Llegar por primera vez de visita a un destino tradicionalmente turístico, implica la tensión entre lo que el viajero supone de antemano y lo que el lugar ofrece efectivamente. En ese sentido, Mendoza no es la excepción, y la primera sorpresa que se recibe, vía ruta 7 llegando desde el este, es la de una urbe con un ritmo frenético del tránsito que se extiende hacia el sur por la ruta 40, y que en parte la circunvala por el cordón del oeste.
La ciudad en sí aparece bella, ordenada y prolija. Prevalecen todos los verdes que puedan imaginarse y en octubre el ambiente se inunda de azahares que provienen de sus plazas, parques y domicilios particulares. Las veredas son anchas, y en las calles más importantes reinan añosos plátanos prolijamente podados a una altura importante, pese a lo cual no se evitará la alergia que generan sus frutos tan molestos. También las alamedas enamoran y seducen.
Sus avenidas lucen radiantes, el tránsito fluido y ordenado y la cordialidad del mendocino está expuesta en su máxima expresión. Podrá alguien decir que eso sucede con cualquier ciudad turística y le responderemos que sólo bastará darse una vuelta por algunas locaciones de la costa atlántica para entender que no siempre ocurre de esa manera. Tiene opciones para todos los bolsillos y gustos, con la posibilidad concreta de recibir incluso al turismo internacional ABC1.
Pero lo que impacta de la ciudad de Mendoza, es que esa policromía de la naturaleza que tanto nos conmueve, está construida sobre un desierto. Bastará adentrarse en la ruta provincial 52, camino a la Reserva de Villavicencio para entender lo que resultaba la región hace un par de siglos atrás. Y allí comprendemos al uso del agua como un recurso estratégico.
De la misma manera que sucede en el Alto Valle del Río Negro, la mano del hombre ha sido fundamental para su existencia. Canales, cañadas y acequias tanto urbanas como suburbanas (allí con días y horarios para el riego comunicado en no muy prolijos carteles), resultan la esencia productiva del lugar. Las vides podrán verse beneficiadas por la amplitud térmica o por su implantación en tierras de altura, pero sin el desarrollo acuífero la potencia vitivinícola mendocina no habría pasado del sueño.
El gran Mendoza se distingue por la variedad de opciones que conviven hacia su interior: la urbanidad de Godoy Cruz, lo coqueto de Chacras de Coria, espacio donde conviven variedad de restó y bares que resultan ideales para el tapeo y el perfil más productivo de Luján de Cuyo donde conviven viviendas, olivares, pequeñas parcelas con vides nacientes, bodegas boutique, futuros countrys y barrios cerrados de inocultable belleza en sus diseños.
Pero en ese perfil productivo, también surgen demandas. Algo de ello sucede en la charla con un productor olivícola que en la visita a su planta de producción de unas muy ricas aceitunas, se muestra contrariado por alguna decisión del gobierno provincial. Al parecer, en tiempos de ajuste, la actual administración ha decidido dejar de solventar las excursiones de los aviones para arrojar bombas antigranizo. Si bien el sistema no ha estado exento de polémica (ver esta nota), el cambio supone el interés gubernamental por la utilización de telas antigranizo para lo cual se otorgarían créditos para los productores. Y los costos no resultan inocuos.
Pero hay algo que subyace en Mendoza y que no refiere a la belleza del lugar pero sí a un diálogo permanente con el quehacer descollante de Don José de San Martín. Importa la figura del gran general y su campaña independentista victoriosa ya que pululan por doquier el recuerdo de sus soldados más encumbrados honrados con el nombramiento de parques o calles, pero también hay mucho de reconocimiento al San Martín político, al esposo y padre de familia.
Los relatos hacen mucho hincapié en el hacedor, en el hombre que supo imponer leyes sociales impensadas para la época, que ordenaba la vida urbana exigiendo la limpieza de veredas y acequias (algo que a los guías de museo les gusta señalar como origen de la prolijidad de las veredas mendocinas) o abriendo y forestando calles que hasta el día de hoy existen y en el dirigente que supo vincularse a variados grupos sociales para conducir una gesta que parecía imposible. No sin conflicto, claro. Vaya de ejemplo la recodada proclama de 1820 que sentenciaba que “un día se sabrá que esta Patria fue liberada por los pobres, y los hijos de los pobres, nuestros indios y los negros que ya no volverán a ser esclavos” y que aún hoy nos interpela.
Pero Mendoza no deja de ser Argentina y sus habitantes también han tejido una historia con vaivenes respecto del rescate de algunas cuestiones vinculadas con la vida del militar formado en España. Es el caso del museo construido sobre su casa (Corrientes 343), la cual pasó por múltiples propietarios y que, para finales del siglo XX, estaba habitada por un taller mecánico.
A partir de un trabajo iniciado en 2014 por una comisión creada por el Concejo Deliberante, el museo abrió sus puertas en 2019. Tiene una característica muy particular. Con una construcción externa e interna de perfil minimalista, con una iluminación incidente y cuidada, el espacio se caracteriza por mostrar sus pisos transparentes (nada quedó a partir de la devastación que produjo el terremoto de 1861), allí se ven los vestigios de las distintas construcciones que le dieron vida a la propiedad. En un trabajo arqueológico digno de mención, no sólo se hacen visibles restos de la vida sanmartiniana sino también elementos de tiempos más antiguos.
El turismo sanmartiniano no es un fenómeno nuevo, el cual puede rastrearse en varios sentidos. Uno de ellos es el de la ya nombrada ruta provincial 52 que lleva a la Reserva Villavicencio (espacio privado de conservación que comprende más de 60.000 hectáreas), camino que tomaron en la campaña libertadora los generales O’Higgins por un lado y San Martín y Las Heras por otro, en enero de 1817, antes de separase a la altura de la Estancia de Canota. En el lugar, se levantan dos muros blanqueados con alguna simple placa que recuerda los 200 años del hecho, sin demasiada información al respecto. El monumento representa el punto de separación de las huestes patriotas.
Pero también existe la belleza natural. Esa que se impone sobre el particular color del agua en el embalse Potrerillos, la postal que representa el mirador de Uspallata, la imponencia de la Cordillera de los Andes mientras recorremos la ruta 7, la destreza del tiempo y la naturaleza sobre el Puente del Inca, la presencia intimidante del Cordón del Plata y la magnificencia del Aconcagua.
Y como un plus terrenal, el vino. Vides y bodegas se extienden en la primera parte del recorrido de la ruta 7 cuando ingresamos desde la ruta 40. Allí aparecen las empresas más renombradas ofreciendo servicios de enoturismo que no son accesibles más que para extranjeros o argentinos con muy alto poder adquisitivo.
Pero en la zona (no alcanzamos a visitar el Valle de Uco) también existen esas pequeñas unidades productivas que en pleno Luján de Cuyo nos muestran lo mejor de esta tierra. Olivares y viñedos seducen en una experiencia sensorial completa. Los cinco sentidos actúan de manera sincronizada. El tacto, que a esta altura del año nos permite apreciar el nacimiento de las pequeñísimas uvas; la visión y el olfato que nos habilitan a apreciar vino y olivos con tonos seductores, fragancias que nos transportan a recónditos lugares felices de nuestra memoria; gusto que nos moviliza y el sonido de una botella que se descorcha, iniciando el camino del encuentro y la charla compartida.
Es cierto que, como dice el último slogan turístico, Mendoza es un placer. Y también un oasis que el hombre supo construir. Allí donde nada había se yergue una región de abundancia y querencias. Como siempre nos prometemos, volveremos. Así lo vale.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez
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