorial, se transformó en una referencia (aún mayor que en el caso del Juicio a la Juntas) de cómo se construye un movimiento social de abajo hacia arriba, de manera transversal y durante muchos años, sin el acompañamiento del Estado, como refuerzo de esa lucha.
Pero seamos certeros. Esa falta de acompañamiento del Estado, no fue un hecho casual, inocente ni irracional. Se tradujo en omisiones flagrantes y en acciones concretas que, en el fondo, apuntaban al olvido de lo que había sucedido. Los claroscuros de la democracia argentina, para recordarnos una vez más que lo social está lejos de encaminarse siempre en un mismo sentido de las cosas, parieron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, como así también el indulto dispuesto por un presidente constitucional como Carlos Menem.
Si los doce años de gobiernos kirchneristas fue llamada la década ganada entre otras cosas por los logros en materia de Derechos Humanos, la de los 90’ puede ser llamada como una década perdida, que intentó garantizar la impunidad en nombre de una hermandad falsa, equivocada y que jamás tuvo como muestra un verdadero arrepentimiento de los verdugos. Desde el mejor de los cristianismos: perdonar al que no se arrepiente terminaría siendo el mejor cheque en blanco que se le puede entregar a asesinos y torturadores para que repitan sus aberraciones.
Pero el intento de olvido no fue exclusivo de lo que dejó como saldo el 24 de marzo de 1976. En el caso de la guerra de Malvinas, apenas finalizada la misma, la orden impartida desde las mismísimas fuerzas militares fue que no se hablara del tema. El ejemplo del retorno al continente de quienes participaron del conflicto bélico, de madrugada y escondidos en camiones especialmente camuflados, reflejan el espíritu de que, a la derrota, además, se le debía añadir el sentimiento de culpa.
Silencio y olvido no operaron sólo en la orden verticalista que impone cualquier estructura militar. Sino que también se plantearon con aires legitimantes desde la propia democracia recién iniciada. Si al horror del período 76’ – 83’ se lo debía ventilar para que se entendiera la gravedad de los acontecimientos, incluso a riesgo de poner en juego la muy frágil estabilidad democrática; a la guerra de Malvinas, con sus horrores y dolores, se la debía invisibilizar. El proceso de desmalvinización (que incluyó hasta el detalle de poner en las efemérides una fecha que estaba muy cerca de la derrota en el calendario) fue una estrategia que de alguna manera se adelantó a lo que en los 90’ comentamos respecto de los derechos humanos. El olvido, también aquí, como una forma de construcción social que tenía al Estado como ariete fundamental.
Otra vez las voces disidentes pudieron más. El trabajo de hormiga de los veteranos para que le sean reconocidos algunos derechos que podríamos llamar naturales, su capacidad para vincularse comunitariamente en algunas ciudades del país (Rosario no deja de ser un ejemplo digno de mención) y la enorme dignidad de algunos de ellos en animarse “a hablar” sobre los horrores de la guerra, abrieron una puerta desde donde asomarse a un mundo que, a veces por culpa, otras por respeto y otras por miedo, habíamos preferido no mirar.
Da la sensación, y si es que se me permite hablar de sensaciones en un texto de análisis político, que ambas luchas, la de las víctimas del 24 de marzo y la de los veteranos de Malvinas, hermanadas en cuanto al intento de olvido que intentó llevar adelante el Estado con la complacencia de ciertos poderes y de parte de la sociedad, se encuentran en estadios diferentes. Si a la primera le falta confirmar con condenas todo el entramado civil que le dio sustento (beneficiarios ineludibles) y disputa públicamente por aquellos espacios institucionales que miran para el costado o ralentizan definiciones concretas, a la segunda parece faltarle que mucha verdad se conozca y que mucho del dolor acumulado salga a la luz. Es cierto que el Estado deberá ser, como siempre, un actor indispensable de esos logros. Pero también la sociedad civil tendrá que replantearse hasta donde quiere escuchar, hasta donde quiere saber.
La guerra de Malvinas y el movimiento surgido a partir de lo que fue el 24 de marzo nos interpelan cotidianamente. En sus víctimas, héroes y herederos que tomaron la posta está buena parte de la argentinidad de las últimas tres décadas. Son ejemplo y referencia. Y nos muestran el camino. Si, como dijo el poeta, las utopías sirven para caminar, andemos, orgullosos, por esos senderos.
(*) Analista político de Fundamentar