Un viaje al sur argentino en general y a San Carlos de Bariloche en particular es, antes que nada, una fiesta de los sentidos. No dejamos de sorprendernos a cada kilómetro desandado, a cada cuadra descubierta. Nos acompañan, omnipresentes, cerros y lagos, verdes para todos los gustos, y marrones montañeses que nos cuentan que la nieve ha cedido lugar a la aridez del verano. Se confirma, una vez más, que la naturaleza privilegió a esta región. Pero, junto con la belleza andina hay una ciudad que late al ritmo del turismo y que merece ser mostrada desde los ojos de un turista que siempre aspira a ser visitante. Pasen y vean.
Uno vuelve 33 años después a la ciudad y todo resulta un descubrimiento en sí mismo. El país ha cambiado: pasamos hiperinflaciones, la Convertilidad, las privatizaciones, el corralito y el corralón, el desempleo masivo, el estallido social de 2001, la recuperación K y las dos pandemias, la macrista y la del Covid. El mundo no le fue en zaga, ya no existe el Muro de Berlín, desapareció la Unión Soviética, dejó de existir la bipolaridad que a algunos los ponía en la zona de confort mental, Estados Unidos ya no es la potencia hegemónica de entonces, el europeísmo dejó de ser un sueño hace rato y China parece adelantarse a todos. Y como si todo esto fuera poco, perdimos y ganamos afectos, tenemos esposa, hijos y algunas averías de salud. No es poco.
Se llega a Bariloche, formalmente, por la ruta 40 que ha empalmado a la 237 que, hay que decirlo, luce impecable desde el mismísimo momento que uno deja atrás la 22 atravesando Senillosa y Arroyito. A poco de circular por la mítica ruta que recorre el país de punta a punta en sentido vertical, más precisamente en el kilómetro 2058, y cuando superamos una abierta curva ascendente, aparecen a la derecha, imponentes, el lago Nahuel Huapi primero, y la ciudad después. Más atrás, como escrutando los destinos del lugar, sobresale el Cerro Catedral, amarronado y sin nieve. Al fondo y a la derecha el Tronador con sus sietes glaciares en su cumbre.
El día nos recibe nublado, con temperatura templada. A poco menos de 100 kilómetros de nuestro destino hemos atravesado una tormenta eléctrica de proporciones de la que no hay vestigios en la ciudad. En el ingreso a la provincia vemos el nacimiento del Río Limay, la coqueta localidad de Dina Huapi para luego conectar por la avenida 12 de octubre, no sin antes divisar, a la derecha, el edificio de ese orgullo nacional llamado INVAP.
Nos hospedamos en el centro. A metros de la calle Mitre (principal arteria comercial) y de la imponente catedral que sabrá sobresalir cuando uno la mira desde el norte de la ciudad. Acomodamos bártulos y equipaje de todo tipo y salimos, mate en mano, al paseo obligado sobre la costa del lago. El sol le comienza a ganar la enésima batalla a las nubes y la tarde toma un color dorado sobre la zona. A 33 años, el primer impacto ya nos alcanza: si antes correrse hasta el lago podía parecerse más a un recorrido casi íntimo, hoy el volumen del tránsito y la cantidad de gente que circula nos cuenta que este es otro tiempo.
Efectivamente, lo que descubriremos en la permanencia de 10 días, es que hay muchos turistas vacacionando en la región. Lo confirman los comerciantes que nos reconocen que la diferencia económica no se hace en verano, sino en invierno donde la masividad de los viajes estudiantiles y de cierto sector social que viene a disfrutar de la nieve, permiten mejorar lo que se recauda desde octubre en adelante.
La segunda novedad que descubrimos es que el centro, a diferencia de lo que sucede en otras ciudades turísticas del país, grandes o pequeñas, con el caer de la tarde no se transforma en un caos de vehículos y turistas. En días hábiles los comercios permanecen abiertos no más allá de las 21.30hs (aún es de día) y no se aprecian grandes colas para realizar compras con la única excepción de las dos o tres chocolaterías tops de la ciudad.
La explicación es sencilla. Quien vea un mapa de Bariloche podrá entenderlo: la ciudad donde se hospedan los turistas se extiende de manera alargada sobre la costa del Nahuel Huapi, teniendo la avenida Ezequiel Bustillo no menos de 15 kilómetros de largo. Quien haya pasado el día sobre cerros y lagos, en día de playa o haciendo trekking, y se hospeda en hosterías, hoteles o casas del alquiler en esa zona, poco interés y ganas le quedan de tomar el auto, y caminar sobre una urbanidad que, se supone, no es lo que se viene a buscar a esta zona.
De todas maneras, el tránsito nos recuerda que estamos en presencia de una gran ciudad. Más allá de la discusión del número de habitantes de Bariloche, cuestión siempre presente en las ciudades turísticas y que seguramente será zanjada con la realización del próximo censo que comienza en pocas semanas; el embotellamiento que se produce sobre la ya nombrada Bustillo (hacia el norte) y 12 de Octubre (hacia el sur) en horarios puntuales -de 8am en adelante- y del atardecer, reflejan dos cosas: que Previaje ha funcionado muy bien y que tal vez, si alguien quiere buscar tranquilidad urbana, este verano barilochense no sea el mejor momento.
Pero hay varias cuestiones a destacar. Los embotellamientos no vienen acompañados de bocinazos, gritos o discusiones. Aquí también (lo mismo sucede en Villa La Angostura o San Martín de los Andes) la prioridad la tiene el peatón. Impacta descubrir (y acostumbrarse) que los vehículos cedan el paso a quien está parado sobre una esquina para cruzar, muchas veces viniendo a una velocidad considerada. Existen muy pocos semáforos, y puede decirse que la zona turística de la ciudad en contextos de temporadas masivas, tiene severos problemas en el funcionamiento del tránsito. Calles y curvas sobre pendientes agudas, empalmes sobre arterias de exclusiva salida y avenidas de un solo carril, complican al más avezado de los conductores si no llega bien predispuesto.
Pero existe una gran virtud de la que el turista parece contagiarse. Como buen politólogo, uno le llamará sentido de comunidad. Y tiene que ver con una serie de normas no escritas, que en otro tipo de urbes estarían prohibidas y generarían el enojo de muchos, y que, en Bariloche, se toleran. No porque exista un desapego a la norma sino porque, ante la necesidad de vivir en una ciudad desordenada desde el aspecto urbano, todo el mundo entiende que está en la misma: a veces hay que doblar a la izquierda en una avenida o en otras debe subirse una cuesta a una velocidad que no sería la recomendada. Pero hay que insistir sobre una máxima que en las grandes metrópolis argentinas no se cumple: la prioridad siempre la tiene el peatón.
El vecino es amable. Me dirá algún/a lector/a desprevenido/a: “viven del turismo, por eso son amables” y yo contestaré que si ha tenido la suerte de viajar a ciertos destinos veraniegos recuerde cómo lo han tratado en los distintos lugares a los que concurrió. La respuesta se la dejo para la intimidad.
Otro detalle a destacar. Casi no existen bares sobre la costa del centro. Uno sólo, frente a los boliches Cerebro y Rocket, el cual recomendamos. Sí aparecen múltiples food trucks (el sueño orgásmico de algún ex concejal rosarino) que en días de fines de semana se complementan con bandas de música sonando en vivo. En los sectores habilitados para tal fin, convive el combo completo: la cervecería, la hamburguería, la comida sana, la heladería y el local de exquisiteces dulces de la región. Un acierto. El atardecer sobre el lago hace el resto.
Es Bariloche una ciudad “vivible”. Representa un gran centro de servicios que está indudablemente adaptada a cierta lógica del turismo internacional. Se nota en los menús de restós y bares. Se confirma en el horario de cena de muchos turistas que antes de las 20hs ya disfrutan de esos platos regionales que a los nativos siempre nos cuesta un poco más.
Esas características también se reflejan sobre sus estaciones de llegada de turistas: trenes, ómnibus y aviones. Si una ciudad debiera ser calificada por el tipo de espacios de arribo con los que cuenta es evidente que la localidad apuesta fundamentalmente al avión. Su aeropuerto que no es enorme, pero bien representa la uniformidad que caracteriza a cualquier aeroestación del mundo. Las otras dos, frente al lago y sobre la avenida 12 de octubre, casi pegadas entre sí se destacan por pasar casi desapercibidas. La de trenes es dueña de una arquitectura digna de recorrer que toma algunos rasgos del famoso Centro Cívico, mientras que la de colectivos no despierta ningún tipo de atractivo pudiendo recorrerse en unos pocos minutos.
San Carlos de Bariloche tiene luz propia. Vaya novedad. Pero también, y como toda gran ciudad, cuenta con una contracara que uno puede descubrir cuando intenta tomar la ruta 40 en sentido de El Bolsón. También tiene marginalidad y zonas empobrecidas donde pareciera que falta casi todo. Podríamos suponer, que en esos barrios viven quienes trabajan en áreas de servicios turísticos de baja calificación y otros ciudadanos que dan ciertas peleas que tanto molestan y malinforman desde los medios porteños y que, como suele pasarles a ciertos sectores acomodados, prefieren no ver.
Bariloche emociona y contagia. Invita a quienes nos gusta desandar rutas y vericuetos, a recorrerlos palmo a palmo con la sensibilidad a flor de piel y entendiendo y valorando, a la vez de nuestra pequeñez frente a la belleza andina, la capacidad del hombre para haber podido construir una ciudad sobre faldas de cerros que nos invitan a soñar. Soñar con una vida menos vertiginosa, soñar con un sentido más humanista de las cosas. Ese es el desafío. Continuará.