La semana que pasó resultó pródiga en recuerdos e invocaciones a la sanción y puesta en vigencia de una medida que hizo historia en la vida económica, social y política del país y del que por estos días se cumplieron 20 años: el corralito. Como muchas veces suele pasar, abundaron los análisis sobre los perjuicios, la impracticabilidad y las consecuencias de la medida. No pocos se quedaron en cierta superficialidad de lo que suponían las restricciones a poder retirar 250 pesos / dólares de manera semanal de los cajeros. Pero hay algo más para decir. Repasemos.
Desde el comienzo digamos que muchas veces el país fue pensado como un laboratorio productor de medidas que en otros confines podrían resultar imposibles de poner en vigencia. La pregunta de rigor refiere a si tiene sentido discutir, hoy, esa resolución, descontextualizada y sin una serie de factores que la fundamentaban. Lo explicamos para que nadie se confunda: a lo largo de la historia pueblos y comunidades han sufrido restricciones mucho más severas y han podido salir adelante. Un par de ejemplos concretos: Winston Churchill emergió como un líder fortalecido luego de la 2da Guerra Mundial más allá de las limitaciones que vivió el pueblo británico. Y para los desprevenidos que siempre reivindican e idealizan aquello que sucede en la culta Europa, les recuerdo que hace casi 40 años, el pueblo argentino, se desprendía de sus bienes personales más preciados, en la emisión de un programa de televisión que duraba 24 horas y que armó una fenomenal recaudación para “sostener” la guerra de Malvinas.
Cualquier comunidad puede enfrentar tiempos de restricciones. Lo que debe entenderse es que hay condicionantes y contextos que potencian y justifican el éxito o el fracaso de una medida. Sea del tipo que sea. El corralito no es la excepción. Desde sus fundamentos económicos que su creador sigue defendiendo, el mismo que había tenido la “genial” idea de estatizar la deuda externa privada argentina allá por 1982 y que había sacado de la galera, cual mago de ocasión con su conejo blanco e inocente, esa Convertibilidad que sirvió en un primer momento para frenar la inflación pero que con el tiempo dejó de a pie a millones de argentinos. Y, además, debe mirarse el recorrido que supone lo político.
Pensar al corralito como una medida excepcional es un error. Es parte de un entramado, y de un devenir que no puede agotarse en la mente afiebrada un ministro de Economía que había llegado como un mesías o la de un presidente que había dejado de tener contacto (o sensibilidad) con el día a día de buena parte del pueblo argentino.
La medida (y su fracaso) debe enmarcarse en un proceso previo que tiene como dato insoslayable de inicio el domingo 14 de octubre de 2001, donde en una elección legislativa sin precedentes, el entre el 15 y el 20% de la población votó en blanco, o de manera nula generando una multiplicidad de interpretaciones que se sintetizaron en el llamado “voto bronca”.
Carlos Menem había ejercido el poder de una manera tan desembozada, con su impronta de dispendio y corrupción, que el fundamento político para la presidencia de Fernando De la Rúa debía pensarse como su antítesis: se estructuró como parte de un colectivo que se sintetizaba en una alianza política que lo tenía como protagonista principal, con su estilo medido y de hombre ordenado y que sumaba referentes que pensaban a la política muy lejos de la idea de sobreexposición que caracterizaba al menemato.
La Alianza había sabido crear “una” esperanza. Pero la profundización de la crisis económica y las diferencias internas a partir del caso de las coimas en el Senado por la reforma laboral y, que derivaron en la renuncia del vicepresidente Carlos Chacho Álvarez, explican, en buena parte, el desánimo social de ese octubre.
La Convertibilidad ya era severamente cuestionada en términos de su utilidad macroeconómica, la corrupción estructural que había llegado de la mano de muchas privatizaciones y que tenían anclaje en un Poder Judicial construido a imagen y semejanza del menemismo también explican el proceso. No existía la más mínima legitimidad de ejercicio político para imponer ninguna restricción a nadie. Y la represión estatal que sobrevino semanas después, era parte de una respuesta si se quiere “lógica” de esa conducción política que había perdido contacto con la cotidianeidad ciudadana. Tampoco las jornadas del 19 y 20 de diciembre serían las últimas. Seis meses después, Eduardo Duhalde, ese presidente que no había llegado al poder por el voto popular pero que hacía todo para lograrlo, tuvo que adelantar su salida a partir de los asesinatos de los militantes populares Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, a manos de la policía de la provincia de Buenos Aires.
El “que se vayan todos” se había articulado con el grito esperanzador, pero inexorablemente negador del “piquete y cacerola la lucha es una sola”. Y calificamos como negación aquello que, si bien tenía efectos similares, nunca podía generar una construcción política común, dado sus orígenes e intereses distintos.
Si al piquete le dio sentido el intento de la sobrevivencia de aquellos que en el interior profundo habían visto como se desguazaba una empresa como YPF, que había funcionado como un ariete que construía identidades sociales y personales y en regiones como la de Rosario o La Matanza, su existencia se explicaba desde la desaparición de un entramado de pequeñas y medianas empresas industriales que la aplicación de la ecuación un peso igual a un dólar había dado el golpe de gracia; al cacerolero ahorrista se lo debe entender como aquel sujeto que luchaba por la legítima devolución de sus ahorros luego de haber sufrido una estafa, ya no de un banco o una financiera en particular (situación que bien conocíamos en la Argentina), sino puesta en práctica por el propio Estado que, mediante leyes específicas, había garantizado la supuesta intangibilidad de los depósitos.
En los primeros la salida era colectiva. La “pelea” en la calle se sostenía desde la organicidad que desde un primer momento se fue construyendo, mientras que en los segundos la posibilidad que con el devenir del 2002 se fue estructurando, refería a la “oferta de corte” que cada ahorrista podía realizar para que le reconocieran algo de lo depositado. Por ello unos y otros tuvieron destinos diferentes.
El piqueterismo se transformó en un movimiento social, con todas las complejidades, variantes y modalidades que eso pueda connotar. Supo articularse para conseguir que el Estado pusiera en marcha el Plan Jefes y Jefas de Hogar (producto de la Mesa de Diálogo), logrando inicialmente un reconocimiento social que, con el tiempo, se fue perdiendo.
El grupo de los ahorristas se diluyó más temprano que tarde. La solución individual que se le propuso condicionó cualquier posibilidad de una salida colectiva. Independientemente del proceso angustiante que cada ciudadano atravesó, en algunos casos con el deterioro de la salud e, incluso, con la pérdida de vidas humanas, no hubo un espacio para la construcción de una identidad colectiva, que, por lo menos en parte, morigerara dolores.
Diciembre de 2001 deja un saldo trágico. Pero, insistimos, no debe ser mirado como un hecho explicado desde la mala gestión de un gobierno que había sabido generar una nueva ilusión. Existieron condiciones objetivas y muy antiguas que explican el proceso y que dejaron como resultado, la definitiva certeza de que la democracia, por sí sola, no te daba de comer, no te curaba ni te educaba. Esa forma de gobierno había dado muestras de que el hechizo se había roto y que podía regar el territorio argentino de represión y muerte, garantizando, una vez más, impunidad para sus responsables políticos, al punto tal que algunos de ellos resultaron relegitimados por el voto popular.
El resultado se completaba con un sistema de partidos que se atomizó y que en la elección de poco menos de 18 meses después, varios de los protagonistas de la crisis estructural fueran votados con un muy buen porcentaje de votos. Para poner en valor esto, vale recordar quienes resultaron primero y tercero en un proceso electoral del que emergió un presidente que nunca fue votado, siquiera, como la primera minoría.
Pero no todas fueron malas exclusivamente. Más allá de la burla e ignorancia de un mal actor hollywoodense que se transformó en gobernador de un importante estado norteamericano, el hecho de haber contado con cinco presidentes en una semana, con el tiempo, pudo ser valorado como una fortaleza antes que, como una debilidad, ya que cada elección respondió a los designios de una Asamblea Legislativa que siempre respondió a lo dictaminado por la propia Constitución Nacional y que resultaba, en definitiva, la representación del pueblo argentino. No fue poco para un país que, durante cincuenta años, se había acostumbrado a que cada crisis institucional relativamente importante, se zanjaba con la aparición en escena de militares que ocupaban el centro de la escena política.
Recordar el corralito exige poner en revisión no sólo una medida económica que resultaba injusta y antipática, sino un tiempo social y político que no refería exclusivamente a la foto del 30 de noviembre de 2001. La copla que nos trae el viento nos recuerda ese sueño que no pudo ser, el de una democracia inmaculada que nació para proteger a sus ciudadanos. No está de más recordarlo, aunque nos duela. Y para que nunca más se repita. Simplemente, Memoria.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez