Finalizada la crisis entre Colombia y Venezuela, se hace necesario reflexionar con mayor profundidad sobre las causas, condicionantes, intereses, estrategias y posibles escenarios futuros, tanto en la relación entre ambos países como de la capacidad de la región para la resolución autónoma de sus conflictos frente a la estrategia de militarización de espacios estratégicos latinoamericanos desplegada por Estados Unidos.
La reciente crisis entre Colombia y Venezuela, suscitada en torno a las acusaciones del ahora ex presidente Álvaro Uribe de la presencia de efectivos de las FARC en territorio venezolano y la posterior ruptura de relaciones por parte del gobierno de Hugo Chávez, puede ser visualizada como un ejemplo de la presencia de variables tanto de índole global, como local. En principio, su basamento en necesidades internas alimentadas por divergencias ideológicas apuntalan dinámicas de conflicto que les son funcionales, corroborando además un fenómeno de mayor espectro como la estrecha vinculación entre variables internas y externas, noción acuñada hace casi cuatro décadas pero internalizada en los últimos tiempos con el nombre de “políticas intermésticas”. Si bien este es un escenario que conlleva un riesgo inherente de desestabilización, en tanto la cantidad de variables en juego, el feliz desenlace del conflicto, a partir de la mediación de UNASUR, puede ser una muestra de la confirmación en sentido positivo de otra de las tendencias presentes en nuestra región: la búsqueda de instrumentos de resolución autónoma de conflictos, en este caso con características peculiares que se alejan de una visión institucionalizada y que, sin embargo, fortalecen a la institución misma a partir de su éxito.
Puede decirse que el desencadenamiento de la crisis es consecuencia de procesos previos de conflicto entre ambos países. Debe recordarse que las relaciones bilaterales comenzaron a deteriorarse en 2008, tras el ataque del ejército colombiano sobre campamentos de la guerrilla de las FARC en territorio ecuatoriano, lo que derivó también en la ruptura de relaciones entre Colombia y Ecuador. Este hecho, sumado al acuerdo entre Bogotá y Washington para el uso de siete bases militares colombianas, contribuyó a fortalecer la percepción del presidente Hugo Chávez en cuanto a una eventual hipótesis de conflicto con Colombia, en tanto aliada de EEUU y recipiendaria de ayuda económica y militar por parte de Washington. Del lado colombiano, tanto las versiones en torno al soporte económico de Chávez a las FARC como su imagen de referencia ideológica obligada al interior de la guerrilla tuvieron un efecto similar tanto en el gobierno como en la opinión pública colombiana, lo que pareció confirmarse dado su papel preponderante durante la primera etapa de la cesión unilateral de rehenes por parte de las FARC. De esta manera se configuró un eje de tensión creciente entre actores con percepciones contrarias y permeadas ideológicamente, conformándose así un conflicto cuyos puntos más álgidos fueron la ruptura de las relaciones comerciales por parte de Venezuela en 2008 tras la aprobación del acuerdo militar colombo–norteamericano. La confluencia de estos eventos puede ser vista como el caldo de cultivo para la reciente crisis bilateral.
Sin embargo, las necesidades políticas internas también tuvieron su rol en el desarrollo de la misma. Es un hecho cierto que las acusaciones de la presencia de guerrilleros en territorio venezolano se repitieron durante los últimos años del gobierno de Uribe, sin que esto cobrara mayor significación dentro del cuadro arriba descripto. El hecho de que haya sido diferente a finales de julio respondió en gran medida a los imperativos de la política interna en ambos países. En efecto, Colombia se encontraba a las puertas de un cambio de gestión –a dos semanas de la asunción de Juan Manuel Santos como sucesor de Uribe– por lo que la acusación ante la OEA fue visualizada como un intento de condicionar la agenda externa del presidente electo, la cual contemplaba el reinicio de las relaciones diplomáticas con Venezuela en el plano externo así como también un enfoque interno centrado en el desarrollo económico. Este era un enfoque alejado de la impronta militarista y securitaria enfocada en el combate a las FARC que permeó la presidencia de Uribe. Esta agenda representó uno de tantos gestos de Santos en busca de otorgar a su presidencia una identidad distintiva de la de su antecesor, habida cuenta de su paso como Ministro de Defensa del gobierno saliente. Estos gestos incluyeron un acercamiento no sólo con Venezuela en lo externo, sino también con el propio pleno del Congreso colombiano y la Corte Constitucional, actores políticos en constante pugna con Uribe. Todos estos movimientos, en fin, dieron forma a un clima de pugnas internas entre presidente saliente y entrante, aún compartiendo ambos un mismo marco ideológico y político. El último acto de gobierno de Uribe –traducido en la presentación de la misma acusación a Hugo Chávez ante la Corte Penal Internacional y a Venezuela ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos– puede comprenderse mejor si se atiende a aquella voluntad de condicionar los márgenes de maniobra externos de su sucesor.
Del lado de Hugo Chávez, la imputación de albergar a guerrilleros en territorio venezolano fue funcional a su habitual retórica antagonista, debiendo lidiar con un panorama interno mucho más complicado que el de su vecino. En términos económicos debe enfrentarse con un 30% de inflación, caída del 3,3% del PBI interanual y en términos políticos con la inseguridad como tema central, teniendo como punto de mira las elecciones parlamentarias de septiembre, en las que la oposición, si bien aún fragmentada, parece mejor posicionada que en años anteriores. Este escenario permite entender la guerra de declaraciones que se extendió por dos semanas, ejercicio destinado tanto a afrontar situaciones políticas complejas (de hecho, se renovaron las amenazas de cierre contra emisoras de televisión) como a la llana y simple medición de fuerzas entre uno y otro país.
De esta manera, el llamado “Acuerdo de Santa Marta”, que puso un cierre a este capítulo en las relaciones colombo-venezolanas con la mediación de UNASUR, da cuenta de los objetivos principales de la agenda externa de Santos: la restitución de las relaciones con Venezuela y Ecuador y la voluntad de mayor integración con la región, distanciándose claramente de Uribe. Asimismo, permite a Chávez presentarse como el triunfador en aquella pugna de fuerzas ante su sociedad. No obstante ello, el punto crucial del acuerdo pasa por el lado económico: desde la ruptura de relaciones comerciales en 2008, el comercio bilateral entre ambos disminuyó un 70%, pasando de un monto de U$S7.200 millones a tan solo U$S 2.400. Si bien ambos se han visto perjudicados, el principal damnificado ha sido el lado venezolano, dado el hecho que Colombia es su principal socio comercial y que se encuentra en medio de serios problemas de abastecimiento.
En la resolución del conflicto, más allá de la voluntad de ambos mandatarios de arribar a un acuerdo, debe destacarse tanto el accionar de UNASUR como el rol de Brasil y Argentina en la mediación. Si la intervención concertada entre ambos países, con las reuniones mantenidas a principios de mes tanto con Santos como con Chávez o su ministro de Relaciones Exteriores, Nicolás Maduro, reforzaron la función natural de ambos países en tanto interlocutores regionales naturales, el éxito de UNASUR confirmó las tendencias presentes en la región en cuanto al fortalecimiento de instancias autónomas de resolución política de conflictos, dejando sin fundamentos el argumento de la carencia de peso político de la UNASUR ante la ausencia de una institucionalidad más fortalecida. En cuanto a este punto, si bien es cierto que podría adquirir mayor densidad política con la ratificación de su tratado constitutivo por parte del grueso de la región (en la Cumbre de Quito se obtuvo la sexta firma, de parte de Argentina), los éxitos anteriores en el caso boliviano en 2008 y en el conflicto entre Colombia y Ecuador en 2009 sirvieron como antecedente para validar la intervención.
Debe destacarse, además, que la misma contó con la particularidad de la preeminencia de las reuniones bilaterales por sobre las plenarias. Esto tiene que ver tanto con la lectura de la coyuntura regional, en la que prevaleció el consenso en cuanto a esperar la asunción de Santos, como con el estilo de su Secretario General, Néstor Kirchner. Aquí puede verse otro de los elementos presentes en el conflicto: el papel de los perfiles individuales de los actores. La apuesta de Kirchner por la vía bilateral fue riesgosa. Se lo acusó de boicotear la reunión de Cancilleres de UNASUR en Quito (la cual no llegó a resultados concretos, en parte por el creciente aislamiento del saliente gobierno colombiano), así como también de cierta parsimonia en sus gestiones. Tanto la ausencia del ex presidente en Quito, como el compás de espera en los días previos a la asunción de Santos constituyeron una apuesta de promover una sintonía fina entre Chávez y Santos. Ambos venían prodigándose gestos de acercamiento, los cuales fueron aprovechados por Kirchner en sus gestiones. Este marco no pasó desapercibido para ninguno de los involucrados y contribuyó en gran medida al éxito de la mediación.
El creciente papel de UNASUR y de instancias similares como el Grupo de Río también encuentran su origen en la cada vez más extendida percepción de la OEA como una organización con cada vez menor capacidad para solventar conflictos regionales, en tanto constituiría un foro de expresión de la voluntad de Estados Unidos y de sus políticas regionales. Es evidente que la crisis regional desatada por el golpe de estado en Honduras y la incapacidad de la OEA de promover una solución aceptada por la región en su conjunto son antecedentes que se conjugan con una creciente desilusión con la prioridad y el sesgo de las políticas hacia América del Sur otorgado el presidente estadounidense Barack Obama. Las bases militares en Colombia y el traslado de la base de Manta (Ecuador) hacia la ciudad amazónica de Iquitos (Perú) son dos ejemplos de cuán lejos quedaron las expectativas despertadas en la Cumbre de las Américas en Trinidad y Tobago. El apoyo norteamericano a las acusaciones de Bogotá contribuyó aún más a la percepción de la OEA como caja de resonancia de los países aliados a EEUU, confirmando que la oportunidad perdida de aprovechar el “momento multilateral” regional le ha costado un precio político enorme. Estas acusaciones, por lo demás, no sólo obedecen a necesidades coyunturales del momento. En rigor, conforman uno más de los repetidos intentos de Colombia de imponer en la agenda regional el problema de las FARC. Debe señalarse que estos intentos no han sido siempre en foros institucionalizados, sino que otras veces ha primado la política de los hechos consumados. El caso del ataque a territorio ecuatoriano en 2008, por ejemplo, fue visualizado ampliamente como parte de una estrategia orientada a promover la doctrina de los ataques preventivos en la región. Habrá que ver si el gobierno de Santos promueve otras herramientas.
La solución de la crisis sirvió para descomprimir tensiones entre ambos países, pero existen cuestiones que permanecen irresueltas. Los reclamos del empresariado colombiano en cuanto a la deuda venezolana es una de las cuestiones contempladas en el acuerdo. Además, la acusación colombiana en la CIDH seguirá su curso, y las FARC no han sido derrotadas aún. El atentado con bomba en las instalaciones de Cadena Caracol así lo prueba. Un problema concomitante que el acuerdo no contempla es el de los refugiados por causa de la guerrilla, problema de la mayor importancia para Ecuador y también para Brasil, cuyo ejército ya ha registrado combates contra los intentos de penetración de las FARC. El conflicto en sí mismo, y sus consecuencias, nos hablan de un fenómeno de transnacionalización del conflicto colombiano a los países limítrofes. Pero sobre todo, habrá que esperar al corto plazo para comprobar la fuerza de lo firmado en Santa Marta. Esto es, al resultado de las elecciones legislativas de septiembre en Venezuela, en la que un resultado poco auspicioso para Hugo Chávez podría poner en riesgo lo acordado, cuestiones cuyo abordaje exitoso representará un verdadero desafío a futuro para las nuevas instancias de concertación regionales.
(*) Analista Internacional de la FUndación para la Integración Federal
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