Las redes sociales son un generador constante de intercambios con personas que, la mayoría de las veces, no sabemos quiénes son: no conocemos su voz, sus tonos, sus gestos, etc. Entonces tenemos vía libre para atribuirles todo lo que nuestra fantasía pretenda. En ese punto, se va generando un tipo de violencia consistente en la atribución. Cada uno “decide” sobre el ser del otro y proyecta en él una especie de objeto ideal, que a veces se ama y, otras tantas, se odia. Porque si el odio se dirige al supuesto ser del otro, en las redes eso se exacerba, se ensancha, se agranda, se expande hasta el punto de hacer del otro lo que la fantasía de cada quien dicte.
Las proyecciones se tornan ilimitadas y desbordan hasta el punto de meterse directamente con la carne del otro, se precipitan encarnizamientos desmedidos y crueles. No por nada ya existe hace mucho tiempo un término, una etiqueta para eso: hater. El hecho de que haya un nombre para esa práctica hace que, por un lado, se apacigüe, se domestique y hasta se naturalice (“las redes son así”) y, por el otro, que muchos se sientan afuera de esa etiqueta porque no lo “son” -el odiador siempre es el otro- pero, a la vez, no dejen de destilar su veneno y su odio en las redes.
Bajo la excusa de que las redes no son lugares de debate no habría necesidad de argumentar nada y se puede decir cualquier cosa sobre cualquiera -se supone además que esto es sin consecuencias para el que lo dice, cuestión que no creo-.
En ese punto la diferencia se establece entre decir algo sobre un texto -un tuit, un posteo, una nota- o meterse en lo personal con el otro. Eso mismo fue lo que leyó Martín Kohan en su columna Estado de cosas “¿Me parece a mí o la expresión ‘salir al cruce de’ está siendo reemplazada en los medios por la expresión ‘cruzarlo’? Ya no salir al cruce de lo que alguien dijo, sino cruzar directamente a ese alguien. La acción se estaría ejerciendo directamente sobre la persona y ya no sobre lo que esa persona dijo”. Entre una cosa y la otra, entre el alguien y el algo, se cuelan el veneno, el odio, el resentimiento que muchas veces está generado por las atribuciones de ser que suscitan las fantasías de alguien. Y muchas veces las respuestas o los comentarios no son efecto de una lectura, sino una “reacción” -a las historias de Instagram se “reacciona”- que no deja de ser defensiva. Alguien refracta, se defiende de una nota escribiendo otra en donde muestra que no está debatiendo, sino que se está defendiendo. Esa refracción del texto de alguien muestra cómo, de lo que se trata para el que reacciona, es de una lógica de espejos. No hay ahí interpelación ni interlocución, hay reflejo y ante el reflejo solo cabe refractar (por eso me gusta mucho la función de Zoom “ocultar vista propia”, para no detenerme ni defenderme de mi imagen, cuando no para no fascinarme). Esa lógica especular que solo puede conllevar agresividad y reacción defensiva se ve muy bien en los que reaccionan diciendo “quién te crees que sos” o “quién se cree que es”. Esa reacción no es una pregunta, sino una atribución de ser. Y, en general, no deja de ser violento ahí donde es una reacción a la propia fantasía o suposición que tiene alguien de otro. Al “¿quién te crees que sos?” debería responderse “¿quién crees vos que soy yo?”. Porque entre lo que alguien se cree y lo que el otro cree de ese alguien, median las fantasías y entonces ya no hay concordancia posible -el “se hace el inteligente, se hace el capo” sería, más bien, “se me hace inteligente, se me hace capo”-.
Hasta ahora no he logrado escuchar a nadie que, siendo objeto del odio del otro, no se vea afectado. Porque también circula una especie de moralismo que dicta: “no le des entidad, no existe, bloquealo” o esa puerilidad que reza “a la gilada ni cabida”. Más allá de que se pueda bloquear a alguien violento o silenciar a alguien que nos resulta insoportable, si uno no es un cínico, ser objeto del odio del otro nunca puede no afectarnos. Después, ciertamente, habrá gradaciones del modo en que esto afecta a cada quien. Lo que resulta interesante, en todo caso, es advertir la manera en que alguien supone que sentirse afectado por el odio del otro es “darle entidad” a ese otro. Cuando de lo que se trata, justamente, es de que el otro nos está dando entidad a nosotros, una entidad que vomita, el que odia, sobre su objeto ideal. Pero de algo no hay dudas: ensañarse con alguien, encarnizarse, odiarlo, chicanearlo habla siempre del sujeto que odia y de sus fantasías proyectadas en el objeto odiado y casi nunca de ese alguien a quien se odia. Porque el odio es también fascinación.
La pandemia produjo efectos también en nuestras maneras de leer. No leemos igual que antes, porque la pandemia nos afectó el cuerpo de tal modo que ya nada puede ser significado igual. En ese sentido, creo que la pandemia no fue la causa, pero sí vino a subrayar cuestiones que ya existían, que estaban más o menos presentes, más o menos inminentes. Por eso me gusta volver sobre algunos textos escritos antes de la pandemia y resignificarlos. Durante la pandemia, sobre todo en los inicios, cuando los cuerpos fueron sustraídos del espacio público, las redes sociales cobraron un lugar privilegiado. Nos encerramos ahí. Fueron también un refugio, una compañía para muchos que hicieron la primera cuarentena solos, fueron más que nunca un ágora y también una distracción.
Entonces vuelvo sobre un libro que me gustó mucho: Trolls. S. A., de Mariana Moyano, y vuelvo ahora con la pandemia encima. No se puede leer el libro de Moyano desde ninguna exterioridad, porque no la hay. Después de leerlo nadie podría decir “yo no estoy en las redes” simplemente porque no tenga una cuenta en alguna red social. Mariana Moyano muestra que la trama de las redes, que los hilos que la tejen, surgen de nuestros propios vientres, como el de las arañas: somos las arañas que tejemos esas mismas redes en las que caeremos indefectiblemente. Somos la araña y somos la tela de araña, somos la araña y la mosca que queda ahogada ahí. Eso, lejos de ser pesimismo, nos ubica en un lugar mucho mejor. La clave del libro no es el victimismo. No somos víctimas de las redes, eso sería sencillísimo. En la época en la que todo se lee en clave de víctima y victimario, en la época en la que se arroja a un supuesto exterior la culpa de todos nuestros males, Moyano nos chista y no nos deja hacernos los distraídos. No somos víctimas de las redes, tampoco somos los victimarios de nuestra vida en las redes. La operación de Moyano es sutil: no nos deja decir “no somos nosotros, son las redes” así como tampoco nos deja decir “somos nosotros, no son las redes”. No somos pasivos, no somos simples objetos de la angurria de la red, somos las dos cosas, en una especie de oxímoron: somos objetos activos. El libro es de 2019, pero leído desde la pandemia es más actual que nunca.
También pienso en el hecho de los que se escudan en el anonimato -o en una cuenta cerrada- para destilar venenos, chicanas, resentimientos y violencias. Gente cuya vida está signada por las pasiones tristes. Y pienso que es, más que cobardía, una posición subjetiva que denota el desprecio absoluto por el otro; no por alguien en particular, sino por la presencia del otro en el mundo. Por eso Juan di Loreto dice: “el ser anónimo te mira, te convierte en objeto, pero al quedarse en el anonimato se sustrae a la mirada que uno puede devolverle. Te tira la piedra y sale corriendo”. Esa posición también denota un ímpetu de aniquilamiento; una posición subjetiva hecha de una férrea certeza de sí que pretende repeler, una y otra vez, la alteridad constitutiva, “nuestra más íntima proximidad”.
En ese mismo sentido, David Le Breton dice, hablando del rostro: “El odio conlleva la desfiguración del otro odiado; le niega la dignidad de su rostro”. Emmanuel Levinas ya había trabajado la noción de rostridad y su relación con la ética, la de asumir una posición y la de responder por lo que uno dice y hace. En una línea parecida, Le Breton escribió en Rostros: “el rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orientaciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas”. Vuelvo sobre estas lecturas, entonces, con la pandemia encima. Y pienso en cómo, en un momento en que los lazos sociales están más resquebrajados que nunca, se habilitan aún más hostilidades cifradas en no hacernos responsables por los lugares que ocupamos en una escena, por las palabras que pronunciamos. Y pienso en los nuevos sentidos que cobra la expresión dar la cara cuando pienso en las redes sociales, pero también cuando pienso en las cámaras apagadas del zoom -no hablo de los que tienen problemas de conexión o cualquier otro problema-. Y pienso en los nuevos sentidos de la expresión dar la cara, cuando escucho a Le Breton, en una charla durante la pandemia, volviendo sobre lo que él mismo ya había trabajado antes de la pandemia. Y lo escucho decir cómo las mascarillas autorizan a algunos a hacer cosas que no se autorizarían a hacer frente al espejo, que taparse el rostro habilita descortesías, que la pandemia ha roto los lazos de confianza con los otros porque el otro pasó a ser una amenaza. Y también lo escucho decir cómo el individualismo contemporáneo va hacia un puritanismo social en la medida en que se le tiene terror al deseo, al otro. Pienso en los nuevos sentidos de la expresión dar la cara cuando lo escucho mencionar cómo la desfiguración del rostro, en este momento, induce una desfiguración social. Lejos de pensar en la necia rebeldía de no usar barbijo como si fuera sinónimo de libertad, de lo que se trata es de que, aun teniendo que usarlo, podamos pensar algo en clave de resistencia. Y Le Breton, como otros, está tratando de hacerlo.
A partir de escuchar y de leer a Le Breton pienso otra vez en la frase “dar la cara”, no en el hecho, sino en la frase. Y entonces subrayo especialmente el verbo dar: dar la cara implica un don. Por eso no escucho esa frase solamente en el sentido de la cobardía patética -aquellos que no dan la cara- ni en el sentido de los que no tienen vergüenza y la ponen demasiado -cararrota-, sino en este otro sentido: en el de poner algo de sí en juego, en el de poner algo de sí en el juego. También en el sentido de poner a circular un don que constituya algo que nos requiere cierto costo, cierto riesgo, asumir cierta posición, ciertos efectos sobre el otro pero, sobre todo, sobre nosotros mismos. Porque, como dice Le Breton, nuestro rostro es lo que nos permite ser nombrados y singularizados. El rostro, dice contundentemente, es el lugar de la ética, del reconocimiento del otro; el rostro es la posibilidad de ponerle freno a la agresividad. Será por eso que los que se dedican a insultar y a ser hostiles en las redes sociales, sobre todo desde el anonimato, serían incapaces de hacerlo en nuestras caras.
FUENTE: elDiarioAR