Enojado. Con tono adusto. Poco tolerante a la frustración que supondría la repregunta honesta. A veces amenazante, escondiendo una violencia innata, Javier Milei supo convertirse en una referencia insoslayable del sistema político argentino. En algún momento, su proyección nos hizo hablar de escenario de tercios para las elecciones presidenciales de 2023 y su irrupción desde hace no menos de cuatro años nos permite pensarlo como un emergente, a la vez que claro representante de la acción política como un estado de ánimo. Los primeros días de Julio no fueron los mejores para el libertarismo que comienza a sentir que ya no alcanzan ciertas poses para sumar en cierto juego de seducción. Recorrido semanal para visualizar los límites que empezaron a encontrar ciertos outsiders del sistema político argentino. Pasen y vean. La puerta está abierta y el mate cebado. Sean todos y todas bienvenidos.
Son tres los factores que limitan sus (desmedidas) ambiciones: su historia reciente, las propuestas concretas que le ha ofrecido a la sociedad (ciertamente inconsistentes) y el tipo de discurso construido para interpelar a determinado sector social. Empecemos por el primero.
Javier Milei es un claro producto de los tiempos sociales que corren. Reconocido a partir de sus participaciones mediáticas, supo convertirse en la referencia de una parte del electorado que descree firmemente de cualquier tipo de intervención estatal. Idealistas al extremo, el mayor anclaje pareció encontrarlo en los sectores juveniles, nacidos post crisis de 2001, pertenecientes a sectores medios y afincados, fundamentalmente, en las grandes urbes.
En una televisión cada vez más empobrecida en contenidos y opciones, hace rato que Milei dejó de ser el reflejo de productores televisivos vagos que encontraban en él un personaje que servía para rellenar muchos minutos de aire. De a poco supo interpelar a aquellos sectores que siempre fantasean con la ganancia económica a cualquier costo y en una realidad acotada a la jurisdicción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, supo ganarse un lugar en la expectativa pública para construir un proyecto político que le permitiera llegar al Congreso de la Nación.
En la Argentina actual, si cualquier mercachifle que se precie, cuenta con la anuencia de la corporación mediática, y con cierta dosis de inteligencia natural, es probable que pueda transformarse en una referencia al cual ciertos sectores le presten más atención que lo que correspondería.
Pero una cosa es armar una candidatura para un cargo legislativo de una ciudad de algo más de tres millones de habitantes y otra muy distinta construir un proyecto político que se pueda extender a nivel nacional, ya que una cosa es tener visibilidad y otra muy distinta ser opción real de poder o, para decirlo en términos comunes, que un dirigente sea votable.
En las elecciones legislativas de 2021, Javier Milei hizo una buena elección en la ciudad de Buenos Aires, obteniendo cuatro escaños. A partir de allí se imaginó con otra proyección y decidió ir por el premio mayor. Sin estructura propia ni prestada, intentó construir una candidatura presidencial a la que, a partir de las múltiples contradicciones que surgen en una campaña electoral, se le encontraron los límites.
Cualquier proyecto político de envergadura supone la inversión en algo que no se compra con dinero ni mucho menos desde los set de televisión: tiempo. Ese mismo tiempo que se necesita para desarrollar una estructura, construirla a lo largo y ancho del país, conocer interlocutores, referenciar posibles o reales liderazgos regionales y saber interpelar las demandas que no son comunes en un país tan vasto como la Argentina.
Es esa opción o acordar con una estructura partidaria ya consolidada para que te “presten” aquello que no se tiene como propio. Eso es lo que entendió perfectamente Mauricio Macri cuando decidió aliarse a la Unión Cívica Radical, para que el partido que había sabido fundar, dejara de ser una expresión local y pudiera transformarse en un proyecto nacional. Es lo que también comprendió José Luis Espert cuando pegó el reciente salto a las filas de Juntos por el Cambio, luego de haber sido un crítico acérrimo de ese espacio durante varios años.
Mientras en el modelo elegido por Milei se cuenta con un mayor margen de independencia y se puede instalar la idea de “casta” como construcción conceptual antitética, también se queda limitado a los recursos que supone una única figura excluyente. Demasiado poco para jugar por el premio mayor.
El segundo factor que condiciona el éxito político de La Libertad Avanza refiere al tipo de propuestas con el cual ha intentado seducir al conjunto del electorado: desde las cuestiones más orgánicas (dinamitar el Banco Central, dolarizar, imponer bonos educativos, etc.) hasta las más personales (venta de órganos, justificación de cierta forma de vida), todas parecen haber ido en contra de lo que las mayorías de las encuestas reflejan que desea el electorado para los tiempos venideros. En todos los casos, ha recibido severas críticas por la falta de solidez de las argumentaciones. Ya no sólo de quienes pueden ser sus adversarios (o enemigos) políticos, sino de referentes del propio liberalismo que entienden los límites que existen para la imposición de ciertas reformas o revoluciones deseadas.
Milei ha pasado de estar en el centro de la escena, imponiendo agenda con los temas antes mencionados, a tener que responder (y justificar) por el bochorno que supone que en un sistema de partidos consolidado, se vendan las candidaturas en todo el territorio nacional. Su explicación de que “acá el que llega, tiene que poner”, porque ha decidido diferenciarse de la corporación política ya que ésta recibe dinero del Estado y le quita fondos a los ciudadanos, tendría algún sentido en tanto y en cuanto La Libertad Avanza hubiera decidido rechazar los aportes que se hace por los votos que se obtuvieron en el 2021. Cosa que nadie reconoce que haya sucedido.
Su reciente anuncio de que había conseguido los fondos para imponer la dolarización (U$s 35.000 millones) pasó absolutamente desapercibido para la matrix de la política, y de acusador y denunciante de la casta pasó a tener que defenderse de un comportamiento ilegal y que alcanza lo inescrupuloso, al haber sido denunciado de que también las candidaturas se vendían por sexo.
Quienes han sido sus recientes aliados en varias de las provincias argentinas, lo defenestran sin pudor a la luz pública, y la carta ensayada como modo de respuesta a ciertas acusaciones tiene el sello indeleble de su personalidad política: desordenada, al voleo y bordeando la violencia. El peor escenario para un candidato que se precie, radica en la necesidad de tener que responder sobre la falta de ciertas virtudes personales. Y mucho más en el marco de una campaña ya iniciada.
El tercer factor a prestar atención es el que refiere a qué porción del electorado le habla desde el espacio de derecha que integra. Si Patricia Bullrich elige ir por el “todo o nada”, si Horacio Rodríguez Larreta se debate entre la ambivalencia de mostrarse a veces como un halcón y a veces como una paloma; vale preguntarse a qué tipo de ciudadano o ciudadana interpela el libertarismo vernáculo. Da la sensación, y aquí no hay verdades sagradas, que el discurso de Milei ha quedado circunscripto a un sector social y a una región determinada.
La dificultad de una campaña presidencial radica en poder encontrar un discurso y una propuesta de acción política en el que la mayoría del electorado se sienta integrado. Si, según el libertarismo argento, el Estado es la peor construcción social desarrollada por el hombre, vale preguntarse cómo podría encontrar un "feedback" electoral con esas regiones donde lo poco o mucho que se ha logrado siempre vino, inicialmente, de su mano.
Ni la promoción industrial fueguina, ni el desarrollo de la vitivinicultura cuyana, ni el desarrollo energético sureño, ni las necesidades del norte argentino pueden ser pensados sin la presencia del Estado. Desmontar su presencia sin más, como parece marcar el ideario libertario, supone, en el marco de una campaña electoral, presentarse ante semejante porción del electorado a ofrecerle la nada misma. Por eso, también, la flaqueza de votos en la elecciones celebradas en las provincias. Ha existido una decisión premeditada de Milei de no acompañar las distintas candidaturas. ¿Paracaidistas de la política en los pagos chicos, especulación ante la inevitable derrota o inconsistencia de la propuesta? Un poco de cada cosa. Sabrá ponderar el lector ávido del tema cual de ellas puede haber prevalecido, pero queda cada vez más claro que la representación a la que puede aspirar LLA se circunscribe a puntuales sectores urbanos del centro del país: en su mayoría jóvenes, con escasa o nula formación política y con una excesiva ponderación del emprendedurismo individual.
El fenómeno Milei ya no parece tener la potencia de hace algunos meses. La proximidad del proceso electoral acelera las contradicciones y las preguntas y respuestas son un poco más complejas que la simpatía y comodidad de comunicadores que, más temprano que tarde, comenzaron a cuestionar a un referente que prefirió quedarse en la certeza de su chiquitaje ideológico (y de sus negocios), antes que en la expansión democrática de ideas. Dicen que aquellos que lo sostuvieron, hoy le soltaron la mano. Imposible saberlo a la distancia. Pero una cosa es segura: al revés de aquella vieja canción noventosa, “así es la vida de caprichosa, a veces rosa y a veces negra”. El libertarismo argentino comenzó a sufrirlo más temprano que tarde.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez