En la mitología griega, Procusto (el hijo de Poseidón), conocido como “el estirador”, pero también como Damastes “el controlador”, tenía una mansión en las colinas y con frecuencia ofrecía posada a los viajeros solitarios. Mientras sus víctimas dormían, Procusto las amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho; si los cuerpos excedían los límites de la cama, cortaba de un hachazo la parte sobrante, fuese la cabeza, las manos, los brazos, las piernas o los pies; si, por el contrario, los cuerpos de los invitados eran más pequeños que la extensión del lecho fatal, el aterrador anfitrión los descoyuntaba a martillazos, los estiraba y extendía hasta que dieran con la longitud exacta. De este modo, el cruel uniformador mutilaba o estiraba sin distinciones o compasiones a cualquiera que tuviese una estatura diferente a sus dimensiones preferidas, porque no perdonaba que alguien no encajara en el molde que caprichosamente había construido.
Pero la medición, la sujeción, el dominio y la mutilación de las personas de las cuales fue garante Procusto en la mitología griega parece no estar alejada de la realidad. En las sociedades contemporáneas, el rol castrador del tenebroso hijo de Poseidón ha sido asumido por el patriarcado, y las víctimas de sus fatales torturas son las mujeres, sobre quienes se ejerce una implacable censura y coacción, al mismo tiempo que se les exige la mutilación de sus cuerpos con el fin de satisfacer la caprichosa expectativa de belleza que les ha sido impuesta. (…)
Los cánones de belleza han estado presentes en las diferentes etapas del proceso histórico social, pero es durante los siglos XX y XXI que se han difundido masivamente a través de diferentes agentes socializadores y principalmente a medios audiovisuales como el cine, la televisión, la radio, medios impresos como revistas, la publicidad, pero también a través de las redes sociales, los cuales bombardean sistemática y repetidamente a las mujeres con las imágenes inalcanzables de actrices, modelos y cantantes arbitrariamente definidas como “representantes de la belleza”. Estereotipos que se han caracterizado por su condición desechable; es decir, son definidos, instaurados, divulgados, promovidos, adoptados, rápidamente consumidos, caducados y descartados en poco menos de una década.
Estas imágenes les dicen constantemente a las mujeres en la vida cotidiana cómo deben verse y qué características poseen o deben poseer las mujeres para ser consideradas bellas; mensajes que son reproducidos y expresados en los espacios públicos y privados por parte de la familia, amistades y la pareja. (…)
La violencia estética es el conjunto de narrativas, representaciones, prácticas e instituciones que ejercen una presión perjudicial y formas de discriminación sobre las mujeres para obligarlas a responder al canon de belleza imperante, así como el impacto que este tiene en sus vidas; además, se fundamenta y erige sobre la base de premisas sexistas, gerontofóbicas, racistas y gordofóbicas:
El canon de belleza es sexista porque ha sido creado por los hombres y para los hombres, es decir, para el disfrute y beneficio de ellos; pero debe ser asumido como un mandato por las mujeres al ser considerada una condición inherente y definitoria de la feminidad.
El canon de belleza es gerontofóbico porque existe un profundo rechazo a la vejez, al mismo tiempo que las características neonatales, la ausencia de defectos y por tanto la juventud son sobrevalorados. Existe una obsesión social por mantenerse joven, pues si bien la juventud no es el único requisito para ser considerada bella, sí es una condición imprescindible.
El canon de belleza es racista porque desde sus orígenes se ha constituido a partir de la blanquitud. Las mujeres negras, indígenas, asiáticas y árabes han estado invisibilizadas en el canon de belleza; su piel, su cabello y sus facciones han sido convertidos en objeto de burla, discriminación, exclusión y violencia.
El canon de belleza es gordofóbico porque se rechaza, excluye y discrimina sistemática, repetida y explícitamente a las corporalidades de grandes proporciones. La gordura se ha constituido como un estigma y se presenta como una de las peores cosas que les pueden ocurrir a las mujeres, concebida como una desgracia, a la cual debe temerse, pero sobre todo debe ser combatida, aniquilada y desaparecida. (…)
Las mujeres receptoras de estos mensajes donde se les dice que deben lucir como estas mujeres prefabricadas, tras ser criticadas por no lucir como las mujeres que muestran los medios y los concursos de belleza, se comparan con lo que ven y experimentan el declive de la autoestima y la confianza, así como una recurrente sensación de inseguridad y ansiedad. Esto, aunado al desarrollo de la industria cosmética, farmacológica y médica, y a la masificación y democratización de las modificaciones estéticas mediante el abaratamiento de sus costos, ha tenido como consecuencia un boom en la realización de estos procedimientos.
Algunas mujeres recurren a productos y servicios que van desde simples cosméticos, como las cremas antiedad y anticelulíticas, las fajas, hasta las estrategias no quirúrgicas, como las dietas y los entrenamientos. Sin embargo, las mujeres también optan por consumir fármacos supresores del apetito, aplicarse cremas aclaradoras de la piel, someterse a procedimientos invasivos, riesgosos y prohibidos como la aplicación de sustancias que no son de uso médico como los biopolímeros, o la realización de intervenciones quirúrgicas como la liposucción, los implantes de glúteos o de senos, prácticas que en muchos casos han provocado complicaciones, enfermedades, han puesto en riesgo sus vidas y han llevado a otras mujeres a la muerte.
(*) Doctora en Ciencias Sociales egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV), Magister Scientiarum en Estudios de la Mujer, Socióloga. Fundadora de EPG Consultora de Género y Equidad. Conferencista y Columnista en diversos medios de comunicación venezolanos y extranjeros. Autora de Bellas para morir. Estereotipos de género y violencia estética contra la mujer, Editorial Prometeo.
FUENTE: Perfil
RELEVAMIENTO Y EDICIÓN: Camila Elizabeth Hernández