De alguna manera queremos comenzar este segundo relato sobre Bariloche desde una pregunta hecha casi como al pasar. ¿Es posible hablar de esta hermosa ciudad y su región sin tener que relatar la majestuosidad ya conocida de sus ascensiones, de sus centros de servicios para el turismo internacional o de aquellas excursiones realmente costosas para el bolsillo de los argentinos? Si. Es posible. Y desde estas líneas trataremos de ser coherentes con una forma de trabajo que tenemos en Fundamentar, y que refiere a mostrar aquello que no necesariamente se ve de manera inicial. Pasen y vean.
Que el Cerro Catedral representa el centro de esquí más importante de Sudamérica; que el Cerro Otto se caracteriza por su originalidad al combinar ascenso en teleférico, trekking y una confitería giratoria en su cúspide a pocas cuadras del centro de la ciudad; que la ascensión en aerosilla al Cerro Campanario es la más bella de todas; que el Centro Cívico es un espacio donde reina el buen gusto y el espíritu andino y que sus boliches y hoteles se caracterizan por su excelencia, son cosas que sabemos desde hace mucho tiempo. Con eso sólo bastaría para volver una y otra vez a recorrer sus senderos y caminos.
Pero hay tantos lugares por descubrir, tantos recovecos por explorar que parece obvio relatar las cosas desde otro lugar, con otros ojos que pongan en valor esa maravillosa conjunción de la mano del hombre y de la potencia de la naturaleza para congraciarse con lo más profundo de cada uno.
En el recorrido inicial comenzamos por el ya famoso Circuito Chico. Recordemos como quien no quiere la cosa que el Circuito Grande supone la unión de Bariloche con las ciudades de Villa La Angostura y San Martín de los Andes, todo ello a través de la mítica Ruta 40 que en los 112 kilómetros que unen a estas dos últimas, toma el nombre de Ruta de los Siete Lagos, experiencia que hemos comentado algunos meses atrás.
Circuito Chico tiene una extensión de 60 kilómetros y se inicia saliendo por la Avenida Exequiel Bustillo en sentido norte de la ciudad. Se atraviesan un sinnúmero de hosterías de todo tipo que tienen como principal atractivo poner la mirada sobre el Lago Nahuel Huapi, y a medida que se avanza por el camino y vemos los estratégicos mojones que indican el número del kilometraje, notamos como la naturaleza prevalece con verdes, ocres, dorados y rosales que terminan siendo nuestra envidia a partir de lo que al común de los mortales nos cuesta mantener con vida jardines, plantines y árboles.
A la derecha varias playas: Melipal, Bonita y Serena. En el kilómetro 23 aparece a la izquierda, con todo su esplendor recuperado allá por los 90’, la magnificencia del Hotel Llao Llao. A la derecha Puerto Pañuelo, verdadero centro de salida y arribo diario de centenares de personas. Es tan denso su movimiento que, en un día normal de febrero, nublado y con algo de viento, uno no consigue lugar para el estacionamiento ya que, según nos comenta el personal del lugar, por esos días sólo se puede acceder mediante reserva previa.
Puede dejarse el vehículo al costado, o llegar en el servicio público de transporte, y su recorrido al borde del lago ya es un paseo en sí mismo. Dicen los relatos del lugar, que el nombre refiere a aquellas personas que, a principio del siglo pasado, esperaban la llegada de barcos con provisiones y la forma de recibirlos (o despedirlos) venía acompañado de pañuelos que se agitaban en el viento.
Se retoma la ruta, y a poco menos de tres kilómetros de allí, aparece un camino oblicuo, de tierra y sin ninguna señalización en el sentido que nos dirigimos, con un buen número de autos estacionados sobre la escasa banquina. Uno supone que debe haber algún paraje que merece recorrerse. Pregunta, y le contestan “Villa Tacul”. Decide iniciar una caminata (también se puede avanzar en vehículo) que se desarrolla por el medio de un bosque donde reina una vegetación centenaria y un silencio sobrecogedor. A veces, algún pájaro nos recuerda que la vida animal también existe, y a poco de caminar algo más de un kilómetro se llega al final del recorrido donde se ofrecen dos estacionamientos: uno público y el otro privado. En el último, uno puede dejar el auto bajo una frondosa arboleda, acceder a algunos servicios de bufet mínimos por la módica suma de $150 la hora o $500 todo el día. Nada que envidiar a cualquier estacionamiento céntrico rosarino.
Se avanza por cualquiera de los múltiples senderos techados por la naturaleza con arbustos de escasa altura y a los pocos metros nos encontramos con una de las tantas bellezas a los que la región tal vez alguna vez nos acostumbre: la playa de Villa Tacul. Geográficamente queda a la vuelta de Puerto Pañuelo y el espacio cuenta con una playa de arena que, al adentrarse en los primeros metros del lago, es ganada por las piedras. Condición necesaria para pegarse un chapuzón: hacerlo con ojotas o zapatillas y estar bien predispuesto con lo fresco del agua. El lugar es, sencillamente, un paraíso y si la región sólo ofreciera ese recoveco del lago, bien valdría la pena disfrutar del mismo una y otra vez.
Retomando la ruta, a los pocos kilómetros, aparecen el Mirador de Bahía López y el Puente Arroyo La Angostura. En ambos casos vale la pena parar, sacar las fotos de rigor y porque no, tomarse unos mates sobre una playa angosta pero muy pintoresca. Si seguimos el camino por la ruta aparecerá el acceso por tierra a Colonia Suiza. Antes, a la derecha, aparece la posibilidad de hacer canopy: cada uno sabrá si se anima. Unos 3.000 metros tiene el trayecto. Resígnese amigo y amiga que fanatiza con el auto inmaculado: la sequía hace de las suyas y el polvillo domina todos los rincones del vehículo.
La villa, al pie de un enorme cerro, resulta pintoresca. Uno no deja de asombrarse (y admirar) de los pobladores hace muchas décadas se animaron a contar con un asentamiento en este lugar. Unos cuantos locales para la compra de minucias de artesanías, pero al escriba le interesa una sola cosa: comer curanto, elaboración que se basa en hacer un pozo, calentar la tierra y piedras, poner carnes y verduras de la región envueltas y volver a tapar con hojas de pangue.
Hay que decirlo. Las expectativas eran mayores. Pero en honor a los cocineros digamos que no mucho puede esperarse cuando uno almuerza a las 4 de la tarde. Los platos son abundantes, rescatándose chorizos, calabazas y papas con un sabor ahumado que le da un toque especial. Las carnes, nada nuevo bajo el sol, aunque tal vez, si se contara con un microondas la cosa merecería otra consideración. Pero nada es definitivo. Tal vez una segunda oportunidad, a horario, le ponga valor al asunto.
Si nos dejamos llevar por el camino y no entramos al poblado, a un par de kilómetros se encuentra un camping (Parador de los Arrayanes), perdido en la majestuosidad del lago Perito Moreno. Vale la pena pedir permiso (no cobran entrada si uno va a pasar el día y no hay eventos) y sentarse en una reposera y tal vez, sólo tal vez, con una bebida espirituosa, esperar el caer de la tarde.
La otra opción es tomar la salida inversa, por la parte de atrás del poblado y luego de unos quinientos metros de tierra tomar una ruta absolutamente nueva que nos llevara a una playa, en un espacio donde el hombre le ha ganado de mano a la naturaleza ya que el terraplén que contiene la ruta, permite que, a esa altura del lago, de un lado el viento resulte inhóspito y del otro, ofrezca la situación absolutamente inversa. De allí el nombre de Playa Sin Viento.
Pero Bariloche y su región no es solamente el Circuito Chico. El recorrido de la ruta 40 hasta El Bolsón ofrece un espectáculo que no puede ser apreciado sólo una vez. La transparencia del Lago Gutiérrez, la multiplicidad de campings que lo habitan, la belleza del Mascardi (zona donde la reiterada presencia de Gendarmería demuestra que no todo es color de rosa en la vida de los hombres y mujeres de la región a partir del conflicto Mapuche) y la cantidad de hectáreas de bosques incendiados le dan el tono justo al paseo.
Sorprenden también otros recorridos y otras zonas que se andan en sentido inverso. Sobre el lado sur de la ciudad, como cuando uno pega la vuelta, aparece la localidad de Dina Huapi, típico lugar que pareciera ser de residencia de casas de fin de semana sobre el Nahuel Huapi (hablemos sin saber). Playas anchas (de piedra), extensas, y con el viento como habitante permanente, al punto de que la práctica del snowboard, la cual supuestamente está prohibida, brinda un espectáculo de acrobacia y destreza física digna de prestar atención. A un costadito, casi como sin querer, el río Ñirihau que desemboca en el lago, ofrece la posibilidad de pegarse un buen chapuzón y de estar resguardado del viento. Otra vez, el atardecer con sol, resulta una fiesta de los sentidos.
Siguiendo más allá, por la ruta 237 y cuando se atraviesa el “Anfiteatro”, a unos 30 kilómetros aparece Villa Llanquín con dos atractivos que valen la pena mencionar: la maroma que cruza los vehículos sobre él, a veces verdoso y a veces azulado, Río Limay y el campo de lavanda que se reproduce a metros del mismo. Su visita, con la explicación de las formas y métodos de producción, se justifica además con la posibilidad, si uno ha ido con el tiempo suficiente, de disfrutar a escasos 500 metros del lugar, de un picnic rodeado por la tranquilidad de cerros y árboles que sólo puede ser interrumpida por la llegada de algún gomón de los que hacen rafting río arriba. Por lo demás, todo es pura calma y belleza andina.
El relato se alarga y va quedando poco espacio para lo que el editor ha pedido. Queda por comentar el recorrido por la extensa playa del Parque Nacional Lago que tiene a un costado cerros argentinos y del otro, cerros chilenos. O las peripecias de cuatro santafesinos desandando caminos de tierra, en caravana, porque en la Ruta 16 que une El Bolsón con Lago Puelo se había producido un hecho de tránsito con heridos que había interrumpido la circulación.
Y también queda por descubrir el Cajón Azul, los viajes en barco por el Nahuel Huapi, animarse al trekking (alguna vez) en el Cerro Tronador y al refugio Eduardo Frei o, porque no, al parapente que siempre seduce.
Pero los viajes también dejan certezas: unas que hablan del tiempo compartido, en familia o con amigos. Esas que hablan de que trabajar todo el año para tener esas gratificaciones de un par de semanas, aún sigue valiendo la pena. Y la región de Bariloche, así como todo el sur argentino, invita a volver una y otra vez. Para qué negarle al cuerpo y a la mente lo que ellos nos piden.
Alejandro Dolina, ese gran artista de la palabra, afirma que uno nunca debe volver a aquellos lugares en los que fue feliz. Humildemente, disiento. Y aunque es hora de dejar las vacaciones atrás porque el año ha empezado, estoy seguro de que, como en tantas otras actividades de la vida, volveremos. Los invito a lo mismo, querida lectora, querido lector. “Salú”